Sobre el troesma Carlos Fuentealba
- Opinión
Se sabe: la historia no es un encadenamiento lógico cuyos fotogramas van prolijamente empalmados. Al menos desde una mirada que se sostenga desde un pensamiento crítico, las posibilidades de construir una constelación de imágenes que logre poner en serie a una determinada cantidad de imágenes que expresen distintos momentos de insubordinación y rebelión de los de abajo, no se presenta como obviedad, una sucesión que tiene todas sus conexiones pre establecidas. Así y todo, cada generación tienen entre sus filas quienes se animan a intentar gestar esos momentos de recorrido histórico a contrapelo del que proponen los sectores dominantes y los subalternos conformistas, para encontrar allí –en el pasado de esos de rostros que se fueron– inspiraciones para nuevas luchas, pero también, cierta idea de justicia para quienes ya no están, para aquellos que fueron barridos de la historia por la política homicida del poder.
Neuquén condensa, de alguna manera, una porción importante de la historia de los condenados de la tierra de este país. Si uno piensa en las últimas décadas, no deja de llamar la atención que, en plena emergencia de un supuesto ciclo progresista a nivel nacional, la figura de Carlos Fuentealba viniera a recordar que la violencia que los de arriba ejercen contra aquellos que no se resignan a vivir en el mundo, en el país, tal como lo conocen, no es una excepción sino una constante de la historia nacional.
Del Sur al Sur
Ricardo “El Tata” Sapag llegó a fines de 1976 a la Zona Sur del Conurbano Bonaerense, donde se transformó en el máximo jefe de la “Sección de Combate Tito Taverna” del Ejército Montonero. Allí, en el distrito de Florencio Varela, murió en combate el 30 de junio de 1977, tras enfrentarse a una “patota” del Ejército Argentino. “Virulana” tenía entonces 24 años. Su hermano, Enrique Horacio, también era militante montonero. Y también murió en combate enfrentando la última dictadura en la Zona Sur del Conurbano, el 27 de octubre de 1977. “El Pampa” o “Arturito”, como le decían sus compañeros de militancia a Enrique, tenía entonces 19 años. Ambos eran hijos de Don Felipe, gobernador de Neuquén en cuatro oportunidades, fundador del Movimiento Popular Neuquino (MPN), el partido al que pertenece Jorge Sobistch, gobernador de la provincia al momento del asesinato del maestro Fuentealba, máximo responsable político del crimen.
Dos décadas después de sus muertes, los nombres de El Tata y El Pampa Sapag aún eran leyenda entre la nueva militancia del Sur del Conurbano, aquella que nació a la vida política enfrentando el Estado de Malestar conducido por el entonces presidente Carlos Saúl Menem. Entre los militantes destacados de aquella nueva generación se encontraba Darío Santillán (asesinado junto a Maximiliano Kosteki, el 26 de junio de 2002, en la denominada “Masacre de Avellaneda”, cuando tenía 21 años), que tuvo a las figuras de Ernesto Guevara y el Sub Comandante Marcos como estandarte ético-políticos, pero también, a las experiencias de las puebladas de Cutral Có y Plaza Huincul, de 1996 y 1997, como faros que marcaron un camino. Esa “contracultura de la protesta” (para usar un término clave elaborado por Ariel Petruccelli, el intelectual crítico más destacado de la provincia), tuvo en los docentes de la Asociación de Trabajadores de la Educación de Neuquén (ATEN), a uno de sus sujetos privilegiados.
Nuestros muertos
Desde Víctor Choque (salteño, obrero de la construcción asesinado el 12 de abril de 1995 en Ushuaia por la policía provincial) hasta Carlos Fuentealba, fueron alrededor de 50 las víctimas fatales ocurridas en movilizaciones, cortes de ruta y otras acciones directas. Teresa Rodríguez, de 24 años, cayó bajo las balas policiales el 12 de abril de 1997, en Cutral-Có, provincia de Neuquén. En diciembre de 1999, mientras se mantenía cortado el puente que une las provincias de Corrientes y Chaco, la Gendarmería remató a los jóvenes Mauro Ojeda, de 18 años y Francisco Escobar, de 25. En mayo de 2000, los jóvenes Orlando Justiniano y Matías Gómez corrieron igual (mala) suerte en Salta. El 10 de noviembre del mismo año fue asesinado Aníbal Verón, trabajador mecánico de 37 años, mientras participaba en un piquete apostado en la ruta 34, que une los poblados salteños de General Mosconi y Tartagal. El 17 de junio de 2001, también en Salta, fueron asesinados los jóvenes Oscar Barrios y Carlos Santillán. Exactamente seis meses más tarde, la represión ordenada por el presidente Fernando De La Rúa se cobró la vida de una treintena de personas, entre ellos el rosarino Claudio “Pocho” Leprati y el bonaerense Carlos Almirón. En 2002, además de los mencionados Kosteki y Santillán, también Javier Barrionuevo fue asesinado en un corte de ruta realizado en la localidad bonaerense de Ezeiza.
Como la de Darío y Maxi, también la de Fuentealba fue una muerte que impactó de un modo particular. Toda muerte debería hacernos sentir congoja. Cada asesinato de un hombre o mujer de nuestro pueblo es una herida en nuestras subjetividades. Pero seguramente algo del imaginario del terrorismo de Estado quedó boyando como parte de la educación sentimental de las y los argentinos. Quién sabe. Como sea, toda muerte de alguien de nuestro pueblo duele, pero cuando asesinan en protestas a militantes no es que nos duela más, sino que es como si pudiésemos intuir que se pierde algo más que una existencia singular. Como si sintiéramos que parte de ese proceso colectivo tan arduo, tan complejo, tan complicado y surcado de dificultades que es la formación de un cuadro político, se fuera junto con ese cuerpo que se despide.
Tal vez por eso, desde hace nueve años, cada 4 de abril sentimos que ese debería ser, auténticamente, el Día del Maestro.
Cuánta razón tenía Walter Benjamin, ¿no?, cuando en la archicitada frase de sus “Tesis sobre el concepto de historia”, sentencia que “ni los muertos estarán a salvo del enemigo”, mientras ese enemigo no cese de vencer. Por eso, más allá del dolor por la pérdida, el “trabajo del duelo” nos implica, nos incita a desarrollar las tareas necesarias para que ese enemigo deje de vencer, y sea vencido. Mientras tanto, se sucederán las batallas, y el rostro y el nombre de Carlos estarán allí, acompañando a los que aún no se rinden. Y entienden que más allá de los avances y retrocesos, la resistencia no es un lema ni una simple consigna, sino una tarea. No solo de oposición y de bloqueo a las políticas antipopulares que nacen desde la cima del Estado, sino también de creación. Y de apropiación de símbolos y de fechas.
Por eso hay que seguir rememorando, pero también, exigiendo. Que el Día del Maestro sea el 4 de abril. Porque Fuentealba lo mostró con claridad: “maestro luchando… también está enseñando”. Mientras tanto, el recuerdo, la protesta, y un afectuoso saludo: “Adiós, troesma”.
(A los compañeros Hugo Alvarez y Ariel Petruccelli)
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