Rasgos de un buen gobierno

28/06/2016
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Para muchos, la ética (moral) y la política son como el agua y el aceite: no se pueden ni deben mezclar. Y, en esa línea, sobran los que opinan que pretender usar criterios éticos para juzgar el ejercicio de un gobierno no revela más que una ingenuidad asombrosa, pues nada más ajeno al “es” de la política que el “deber ser” de la ética.

 

Por supuesto que la opinión mencionada no es la única; y es que en torno a la necesidad de relacionar la ética y la política hay posturas interesantes, que se remontan a los clásicos griegos y se continúan posteriormente –sólo para mencionar a cuatro autores de renombre— con Max Weber, Norberto Bobbio, Jürgen Habermas y Karl Otto Apel1.

 

En el eje de reflexión propuesta por Weber y Bobbio, se pueden sostener planteamientos que atribuyen a la política una “ética de los resultados”, lo cual reviste un cariz instrumental que no puede obviar a la hora de evaluar a un gobierno: los logros reales de un gobierno para alcanzar la felicidad de sus súbitos y la paz de la República –como quería Maquiavelo— son la mejor medida de su eticidad. Pero también se pueden apuntar criterios que sin excluir la ética de los resultados incorporan elementos sustantivos cercanos a una ética de lo fines: criterios de justicia, de equidad y de inclusión, por ejemplo.

 

En realidad, dando por supuesto que las valoraciones éticas de un gobierno son posibles y necesarias, una combinación de una ética de los fines con una ética de los resultados puede ser un buen marco de referencia. A la luz de ello, ¿cuáles pueden los rasgos característicos de un buen gobierno en El Salvador?

 

Antes de proponer algunos de esos rasgos no está demás decir que habrá quienes anoten otros, complementarios o distintos, pero lo importante es que no se pierda de vista que se trata de criterios éticos, es decir, de criterios universales (que apuntan al bien común, al interés general, al bienestar de las mayorías, a la justicia, a la igualdad y a la libertad).

 

Según exigencias de eticidad irrenunciables, hay que partir de criterios sociales y económicos, pues es en estos ámbitos que se juega la justicia real, el bienestar real y la igualdad real de la mayor parte de salvadoreños y salvadoreñas.

 

Partiendo de acá, puede considerarse como un buen gobierno a ese gobierno que hace lo social su principal prioridad, para lo cual define una estrategia de gestión que dé pie a políticas públicas orientadas a atacar los males sociales más graves, principalmente aquellos que tienen causas estructurales.

 

En sintonía con ello, un buen gobierno pone todo su empeño y recursos en paliar males sociales concretos, pero no pierde de vista el origen histórico de esos males ni las relaciones de poder económico (político y mediático) que los hacen posible, lo mismo que lo hicieron en el pasado. Esa mirada hacia lo estructural (es decir, esa finalidad de atacar los problemas en sus raíces estructurales, sin descuidar los efectos inmediatos de esas dinámicas en la vida de la gente) es uno de los rasgos más destacables de un buen gobierno.

 

Perder de vista el horizonte estructural conduce, casi irremediablemente, al populismo, que agota su atención a los sectores vulnerables de la sociedad en medidas inmediatas y de corto plazo. Esta alusión al populismo obliga a una acotación importante: éticamente, el populismo sale mejor librado que sus oponentes antipopulistas de derecha, neoliberales a ultranza, cuyo rechazo al populismo obedece a un desprecio hacia los pobres y marginados –los descamisados— a quienes se considera merecedores de su condición.

 

En términos éticos –como lo muestra la antigua y rica tradición de la moral occidental— dar algo al pobre, aunque sea poco, es mejor que no darle nada. Se le llama caridad: dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento. Sus hermanas gemelas son, por un lado, la compasión, que supone “compartir el sufrimiento de otro”, sin “aprobarlo ni compartir las razones, buenas o malas de su sufrimiento” y “negarse a considerar al sufrimiento, sea cual sea, como un hecho indiferente, y a un ser vivo, sea quien sea, como una cosa. Por eso la compasión es universal en su principio… esto es lo que la conduce a la misericordia…”2.

