Necesidad de figuras redentoras
- Opinión
En ciertos ambientes del país –no necesariamente religiosos— es notoria la necesidad de contar con figuras redentoras en las cuales depositar la confianza de manera absoluta. Se hecha en falta una buena encuesta de opinión pública que explore ese tema en la población, pero una revisión a las valoraciones que circulan en Internet revela que hay quienes anhelan a alguien que los redima, y más aún que creen que su redentor ya está entre nosotros.
Al menos, tres figuras redentoras han cobrado presencia en El Salvador actual: a) el empresario redentor; b) el político redentor; y c) el intelectual redentor.
Antes de hacer una breve caracterización de ellas, es oportuno señalar, primero, que una figura redentora es construida básicamente por quienes tienen necesidad de la misma, pero que en no pocas ocasiones hay quienes buscan convertirse en una tal figura a partir de un esfuerzo consciente; segundo que esas figuras redentoras no se dan en estado puro, pues pueden mezclarse entre ellas o con otras categorías (juventud, educación, nuevas ideas, cambio generacional, por ejemplo) que tienen su propia mitología; y tercero que, aunque una o varias personas en particular puedan tener rasgos “redentores”, la tipifipicación que aquí se hace no se refiere a nadie en concreto, pues se trata de casillas (tipos ideales) que en las que tiene cabida cualquiera que llene los requisitos respectivos.
a) El empresario redentor. En torno a esta figura redentora se está elaborando una mitología según la cual un empresario exitoso, no “contaminado” por intereses o vínculos político-partidarios es el que “salvará” a la sociedad salvadoreña y la conducirá por el camino del éxito. A lo anterior, se suele añadir que un empresario rico, además de dominar las destrezas gerenciales para administrar el país adecuadamente –con eficiencia y eficacia, gustan decir los amantes de la jerga empresarial—, no tiene necesidad de apropiarse de los recursos públicos, ya que tiene dinero de sobra. De nada sirve hacer ver, a quienes ansían la presencia de un empresario redentor –o incluso creen que ya lo han encontrado—, que en la empresa privada salvadoreña la efiencia y la eficacia no son siempre moneda de uso corriente (los bancos y las compañías de telecomunicaciones son un ejemplo de ello), y que la sed de enriquecimiento de los grandes empresarios salvadoreños no tiene límites, y que lo más probable es que un tal empresario redentor no exista en el presente ni haya existido nunca en el pasado.
b) El político redentor. Sobre esta figura se está tejiendo la visión de que ahora sí el país va contar con un líder que transformará absolutamente la vida nacional, rompiendo con los condicionamientos institucionales que amarran a los “políticos tradicionales”. No se dice cómo es que eso va suceder, pero quienes creen en el político redentor asumen que justamente su capacidad redentora estriba en que puede romper con todo e inaugurar algo nunca visto en El Salvador.
La principal carta de presentación de un político redentor –y que celebran quienes ansían su llegada—es su “ruptura” con el sistema de partidos. No su salida de un partido, sino su rechazo a los partidos en general, por considerarlos la fuente de todos los males.
Una segunda carta de presentación es su vocación de no callarse nada, de “decir lo que piensa”, de “llamar a las cosas por su nombre”, de “desafiar a quien se le cruce en el camino”. Esto es celebrado por quienes añoran la redención política: “ahora sí”, dicen, “tenemos un líder de verdad, que no le tiene miedo a nadie, a un líder que sí terminará con la fuente de los males en el país: la corrupción política”. Un redentor político debe mostrar su vocación para la ruptura, de tal suerte que entre de más enemigos, más firme se hace su figura redentora.
Asimismo, a estas figuras redentoras se les endilga la etiqueta de ser “líderes” extraordinarios sin tomar en cuenta su trayectoria real de vida, la cual seguramente los puso en la senda del protaganismo con facilidades que nunca tuvieron líderes que forjaron su vida en la adversidad social y económica (y en la persecusión política propia de los años setenta y ochenta del siglo XX), y a los cuales se relega a un segundo plano en el debate sobre los lidarazgos que el país necesita.
De nada sirve que se haga ver, a quienes creen en la redención política, que eso es una quimera, no sólo por los amarres legales e institucionales vigentes o por los intereses (políticos y económicos) de esas figuras a las que se otorga la capacidad de redención, sino por las limitaciones y debilidades humanas, que son también las de los políticos presuntamente redentores.
Quienes se perfilan en el país como redentores políticos o bien tienen (o han tenido) amarres con la política partidaria o bien amarres empresariales (o ambas cosas a la vez), además de la proclividad al error propia de cualquier ser humano. Pero, además, sus intenciones de redimir a la sociedad desde la política (en caso de ser sinceras) necesariamente se las verán con los condicionamientos y marcos legales e institucionales establecidos, los cuales no podrán sobrepasar, por más que su voluntarismo les haga creer lo contrario o que elaboren un discurso victimista acerca de lo “hostil” y “dura” que es la política real.
c) El intelectual redentor. Esta figura siempre ha estado presente como necesidad de determinados sectores de la sociedad, y siempre ha habido intelectuales que la han cultivado para sí mismos. Ambas cosas siguen presentes, como si el tiempo no hubiera pasado y la capacidad crítica (la mayoría de edad que decía Kant) brillara por su ausencia.
Dos características destacan en el intelectual redentor: la primera, una trayectoria y prestigio (real o ficticio) en la academia, la Iglesia y la política; y segundo, un discurso (y la habilidad retórica para transmitirlo) encendido, inflado, con expresiones altinosantes, englobantes, hirientes y sensibileras.
Un tono mesiánico suele estar presente en sus palabras y frases; con afirmaciones gruesas, tipo sentencias, plagadas de conceptos englobantes, provenientes de otros contextos, en los que fueron eficaces (por ejemplo, “Estado fascista”, “Estado militarizado”, “Militarización de la sociedad”, “Guerra social”, “Estado represivo”, “Crisis social”). Todo ello con el propósito de que no haya posibilidad de discutir lo que se afirma, pues la formulación es dogmática, imponente, no sujeta a la posibilidad de duda o error: se trata de la “verdad”.
Del lado de quienes tienen necesidad de este tipo de intelectual, la recepción de sus ideas y planteamientos es incondicional. “Lapidario”, “contundente”, “inobjetable”, suelen decir. No dudan en repetir mecánicamente las tesis leídas o escuchadas, que además buscan imponerlas a otros, valiéndose principalmente de Internet. La muletilla que usan es la siguiente: “como dijo lapidariamente fulano de tal”, y sigue a ello la formulación de la “verdad indiscutible”.
Pierden de vista que, por muy lapidarias y contudentes que suenen determinas ideas, se trata de opiniones, sujetas como cualquiera otras a la crítica y la refutación. Por supuesto que hay opiniones de diversa naturaleza, unas mejores o peores que otras, pero eso depende de su coherencia lógica, su razonabilidad, su sintonía con marcos teóricos bien fundamentados y su sustento empírico. Ni la casuística ni las frases altisonantes son prueba definitiva de nada. Es cierto que pueden sonar bien a quienes desean redención intelectual; es cierto que pueden conmover o preocupar por su aspereza o sensibilería, pero eso no las hace irrefutables ni las hace mejores que otras.
En fin, “endiosar” determinadas opiniones –lo que puede llevar a endiosar a quienes las pronuncian— es una mala noticia para la salud mental de la sociedad. Quienes caen en la trampa del endiosamiento de las ideas de otros hacen gala de una minoría de edad que el gran Inmanuel Kant no hubiera tolerado.
San Salvador, 30 de octubre de 2017
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