Nacionalidad: Patria o Mickey
- Opinión
A las maravillosas manos que son Aracafé.
Como un fantasma, la nueva decisión de Trump estremeció a algunos. El Presidente, desde su pose de gánster, decidió cerrar la puerta de Disneylandia a los venezolanos. Las pequeñas líneas indican que por lo pronto, esto sólo afectará a algunos, la tendencia, indica que cada vez serán más los que sean tocados con esta vara.
Pues si en toda evidencia, Trump no limita su acción a los kilómetros de la Florida dedicados a la empalagosa uniformidad de la fantasía sino a todo su país, la Florida es de todo ese continente-país, la parte más importante para la clase media venezolana y el culto a Mickey, no distingue con mucha claridad el asunto de las posturas políticas de sus adeptos.
A ciento veinte años del nacimiento de Mario Briceño Iragorry queremos despertar algunas advertencias que él hiciera sobre estos hechos cuando desde la “Alegría de La Tierra” se preguntaba sobre las consecuencias y la lógica de la mutación de aquella precaria economía rural a esta, opulenta y vacía, economía petrolera extractivista; y, fundamentalmente cuando advertía cómo avanzaba el nuevo invasor en Venezuela en su ensayo “Crisis de la nacionalidad”.
Les escribo esta vez desde el Parque Carlos Raúl Villanueva en Maracay, donde pasa una leve lluvia en medio de la tarde y el calor despierta el café cultivado en el ecosistema que conquistó a Henry Pittier. Aquí, con la informalidad de las grandes preguntas, Antonio levanta la voz y evoca aquél recuerdo que traemos fracturado de la memoria de los padres sobre qué hicieron los cuerpos de paz norteamericanos en Venezuela.
A mi padre, le enseñaron a comer pan, le respondo. En aquella época, Coro estaba lleno de gallinas en los patios, de señoras que pilaban maíz, de urupagua y ponsigué pero pronto vendría la guerrilla y su aniquilación, la modernidad, el jabón industrializado y el pan. Hubo silencio, como si algo en aquella época tuviera mucho que ver con que sea tan extraordinario estar en un lugar donde se siembra lo que uno puede comer.
Pararse en esta época a intentar comer lo que se siembra es un acto tan extraordinario como el simple hecho de sembrar lo que se come, y esto no está exento de riesgos inimaginables: hay duendes extranjeros que persiguen nuestras cosechas en tanto a cualquier precio, pasado por la alquimia de la tasa de cambio, es un regalo. Luego está la enfermedad, la vitamina, todo un universo de cosas que le ocurren a la comida y allí la burocracia, insensible, pesada…, allí termina normalmente el panorama al que le falta necesariamente la lupa del por qué.
Los venezolanos, dirían más adelante, han perdido el hábito de seguir cualquier regla hasta que salen a otra parte. Sea cual sea. En la decadente Panamá, llena de escándalos de corrupción y borracheras, esperan el cambio del semáforo y acuden puntuales al trabajo. En Estados Unidos, conocen los lectores de placas que indican la velocidad y que pasan riendo en la entrada de Caracas. De nuevo nos falta un porqué.
Uno que no es tan sólo el miedo que un sistema criminal y penitenciario eficiente producen; ni unas leyes que nos prometan que si nos llevamos una copia no autorizada, por peculado de uso, se nos irá la vida “pagando cana”.
Se trata, en mi opinión, de un tema extrajurídico y no de leyes. Se trata de una estructura y no de pequeños sujetos, buenos o malos, puestos en espacios estratégicos. Se trata del estado de salud del vínculo invisible que se llama “nacionalidad”.
Nosotros somos, desde la Independencia, un pueblo acostumbrado a pagar con sangre el valor de tener una bandera pero, como las sanciones de Trump, no todos los precios son simplemente la etiqueta numérica pegada en un objeto. El precio es algo que se origina antes, que tiene importancia después y que a veces, alguien nos exige pagar con recargo, o, tras calcularlo nuevamente como si el objeto se generara cada vez que un indicador económico cambia.
