Es necesario situar adecuadamente el debate

20/06/2017
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Por el interés que suele concitar en gran parte de la población, una elección presidencial configura un momento y escenario apropiado para intentar llevar a cabo, de cara a las millones de personas que conforman el pueblo trabajador, un debate sobre el fondo de los grandes problemas que nos aquejan como sociedad, buscando esclarecer sus verdaderas causas y el modo en que las grandes aspiraciones humanas pueden, finalmente, ser realizadas.

 

Desde una perspectiva de izquierda, comprometida con la lucha por la justicia social y la democracia, hay que evitar caer en la trampa que suelen tender los defensores de la clase dominante buscando circunscribir la atención a los diversos e innumerables problemas particulares, es decir a las ramas que impiden ver el bosque, extendiendo la mirada hacia ese horizonte, más amplio y comprensivo, que permite abordar los grandes temas que se pretende mantener en las sombras, ignorados, invisibilizados.

 

Esta fijación acotada a los variados problemas de la vida cotidiana constituye en el plano político el mismo tipo de reorientación hacia la que en el último siglo han sido progresivamente conducidas en su mayor parte las ciencias sociales, degradándolas hasta el punto de convertirlas en una práctica investigativa y reflexiva tan concentrada en las variadas manifestaciones y formas de interacción social que lo que, finalmente, ocurres es que tiende a desaparecer de su horizonte visual la propia sociedad como un todo.

 

Un debate político fecundo y clarificador debiese ser capaz de superar la mirada miope y artificiosamente fragmentada de las múltiples manifestaciones conflictivas y parcializadas de la estructura social para poder centrarse, por tanto, sobre dos ejes principales de alcance global:

 

  1. el de los grandes problemas estructurales subyacentes y sus causas de fondo

 

  1. el de la manera en que es posible realizar, finalmente, las grandes aspiraciones humanas

 

Y los grandes problemas del mundo en que vivimos se resumen, en definitiva, en uno solo: el de la enorme, ominosa, injustificable y siempre creciente desigualdad social que, fundada en la explotación capitalista, castiga a la inmensa mayoría de mil maneras, directas e indirectas, enfrentándonos en definitiva a una disyuntiva crucial que cobra expresión en una diversidad de planos tales como, por ejemplo:

 

  • la de los abusos o el respeto en el trato recíproco entre las personas

 

  • la de la situación social que se detenta como producto de privilegios o de propios méritos

 

  • la de la existencia de normas que fomentan la inclusión o que sancionan la exclusión

 

  • la de un sistema de decisiones de carácter plutocrático o efectivamente democrático

 

  • la de una actividad económica que genera degradación o sustentabilidad ambiental

 

Se trata, en suma, de una disyuntiva que se manifiesta de múltiples maneras pero que es en definitiva global entre formas de convivencia social cuyo fin primordial es la valorización de la vida y que por ello fomentan una consistente responsabilidad social y ambiental o que, en cambio, responden a la lógica individualista, explotadora y concentradora de la valorización del capital y que por ello se apoyan en criterios socialmente discrecionales y ambientalmente desquiciados.

 

Esta disyuntiva de fondo se soslaya cuando se escamotea el debate sobre las verdaderas causas de la desigualdad social imperante y se apela a la educación, entendida como mecanismo de movilidad social particular, como la gran manera de hacerle frente, lo que supone sugerir vías de escape individual para problemas que en su misma esencia son de carácter social y que dejan incólume aquella realidad que supuestamente se estaría intentando superar.

 

Por lo demás, en esto la hipocresía no tiene límites. La clase dominante y sus defensores acostumbran a extorsionar a la población, fingiendo un supuesto interés por la suerte de los más débiles y sosteniendo que, en la medida en que las propuestas que se levanten para favorecer a los pobres y aminorar la desigualdad afecten, por poco que sea, a los más ricos, solo terminarán perjudicando a quienes se pretende beneficiar.

 

Así, sin aceptar siquiera que se toque el problema a de la concentración ostensiblemente antidemocrática de la propiedad, se nos advierte que el solo hecho de plantear una elevación, aunque sea mínima, de los impuestos a los más ricos solo implicaría agravar los problemas ya que su único y seguro resultado sería el de desincentivar la inversión y el crecimiento. Por lo tanto, este sería un tema que debiese estar completamente fuera de discusión, un tema tabú, que simplemente no se debe tocar.

 

Así, los poderes fácticos nos advierten a cada paso, a través de sus múltiples voceros: ¡Que nadie ose meterse con nosotros! ¡Tenemos suficiente poder para hacerlos polvo cuantas veces queramos! ¡Nosotros somos intocables! Como decía en el pasado, ¡el país somos nosotros! Pero una opción que pretenda hoy estar comprometida con el logro de la justicia social y la democracia no puede aceptar someterse a un chantaje semejante.

 

En consecuencia, ya es hora de incorporar al debate y a las propuestas los temas de fondo que apuntan a superar no solo las formas neoliberales del capitalismo sino la prevalencia del propio modo de explotación capitalista. Hay que poner en el centro del debate el enorme costo económico, social, político y cultural que representa para el país el gran poder que hoy detentan los monopolios, tanto nacionales como extranjeros y su directa incompatibilidad con la existencia de una sociedad efectivamente democrática.

 

Santiago, 19 de junio de 2017

 

 

 

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/186297
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