El Imperio contraataca

13/02/2017
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El desastre financiero desencadenado el año 2008, confirmó una vez más que la economía y el destino de los seres humanos no se pueden dejar en manos de corporaciones privadas. El capitalismo globalizado, a partir de esa crisis, tuvo el momento oportuno para introducir cambios, o al menos poner en movimiento algunos mecanismos de control. Sin embargo, el poder e influencia de esas corporaciones demostraron tener una dimensión superior a la imaginada.

 

La cumbre del G20, realizada en Londres a comienzos abril del 2009, reunió a jefes de Estado y de gobiernos, para concretar lo tratado en el encuentro preliminar de noviembre 2008 en Washington. Era de suponer que se adoptarían cambios indispensables y urgentes que permitieran poner barreras de contención al capitalismo salvaje, recomponer el rol de los Estados, aunque fuera parcialmente.

 

Opinaban algunos especialistas que la alternativa lógica era, en ese momento, desenterrar a John Maynard Keynes y sus teorías económicas, tomando de estas las que fueran útiles frente a la emergencia, y sepultar definitivamente a Milton Friedman y sus recetas ultraliberales.

 

Sin embargo, la lógica aparente fue sobrepasada, dejando en claro que los gobiernos no son los amos exclusivos, ni los portadores de atribuciones soberanas. La conclusión resultante fue la puesta en marcha de contramedidas, que obligan a las instituciones financieras a crear y mantener, desde esa fecha, un fondo de emergencia y dan a los Estados atribuciones limitadas para poner en marcha políticas de control.

 

Impusieron a los Estados la tarea de hacerse cargo del desastre, a utilizar los recursos públicos para salvar de la quiebra a los bancos privados, disparando de paso la deuda pública a niveles escandalosos y aumentando los índices de pobreza. Países como España e Irlanda, entre otros, que tenían un holgado nivel de reservas, se vieron de un momento a otro sobre endeudados, insolventes, y debieron endeudarse más para mantenerse en pie. Una vez más, se impuso la criminal política de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas.

 

Europa, que había desarrollado políticas sociales en décadas anteriores, combinando capitalismo de Estado con inversión privada bajo el modelo socialdemócrata, sometió a partir de ese momento a la población a nuevas políticas de ajuste. Austeridad para los pueblos, holgura para los capitalistas.

 

Los recursos para financiar guerras lejos de las fronteras siguen disponibles, pero no los hay para seguir pagando las pensiones al nivel actual, ni para reajustar los salarios. Esconden el hecho que el Producto Interno Bruto ha tenido un crecimiento muy superior a las nuevas exigencias generacionales. Y también el hecho que los trabajadores han creado mucha riqueza desde el fin de la Segunda Guerra, lo que permitió, precisamente, financiar los Estados de Bienestar.

 

El problema es que los capitales y la riqueza creada se han desplazado desde las arcas fiscales hacia las empresas privadas. Esos Estados de Bienestar europeos, destinados a demostrar que el capitalismo era mejor que el socialismo impulsado desde el otro lado del muro, viven su etapa de desmantelamiento.

 

Desde 1989-1990, en efecto, ante el fracaso de los procesos dirigidos por los partidos comunistas, en la Unión Soviética y países del Este europeo, los liberales de occidente pasaron a la ofensiva. Han llegado a ser dominantes en el control de parlamentos y gobiernos, conscientes y haciendo conciencia dentro de su clase social que ya no hace falta mostrar que el capitalismo europeo es mejor que el socialismo soviético.

 

Hoy tenemos una Europa liderada por liberales de diferentes signos, por empresas multinacionales y sus lobistas, y gobernada por instituciones burocráticas como la Comisión Europea, el Consejo Europeo y el Banco Central Europeo. La democracia liberal va asumiendo camufladamente formas dictatoriales, aunque formalmente se mantienen vigentes los mecanismos tradicionales de la democracia burguesa occidental.

 

La población ejerce el derecho a voto, pero no elije ni decide. De todas las instituciones de la Unión, solamente el Parlamento Europeo es elegido por la población; sin embargo, sus atribuciones y competencias son consultivas y cada vez menos legislativas.

 

Sin embargo, este proceso autoritario no está exento de contradicciones.

 

No es novedad el surgimiento de movimientos nacionalistas. Pero llama la atención que son los movimientos socialdemócratas, verdes, cristianodemócratas y liberales quienes mantienen su fidelidad con el proyecto de la Europa liberal, dejando que el descontento sea canalizado a través de movimientos ultraderechistas, nacionalistas y racistas. A lo que se suma la ausencia de una alternativa popular capaz de modificar la correlación de fuerzas.

 

Los partidos de izquierda son débiles frente al liberalismo socialdemócrata y de derecha, y los movimientos sociales hacen intentos de mantenerse a flote y resistir la ofensiva patronal. La actual Unión Europea neoliberal aleja progresivamente de la mente colectiva el concepto de bienestar social.