Decía, con su romanticismo liberal, Rousseau que la nacionalidad servía al pueblo que ya no era religioso para establecer un respeto similar al que sentía por Dios. Es el convencimiento de ser parte de algo, el deseo de seguir estándolo y la fuerza por la cual lo común y lo propio, como una tela coloreada como un tricolor, vale más que la propia vida.
Es el querer más la bahía de Cata que las costas de Acapulco y no llenar de vasos el sendero del Waraira Repano y es algo, que antes que nuestros propios cuerpos, está siendo brutalmente lesionado.
Dijo, mucho antes que se inventaran el mito según el cual, Venezuela se parece a Corea del Norte, Briceño Iragorry lo siguiente:
[No es] obra de resentidos ni ridícula labor de majaderos levantar la voz contra el peligro que nos viene de fuera y contra el extremo peligro que representa en lo interior la conducta antipatriótica de los pitiyanquis. Necesario es vocearlo y repetirlo: el nuevo invasor no penetra donde tropieza con voluntades recias que le cierren las puertas de las ciudades. El imperialismo empieza por corromper a los hombres de adentro. A unos, por unirlos a su comparsa de beneficiados, a otros, por borrarles la imagen de la propia nacionalidad. Para eso están el cine, las revistas, los diarios, libros, las modas y aun las tiras cómicas. Además de dar con ello buena oportunidad a su absorbente capital, llevan al público incauto al relajamiento de los valores espirituales.
Entonces se trata de algo que viene trabajándose desde hace mucho más de cincuenta años y nos exige mirar en Venezuela parte de lo que veía Fanon en su amada tierra. Tenemos delante de nosotros, un juego de espejos. Uno, que nos indica que lo bueno está afuera y lo malo está aquí, que todo se irá yendo como vino y que lo “venezolano” es tan malo que no merece ni preservarse.
Ya antes lo dijo la CIA, así desmembraron a Rusia; ya antes lo dijo Benedetti, así convencieron a Chile de limpiar la vergüenza que les produjo intentar ser un pueblo libre y adecuarse que la osadía del movimiento debía purgarse con la disciplina de los obreros y la distancia de las clases.
La sanción de Trump entra así en el imaginario que se construye desde esos lejanos años de los jugos enlatados, de la leche que viene libre de enfermedades, de la marihuana que durmió los movimientos sociales y el valiente cow boy que persigue desde su caballo a los caras rojas.
No podemos sentarnos sin pensar que al cow boy le respondió varias veces Mafalda y que ahora, sonrojados, le “bajaron dos” a perseguir indios y fumar tabacos. Ahora son tiempos de perseguir árabes y sancionar venezolanos, haciendo tanto ruido que las preguntas se nos olviden.
Solemos sufrir en estos tiempos de información sensacional de dificultades para asociar los eventos y dimensionarlos en el tiempo. La virulencia contra Venezuela se da mientras se recortan los beneficios sociales en Estados Unidos y Francia; cuando se preparan otras guerras, los sirios empiezan a consolidar las victorias y finalmente se hace indetenible el repunte de los movimientos pro nazis en el mundo. De los cuales, el mismo vocero de la nueva “cruzadas por los derechos humanos” es un fiel representante.
Al cabo de un rato, estos tiempos de sanciones y titulares deben traernos de vuelta el derecho al porqué, el sabor del cacao y del café, recordar que todos los procesos de opresión se consolidan cuando logran tener simpatías en los mismos oprimidos y que nadie puede avanzar mientras se preserve la voluntad decidida del amor a las pequeñas cosas. De eso va este año, con sus verborreas y banderas volteadas; autoridades escrachadas y visas negadas. También, de lo mismo iría la fuerza secreta de los cubanos contaba por Mauricio Figueiral a la distancia, se trata de rotunda negativa a dejar que algunos, con sus Mickeys y cortejos, nos comercialicen y patenten, la alegría.
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