 

Junto a la compasión, por otro lado, está la caridad, una de las virtudes teologales –junto con la fe y la esperanza— según San Agustín. Su definición, desde la teología, es clara: “sentimiento promovido por el amor al prójimo (…) que impulsa a auxiliar con dádivas, cuidados o consuelos a los pobres o los necesitados. También significa dar limosna, hacer una buena obra, una obra de beneficencia, o de misericordia”3.

 

Volviendo a nuestro tema, lo dicho sobre los fines estratégicos no quiere decir, por un lado, que se alcancen todos o los mejores resultados en los ámbitos en los que un gobierno realiza sus acciones a partir de la priorización que ha hecho de lo social. Naturalmente que es aquí donde la ética de los resultados es útil, por cuanto que permite evaluar en qué medida se avanzó hacia mayores niveles de justicia, equidad y bienestar colectivo, a partir de los recursos y capacidades disponibles.

 

Por otro lado, priorizar lo social no quiere decir descuidar otras dimensiones de la realidad nacional, que también requieren de la atención del gobierno, pero un buen gobierno debe intentar armonizar su quehacer respecto de esas dimensiones con su responsabilidad social, que es su principal prioridad estratégica. En ese sentido, un buen gobierno lo es porque, desde su apuesta por la sociedad, tiene la mirada puesta en un proyecto de desarrollo nacional incluyente e igualitario.

 

En otras palabras, un buen gobierno elabora y ejecuta su proyecto de desarrollo nacional –económico, político, cultural— desde la lógica y los intereses de los grupos y sectores sociales más vulnerables, pobres y excluidos. Un mal gobierno, lo hace desde los intereses de los más ricos y poderosos. Un buen gobierno hace lo contrario, pero aplica su visión de inclusividad a esos sectores ricos y poderosos: tienen que aceptar ser parte del proyecto nacional, pero no su parte más importante y decisiva a la hora de decidir la gestión y las políticas estatales.

 

En el ámbito político, un buen gobierno se caracteriza, en primer lugar, por inscribir su accionar en el marco de las exigencias del republicanismo democrático4, a sabiendas de que el principio republicano y el principio democrático no siempre son totalmente coherentes, justamente por la lógica específica de cada uno: control del poder por parte del primero, ampliación del poder del demos (a través de la ampliación de los mecanismos y los espacios de participación popular) por parte del segundo.

 

Por el lado de su compromiso republicano, un buen gobierno se asegura de cumplir con los mandatos constitucionales, asumiendo con responsabilidad sus propias atribuciones y respetando las atribuciones de los otros órganos (o poderes) constituyentes del Estado. Es decir, defiende, desde sus atribuciones específicas, el Estado de derecho, en el marco del cual la separación y control del poder es algo esencial5.

 

Por el lado de la democracia, un buen gobierno apuesta por promover formas y mecanismos de participación que permitan al pueblo (al demos) incidir cada vez más en la toma de decisiones estatales. Ya se sabe que las elecciones son un mecanismo importante de la democracia, pero también se sabe que la participación electoral no agota todas las posibilidades de participación política de los ciudadanos y ciudadanas. Un buen gobierno lo sabe y, sin dejar de dar el valor que le corresponde al principio de “una cabeza, un voto”, abre otros espacios para la participación, como las asambleas ciudadanas, la gestión en el territorio, el diálogo permanente con los gobernados, la rendición de cuentas a nivel local, entre otros.

 

Un buen gobierno, además, es consciente que hay decisiones de un enorme impacto social (porque están llamadas a cambiar, para bien o para mal, la vida de la gente) que deben ser sometidas a consulta ciudadana: precisamente, este es el sentido del plebiscito y el referéndum en sociedades en las cuales la dinámica democrática ha avanzado hacia mejores y mayores niveles de profundidad. Incluso, hay países como Islandia en donde estos mecanismos de participación, en el marco de la crisis financiera de 2007-2008, condujeron a una nueva Constitución que no sólo impone severos controles al poder político, sino que crea mecanismos de control también sobre el poder económico, principalmente el sector financiero.

 

Como anota Manuel Castells, “los islandeses se rebelaron, igual que la gente en otros países, contra una forma de capitalismo financiero especulativo que ha destrozado la vida de las personas. Pero su ira provenía de la constatación de que las instituciones democráticas no representaban los intereses de los ciudadanos porque la clase política se había convertido en una casta autorreproducida tan sólo preocupada por los intereses de la élite financiera y por la conservación de su monopolio sobre el Estado”6.

