Viaje al corazón de la tierra
- Opinión
Desde hace varias décadas, buena parte de nuestras ciudades capitales se han convertido en núcleos financieros o comerciales más que en centros educativos y culturales; muchas de ellas han experimentado un crecimiento desproporcionado, originando situaciones complicadas de violencia, abusos o injusticia; los desniveles sociales y laborales han promovido situaciones críticas que se expresan bajo las formas del contrabando, negocios ilícitos, fraudes, sobornos. La economía informal ha pululado y con ella la miseria y el deterioro de la cotidianidad. Poco a poco las grandes ciudades se pueblan de miles de personas buscando mejores oportunidades y sólo logran engrosar la miseria, las situaciones críticas y la violencia.
Mientras tanto, gran parte de las ciudades pequeñas de la provincia se mantienen en un relativo bienestar, dedicadas a la economía rural y a actividades modestas, a pequeñas industrias artesanales. La cultura derivada de la tierra es la que en el fondo imprime la identidad a una región y me atrevería a decir que a un país, el cual se vuelca a las posibilidades de ésta para extraer de ella frutos que le permitan no sólo la sobrevivencia, sino oportunidades de diversificación hacia la ganadería y el comercio, sin intermediarios. Cuando estas actividades se cumplen bajo parámetros de honestidad y transparencia los resultados suelen ser óptimos, pues conllevan una ética colectiva que deja a sus participantes conformes y satisfechos.
Pero tarde o temprano aparece un empresario grande a ofrecer riquezas a los trabajadores, hasta el punto de desfigurar sus expectativas reales de prosperidad. En nuestros países latinoamericanos muchos de estos “empresarios” privados han sido funestos, pues los perfiles de sus empresas son de enriquecimiento individual, nunca colectivo. Siempre ofrecen más de lo que pueden cumplir, pero llenan de expectativas delirantes a los trabajadores, con modelos de desarrollo que no tienen nada que ver con las características geográficas de las regiones. Finalmente, los trabajadores se desligan de sus tradiciones y costumbres y se incorporan a una mano de obra extraña que termina por vulnerar su identidad cultural. Mucho de ello ocurre también con el petróleo, que al sustituir la economía agraria desfigura el arraigo a la tierra de los obreros o campesinos y los impulsa a ir hacia las ciudades, cuando en verdad la verdadera riqueza material se encuentra en los productos generados en el campo y la tierra, o en los mares, ríos, lagos y sus riberas.
Actualmente en Venezuela vivimos una crisis alimentaria originada por la improductividad del agro, derivada a su vez de la supremacía de una economía petrolera que se impuso sobre las demás, convirtiéndonos en dependientes de un solo rubro, el cual depende a su vez de las fluctuaciones del precio del barril de petróleo en el mercado internacional. A su vez este mercado está manejado por un conjunto de factores sujetos a las finanzas y a la moneda, en una complicada operación financiera a merced de los cambios foráneos. A la economía del agro y del ganado no se le aplica obligatoriamente este modelo. En los principales países de Europa se han desarrollado sobre todo los rubros agrícolas y hay una garantía de abastecimiento para los ciudadanos. La crisis alimentaria que estamos padeciendo actualmente en Venezuela se debe justamente a la falta de previsión que hemos tenido en el momento de planificar el cultivo de nuestra tierra; una tierra por demás pródiga donde pueden crecer infinidad de productos en grandes extensiones de terreno que están ahí esperando las semillas; da lástima ver cuantos lotes de terreno improductivos, aguardando la atención del Estado y de los productores conscientes. Muchos recursos han ido a parar a un saco roto, dilapidados en un derroche lastimoso, al cual nos fuimos acostumbrando los venezolanos. En algún momento nos iba a explotar esta bomba de tiempo en la cara, justo ahora cuando las potencias foráneas han instrumentado un bloqueo económico sobre nuestro país con claros propósitos políticos, agravado todo ello con los desfalcos internos perpetrados por funcionarios gubernamentales a Petróleos de Venezuela y a la Fiscalía General de la Nación, que hicieron que buena parte de nuestra población se desmoralizara y decidiera abandonar el país para probar suerte en otras latitudes, con una inflación inducida como nunca antes habíamos sufrido. Ello se vería como un proceso normal, si el hecho no estuviese marcado por un profundo deterioro moral que ha volcado a los venezolanos contra los propios venezolanos, manipulados algunos por empresas inescrupulosas que remarcan los precios de los productos de manera injustificada. La moneda se ha devaluado en medio de un clima de improductividad, lo cual ha generado angustia en todos los venezolanos. Hemos tocado fondo. El país parece estar arrancando ahora desde cero.
Hace pocos días tuve la ocasión de viajar con unos amigos al pueblo de Churuguara, situado en la parte alta de la Sierra de Falcón. Ahí fuimos a conversar con varias comunidades acerca del papel de la poesía y la literatura en varios espacios educativos y culturales; visitamos varias granjas y fincas donde conversamos asociando las expresiones literarias a la cultura de la tierra (“Cultura es cultivar”, “La poesía escuela de la palabra, el conuco escuela de la tierra”). Caminando por numerosos sembradíos, tuvimos ocasión de compartir con la gente del campo detalles acerca de las cosechas y de los modos más sencillos (y extraordinarios) de sacar provecho de las semillas, y de los modos de abonar la tierra en estos tiempos difíciles, desde grandes extensiones hasta viveros pequeños en jardines: la tierra siempre está ahí con sus fértiles surcos dispuesta a dar lo mejor, siempre y cuando se la respete y ame; desde ella vamos a dar respuesta contundente a la situación de emergencia alimentaria en que nos encontramos.
En Churuguara (así como en numerosos pueblos de Venezuela) el resultado de estas siembras ha sido asombroso, cuando cientos de labriegos han recibido de ellas todo tipo de frutos: ahí estaban las hermosas mazorcas de maíz, la yuca, la papa, la batata, pimentones, ajíes, plátanos, cambures. Viejos, jóvenes y niños entregados a esas nobles labores (hay una pureza especial en los ojos de los niños campesinos, y una ternura singular en los ancianos), y los fines de semana entregados a sus fiestas, sancochos y carnes asadas acompañados de música. Asistimos a la maravillosa fiesta de las turas donde apreciamos el diálogo magnífico que ellos establecen a través de esta danza originaria y ancestral de nuestros aborígenes, cantando y danzando con sus maracas alrededor de una cruz tejida con mazorcas de maíz y hojas verdes, y nuestro espíritu se bañó con la gracia de esa profunda espiritualidad, con el íntimo contacto que nos brindó la tierra, después de hacer una travesía nocturna por un resbaloso camino de barriales, llegamos por fin a aquel sitio sagrado de la danza de las turas bajo una churuata.
Por eso digo que no debemos perder la esperanza. Debemos tener fe y pensar que con nuestra fuerza de pueblo y nuestra voluntad de hacer producir la tierra, sembrando en patios productivos, conucos, viveros urbanos con la participación de nuestro pueblo, nuestras comunas y comunidades organizadas, vamos a salir airosos. No podemos quedarnos esperando que el estado haga todo por nosotros, o que otras naciones nos digan lo que debemos hacer. Debemos buscar una solución y esa solución está en la tierra, descender al corazón mismo de ella para que desde sus entrañas y con todo el respeto que exige la Pacha Mama podamos extraer de ella los frutos que verán nuestros descendientes. Tenemos que dar ahora un ejemplo de dignidad y de valentía para que nuestros nietos se sientan orgullosos de nosotros y los podamos esperar con los brazos abiertos en los días futuros.
© Copyright 2018 Gabriel Jiménez Emán
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