 

No es novedad el Brexit. Este responde a, y se corresponde con, los intereses políticos y económicos de un sector del capitalismo británico. Para imponer esta alternativa, han creado en la población la sensación colectiva de defensa de la soberanía y de independencia frente a un poder europeo centralizado y autoritario. El Reino Unido necesita del mercado europeo, pero no necesita someterse a las reglas burocráticas de la UE.

 

Pronto, apenas completen las formalidades del divorcio, abrirán sin duda negociaciones bilaterales para un nuevo acuerdo comercial, de inversión y de aranceles. A fecha de hoy, comienzo de febrero de 2017, la declaración de intenciones está hecha, orientada a mantener abiertas las fronteras para la libre circulación de capitales y mercancías, pero cerradas para la libre circulación de personas.

 

Tampoco es novedad que las potencias dominantes dentro de la UE no hayan usado la amenaza ni el boicot contra el separatismo británico. El Reino Unido es un hermano mayor y es tratado como tal. Muy diferente al tratamiento dado a los hermanos pobres de la Unión, especialmente a Grecia, que en un momento crítico quiso hacer uso del soberano derecho de decidir sobre su política interna. Su osadía despertó a los pueblos europeos, que creyeron llegado el día para soñar despiertos. El desenlace ha dejado una sensación de frustración continental. Ha sido aplastado y enterrado un sueño compartido por millones de personas: que otra Europa era posible.

 

El caso griego, en efecto, sigue teniendo actualidad política y académica, en la medida que constata que la democracia burocrática europea tiene dos parámetros para tratar casos similares, pudiendo ser autoritaria a conveniencia.

 

El gobierno de Alexis Tsipras quiso recuperar soberanía, y poner en práctica un programa social que entró en choque frontal con la política de austeridad de la UE. Esa confrontación, y su desenlace, es lo que sigue siendo materia de estudio y debate.

 

Es posible afirmar que el gobierno de Tsipras no tuvo la entereza necesaria para mantenerse firme frente a la agresividad imperial. Un gobernante, aparte de líder político, debe ser al mismo tiempo un estratega. Ser consciente, por tanto, que en una confrontación internacional puede estar involucrada el uso de la fuerza, o la amenaza de usarla, sea esta militar o económica. Quien se arma está dispuesto a combatir.

 

Pues bien, en el momento de mayor tensión, el gobierno de Alexis Tsipras mostró frente al mundo entero un arma poderosa y no fue capaz de usarla. O no pudo. No la usó. El referéndum nacional, con más del 60% de aprobación, mostró que la población griega estaba dispuesta a pasar pellejerías junto a su gobierno, que colectivamente las penurias son menos dolorosas, y que en algunos años remontarían; que el sacrificio bien valía la pena. Sin embargo, vino la rendición. Quedó instalado un sentimiento amargo. Y la duda de si el combate pudo llevarse más lejos, sin retirarse antes de dar batalla.

 

Si cambiamos de continente, cabe preguntarse si fue una novedad, o más bien una sorpresa, la elección del nuevo presidente de los Estados Unidos. Pues sí que lo ha sido. No era esperable el triunfo de una política proteccionista en la cabeza del imperio ultra liberal. Los dioses del libre mercado sacan a relucir un nuevo catecismo. Aunque la tendencia se abrió con el Brexit, dando a los países de Europa los primeros indicios, ha sido excesiva la sorpresa, el anuncio que declara obsoleto el actual andamiaje.

 

Las burguesías europeas no imaginaban ni deseaban un cambio de curso, a tal punto que hasta en las escuelas primarias hicieron propaganda política, señalando a los niños que la señora Clinton era mejor que el señor Trump. Las grandes coaliciones, los tratados de libre comercio, la Otan y otras instancias internacionales, entran en suspenso.

 

A pesar de los gigantescos poderes interesados en darle larga vida al modelo vigente, en el propio nido de la gran burguesía de Estados Unidos ha surgido la urgencia de adaptar su estrategia ahora, antes que sea demasiado tarde, antes de pasar de superpotencia hegemónica a un segundo plano. En concreto, su alternativa señala que la expansión imperial a través de las guerras de agresión ha cerrado su ciclo.

 

No es el abandono de su política guerrera, más bien una precisión, que ponga freno a las aparentes victorias que solamente han servido para esconder desastres. Tal como hicieron los británicos para convencer a la población sobre la conveniencia del Brexit, los magnates estadounidenses convencen a su población de la conveniencia de fortalecer al imperio a través de una estrategia que contemple “mayor desarrollo interno y menos desastres externos”.

 

Donald Trump no es ningún genio, pero sí un representante genuino de esa clase social. Su discurso aglutinador entusiasma a los trabajadores empobrecidos, que fueron la carta de triunfo en esta primera etapa. No pasará mucho tiempo para saber la verdad y conocer las medidas concretas. Si el plan del nuevo gobierno contempla la repatriación de empresas y capitales deslocalizados en países de bajos salarios, sin duda les darán incentivos para hacerlo.