 

En ese sentido, la lógica de la participación popular en el poder --en el marco de la democracia representativa— es inevitable en cuando a su tendencia hacia la ampliación, no sólo en cantidad, sino también en calidad. El principio democrático conduce irremediablemente a una mayor participación del pueblo –a un aumento del número de quienes participan--, pero también a una participación cada vez más calificada en asuntos no sólo políticos, sino económicos, medioambientales, culturales y de política exterior.

 

Tradicionalmente, los detractores de la democracia temían a la multitud del pueblo en cuanto número. La palabra “chusma” (o “muchedumbres vulgares”, como también se dijo en tiempos antiguos) expresa bien ese temor, no exento de desprecio. De ahí que cuando la democracia moderna se comienza a abrir paso, hacia 1700 y 1800, el asunto sea, desde el lado de las élites de poder económico y sus representantes en la política, cómo contener la irrupción política de la “chusma”.

 

Desafío permanente para los grupos de poder económico y sus comparsas en la política desde aquellos siglos hasta el presente. Su gran preocupación ha sido el control del principio democrático, imponiendo restricciones de toda índole a la participación popular, comenzando con las restricciones al derecho de votar, mismas que con el paso del tiempo –y a partir de luchas populares— se han ido venciendo. Actualmente, quienes temen a la “chusma” se valen del republicanismo –del principio republicano— para contener, principalmente a partir de mecanismos judiciales y constitucionales, la profundización de la democracia, a veces inventando fórmulas que sólo la profundizan ficticiamente (como el voto por rostro o el voto cruzado en nuestro país) y a veces saboteando a gobiernos que están empeñados en hacer avanzar la participación popular más allá de la participación electoral.

 

Por último, un buen gobierno tiene un compromiso irrestricto con los derechos humanos, lo cual se traduce esfuerzos permanentes por protegerlos en toda su diversidad –diseñando políticas públicas, generando espacios para su libre ejercicio, persiguiendo a quienes los violentan en los distintos ámbitos de la vida pública y privada—, pero también creando una cultura de derechos humanos que permee todos los poros de la sociedad, desde la familia hasta los entornos comunitarios, laborales, empresariales, educativos y mediáticos.

 

En este último plano, un buen gobierno se vale de todos los recursos a su alcance para posicionar en la estructura social, en la estructura del Estado y en la conciencia colectiva el principio de inviolabilidad de los derechos humanos, lo mismo que su promoción y defensa en toda la variedad que los constituye, comenzando con los derechos económicos y sociales, pasando por los derechos civiles y políticos, hasta llegar a los derechos culturales, a la memoria histórica, a la diversidad sexual, a las minorías, al uso del cuerpo, al medio ambiente y al espacio público.

 

Así las cosas, si se siguen los criterios señalados, cada quien puede hacer el ejercicio de evaluar a los gobiernos salvadoreños desde 1989 hasta la fecha, y sin duda alguna obtendrá resultados éticos aleccionadores. Es menester preguntarse, sin caer en idealizaciones fáciles –esas que piden una perfección imposible--, acerca de cuál gobierno o cuáles gobiernos, en los últimos 30 años, han hecho de lo social su principal prioridad, diseñando estrategias de gestión pública para atender efectivamente a los sectores sociales mayoritarios; también acerca de cuál gobierno o cuáles gobiernos han contribuido a profundizar el principio democrático, sin violar las exigencias (esenciales) del republicanismo, pero sin dejarse torcer el brazo por exigencias “republicanas” ficticias o manipulatorias; y por último cuál gobierno o cuáles gobiernos han posicionado y defendido los derechos humanos de manera notable en el ámbito estatal institucional, cultural y social.

 

Por último, cabe hacerse las siguientes preguntas: (1) la transparencia, la eficacia, la austeridad y la rendición de cuentas, ¿no son acaso también rasgos de un buen gobierno?, y (2) ¿qué decir de las “fallas éticas” relativas a actos de corrupción, malos manejos de recursos, consumo ostentoso y abusos de poder?

