Defender a los defensores, tarea del país en paz

15/01/2016
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La apertura hacia un ámbito de pluralismo con garantías de participación real de nuevas opciones para pensar y hacer política y ejercer el poder, es requisito para el país en paz, en el que las tensiones propias de relaciones entre adversarios ocurran en un marco de confrontación desarmada. No es suficiente la expedición de normas, ni favorable el paramilitarismo activo. Es necesario transformar valores, sentidos y prácticas sociales e institucionales para afirmar un marco cultural favorable a las transformaciones. Hay que afectar tanto la cultura de la legalidad, como a la cultura ciudadana para alcanzar cambios de fondo en la llamada cultura democrática, sostenida en los pilares de respeto a los otros, garantías de realización de los derechos humanos y confrontación civil de ideas y proyectos colectivos.

 

Una transformación profunda, para ir del país en guerra al país en paz, exige tocar los cimientos de las estructuras políticas y sociales, a la vez que cambios en las actitudes, acciones y modos de comprender y respetar otras maneras de pensar y concebir la organización social, el orden, las libertades y las relaciones entre humanos distintos y diferenciados.

 

La tarea es compleja y extensa, abarca desde volver a interpretar el sentido mismo de ser humanos en tiempos de paz, hasta los significados de muchas cosas que por la guerra fueron naturalizadas. En la guerra una parte del país se acostumbró a ver pasar la muerte de la otra parte y mirar hacia otro lado, a saber del dolor por la experiencia ajena, a pasar la página de barbarie con suma rapidez, a escuchar la voz del poder como verdad indiscutible; pero también se acostumbró a que unos puedan decidirlo todo -incluida la muerte de otros- y otros nada, a ver tanques de guerra por las calles, a atender requisas y retenes en todas partes, a creer que seguridad es matar al enemigo, que lo público es desastroso y lo privado maravilloso, que la protesta es una falta y la injusticia un pecado, e incluso a creer que la riqueza de los más ricos es una bendición para el país, o que la desigualdad es necesaria para darle la razón del equilibrio a la oferta y la demanda.

 

Parte de esta tarea renovadora, de ir de la guerra a la paz, pasa por nuevos valores, por la solidaridad y la confianza entre distintos y sobre todo por el reconocimiento del papel de los derechos humanos como herramientas de construcción colectiva de la convivencia en paz y de la vida con dignidad humana, es decir, con las garantías materiales suficientes para tener autonomía e impedir que sobre las carencias de unos vuelva a galopar la humillación, el clientelismo y la corrupción que realizan quienes hasta ahora encontraron allí excusas para mantener violencias y arbitrariedades.

 

Así como es preciso completar el reconocimientos a los derechos negados a minorías étnicas, y de género, o derechos de filiación, asociación y participación política, es también urgente rediseñar las fórmulas de acceso a derechos puestos en retroceso como educación, salud, trabajo y vivienda entre otros y consolidar las infraestructuras públicas requeridas para la tener pleno acceso al agua, la energía, las expresiones de la cultura y el trabajo decente, para evitar de esa manera entregarle la garantía de derechos a los mismos que alentaron la guerra y sus despojos.

 

El complemento necesario para comprender mejor los cambios que se tendrán que producir en tiempos de paz, son los defensores y defensoras de derechos humanos, a quienes resulta urgente garantizarles respeto y reconocimiento a su labor. Defensores y defensoras son otra parte del entramado de victimas que deja la guerra. El país en guerra ha sido el más violento del mundo contra este tipo de seres humanos, que actúan guiados por profundas convicciones éticas y cuyo trabajo ha sido sistemáticamente negado, obstaculizado y subvalorado. Son incontables los perseguidos, asesinados, desaparecidos, amenazados y victimas de falsas judicializaciones, por hacer de los derechos un instrumento de lucha civil, desarmada, para denunciar y recordar que el poder tiene límites y que están por encima de los intereses de quienes controlan el estado.

 

El solo hecho de que efectivamente el Estado y la sociedad reconozcan el significativo papel que cumplen es un gran paso, que compete a los gobiernos de las ciudades, los departamentos y el país. La garantía inicial es que la sociedad en general y el estado a través de cada uno de los funcionarios de todos los niveles, entiendan, interioricen y asuman que los defensores y defensoras de derechos humanos, son gente común comprometida con sensatez y responsabilidad con la vida y el bien común y que son un patrimonio humano invaluable para la nación y la humanidad, que en todo tiempo y lugar requieren actuar libres de las barreras y obstáculos que producen temor, intimidación y negación, con el fin de impedir su labor y provocar su renuncia.

 

Los gobiernos locales recién elegidos, deberán abrir espacio al pluralismo de la paz, apostar por reconstruir desde abajo el orden social vigente y en paralelo implementar prácticas institucionales para recuperar el sentido de la política como la mezcla entre lo político y lo público. En complemento es preciso que los gobernantes de todo nivel comprendan y respeten la protesta legítima, la oposición política o social y escuchen otras voces negadas e invisibilizadas por la guerra.

 

Los gobiernos tienen la responsabilidad de educar y comprometer a los funcionarios y a la sociedad en general para garantizar el ejercicio de las actividades en defensa de derechos sin obstáculos, ni barreras y sobre todo previniendo riesgos sobre la vida, integridad personal, libertades y seguridad de quienes ejercen esta labor y tomar distancia de las expresiones de discriminación, temeridad, odio, amenaza o aniquilación contra defensores de derechos y de adversarios que proclaman justamente reivindicaciones colectivas contra las manifestaciones de la guerra.

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/174761?language=en
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