 

Los incentivos infaltables son dos: disminución de impuestos y bajos salarios. Los europeos han avanzado bastante en esta área, disminuyendo las cotizaciones sociales patronales, disminuyendo el monto de capital en la formación del salario; eliminando una serie de impuestos indirectos, y congelando los salarios. De esta manera, las burguesías europeas han pretendido convencer a la población que habrá incentivo a la creación de empleo, maniobra destinada a sofocar el descontento y la protesta social.

 

El plan norteamericano, sin excusa, deberá garantizar la creación de empleo, de lo contrario todo será un fracaso. Los Estados Unidos tienen demasiadas empresas deslocalizadas. Las necesita instaladas en territorio propio, al menos una parte, para acrecentar la recaudación de impuestos, para multiplicar las cotizaciones sociales, y para aumentar el consumo interno de la población. Pilares básicos de una economía proteccionista, y de un Estado fuerte, que en su despliegue pretenderá debilitar las economías de países como China y la India, en primer lugar, y otros productores de bienes industriales de alto consumo.

 

A la alta burguesía estadounidense no le es indiferente el hecho que China ha pasado a ser la primera potencia comercial del planeta. La burguesía comunista china ha mantenido un sistema económico mixto, dentro de un capitalismo de Estado que centraliza las empresas estratégicas, privatiza sectores de la industria y servicios y facilita una apertura controlada a los capitales extranjeros. Sus cifras de crecimiento económico son la envidia de otras potencias, aunque nuestro planeta sienta ganas de llorar, porque a ese nivel de exigencia económica se hace indispensable destruir ecosistemas para obtener materias primas a gran escala.

 

Tampoco le es indiferente que Rusia haya sido capaz de pararse frente a ellos en Medio Oriente, y les haya llevado a dos derrotas claras en los últimos tiempos. Este país ha ido superando la recesión económica interna y sobreponiéndose al boicot internacional (que de paso ha dañado más a las economías europeas, especialmente a los exportadores agrícolas, quienes han popularizado un lienzo que todavía se puede leer al borde de una carretera belga: “Políticos, ¡devuélvannos a los Rusos!”

 

La gran burguesía estadounidense ha podido ver cómo Rusia ha puesto en marcha una diversificación de su política comercial, sobretodo a través de un acuerdo estratégico con China y otros países asiáticos. Y sin recurrir a la guerra como medio de expansión económica. Lo que no impide que refuercen su poderío tecnológico-militar, ni que desplieguen fuerzas militares en zonas estratégicas.

 

Luego, ha puesto especial atención al proceso de crecimiento hacia adentro, a través de una política planificada de exploración, inversión y explotación de recursos energéticos y mineros en regiones vírgenes o poco explotadas. Y a nivel político-estratégico, Rusia deja en evidencia que la dominación a nivel planetario no puede seguir siendo unipolar.

 

No es casualidad que en estos momentos se negocie el fin de la guerra en Siria, sin participación de la “coalición occidental”, excepto Turquía, miembro de la OTAN, que ha llegado a ser protagonista con “certificado de legitimidad” a partir de agosto del 2016, invitada por la coalición opositora siria, una de las fuerzas beligerantes reconocidas.

 

Los movimientos de piezas en el tablero mundial contienen tendencias más o menos previsibles. El efecto sorpresa demuestra simplemente que no existe un movimiento consensuado ni menos coordinado a nivel global. Aparece más bien con perspectivas de conflicto intra-imperial.

 

Estas maniobras estratégicas unilaterales pretenden superar deficiencias estructurales , fortalecer las fuerzas propias, en este momento de Estados Unidos y el Reino Unido, debilitar a competidores y rivales, sin descartar ataques destructores contra “enemigos inmediatos”, para pasar posteriormente a una etapa de recomposición de alianzas.

 

En lo inmediato, el gobierno del señor Trump ha declarado la guerra total contra el Estado Islámico y el jihadismo musulmán. Sin duda para cerrar un capítulo trágico que ellos abrieron. Mucho se ha escrito y mucho es conocido en relación con este tema. Baste, en esta crónica, destacar la declaración de un alto funcionario de la seguridad francesa, indicando que sus investigaciones son secretas, sin embargo, públicamente puede decir que han llegado a la conclusión de que “el Estado Islámico tiene muy poco de Estado y de islámico menos”.

 

Y podemos agregar lo ocurrido luego de la reconquista de Alepo, donde fueron tomados prisioneros compañías completas de oficiales norteamericanos, europeos y agentes y militares israelíes.

 

Para concluir, se puede afirmar que dentro del imperialismo ha comenzado un proceso de repliegue, abriendo una etapa de reordenamiento de fuerzas con perspectivas todavía inciertas, en la medida que esta estrategia se impone en sus inicios sin un amplio consenso. La interrogante inmediata es si el conjunto de las fuerzas políticas, sociales y poderes económicos de la burguesía estadounidense estará disponible para “dejar hacer”, hasta las siguientes elecciones; o para abrir un periodo de confrontación interburguesa.

 

Y la otra interrogante es si el nuevo esquema estratégico se corresponde con un proyecto realizable, habida cuenta que surge en una etapa que difícilmente se puede caracterizar de crisis de desarrollo.

 

Crónica de Flandes

 

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