 

Sobre lo primero, se puede decir que transparencia, eficacia, austeridad y rendición de cuentas son rasgos de un buen gobierno. Pero no agotan, en cuanto dimensiones procedimentales, lo sustantivo que caracteriza a un buen gobierno, y confundir lo procedimental con lo sustantivo (o reducir lo segundo a lo primero) no es razonable ni abona a un análisis ético político global. Claro está que en un gobierno la forma y el fondo son importantes, y deben darse la mano de la mejor manera posible. Pero se trata de cosas distintas. Hay quienes pretenden agotar la discusión sobre un buen gobierno a partir de un examen interminable del acceso a la información o de exigencias casuísticas (e interminables) sobre la transparencia, mostrando un celo que no muestran en temas de justicia distributiva, elusión y evasión fiscales, concentración de la riqueza y bajos salarios. Algo raro hay en todo ello, sin duda alguna.

 

En lo que se refiere a las “fallas éticas” cabe decir que la ética moderna (como disciplina filosófica) es clara en hacer responsables de sus fallas morales a los individuos, por aquello que dijo Kant: “el cielo estrellado sobre mí, la ley moral en mí”. Las éticas ilustradas –opuestas a las éticas medievales— no admiten ni tribunales éticos ni una juridización de la moral. Es decir, las fallas éticas (léase morales) son responsabilidad de cada cual y la condena o absolución moral (que hace la persona de sí misma o que hacen terceros) no tiene ni puede tener (si es algo moral) una dimensión penal-estatal.

 

¿Quiere eso decir que si la persona roba, asesina o abusa de su posición no debe ser castigada por el Estado? Claro que sí, pero eso corre por cuenta de las instancias fiscales y judiciales. Las fallas éticas por definición no son delitos: un delito es una figura jurídica penalizada por el Estado. Convertir los delitos penales en “delitos éticos” (o a la inversa) puede dar lugar a una “doble legislación” que termina por sobrecargar al Estado. Es el caso de la Ley de ética gubernamental vigente en El Salvador. Prácticamente, todas las prohibiciones éticas anotadas en esa ley están contempladas en la legislación nacional.

 

Curiosamente, lo propiamente ético/moral [relativo a desprecio de los débiles, abusos de poder (en la esfera pública y privada), uso de lenguaje soez por parte de quienes tienen poder, abusos sexuales, promoción e imposición de cultos religiosos, discriminación por razones de credo, raza, religión y preferencias sexuales….] se deja de lado. Es decir, se legisla éticamente áreas económicas y administrativas donde ya hay una legislación civil y penal que sólo hay que hacer cumplir… pero no se abre ninguna puerta a la condena moral de prácticas a las que sí se aplica un juicio ético y que son difíciles (o hasta imposibles de legislar).

 

En realidad, la ética no puede ni debe tener competencias jurisdiccionales. Se aplica justamente a esos ámbitos de la vida en los cuales lo jurisdiccional no llega, porque son los ámbitos de la responsabilidad individual libremente asumida a partir de la propia “ley moral” que decía Kant. Una ley que por ser moral no es de derecho. Y ahí donde el derecho llega, es él el que castiga a quienes violan sus normas y exigencias.

 

San Salvador, 27 de junio de 2016

 

 

1 Para el enfoque ético de Weber y Bobbio, Cfr., Luis Armando González, “Ética y política”. En Sociedad y política. Reflexiones desde El Salvador. San Salvador, Editorial Universidad Don Bosco, 2016, pp.60-63. Sobre la ética en Habermas y Otto Apel, Cfr., Jordi Magnet Colomer, “Los fundamentos de la ética discursiva en Habermas y Apel”. Universidad de Barcelona. http://revistadefilosofia.com/56-05.pdf

 

2 André Compte-Sponville, Pequeño tratado de las grandes virtudes. México, Paidós, 2015, p. 113.

3 Marcelo Lorente Lindes y Francisco A. Muñoz, “Caridad”, En: Mario López Martínez, et al. Enciclopedia de Paz y Conflictos. Granada, Editorial Universidad de Granada, 2004. Pp. 110-111.

4 Cfr., Kepa Bilbao, “Actualidad del republicanismo”. En http://www.pensamientocritico.org/kepbil0507.html

 

5 Cfr., Luis Armando González, La democracia y sus exigencias. San Salvador, ISD, 2009, pp. 24 y ss.

6 Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza. Madrid, Alianza, 2013, p. 57.

https://www.alainet.org/es/articulo/178426
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