Nuevos migrantes en Florianópolis

01/06/2015
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El gran periodista brasileño Marcos Faerman contaba una historia graciosa, pero que sirve para ilustrar aquí. Decía él que, en aquellos años oscuros de la dictadura militar, cuando él veía entrar en la oficina algún muchacho peludo o una chica desinhibida, con una cartera de cuero, predecía: ¡va salir bueno! Y no daba otra cosa. Eran los “hippies”, por su compromiso con la vida y con el amor eran los que se constituían los mejores contadores de historias.

 

Utilizo este ejemplo para hablar de los migrantes que llegaron de Haití al Brasil. Si son haitianos, son buenos. No puede haber dudas. Al final, fue en esa pequeña isla en el medio del Caribe que sucedió la primera revolución hecha totalmente por negros esclavizados en esta nuestra gran Abya Yala. Y fue este pueblo que gestó la libertad que, después, prendió fuego en todo el continente.

 

Después de 200 años de amarga esclavitud, los negros de Haití se levantaron en rebelión, en una lucha que duró 12 largos años, con la cual consiguieron derrotar a los blancos locales y hasta una expedición francesa. Jacobinos negros. Hombres y mujeres que, animados por la revolución que sucedía en Francia, decidieron que era hora de enarbolar bien fuerte el pabellón de la libertad. Y fueron estos valientes los responsables de la única revuelta victoriosa de esclavos en toda la historia de la humanidad.

 

Los primeros negros llegaron a Haití en 1517, 17 mil almas robadas en distintos puntos del continente africano. Venían a servir de mano de obra para el colonizador europeo. Allí pasaron por las mayores atrocidades tanto que, de a poco, reunidos en el culto vudú, juraron destruir a los blancos y todo lo que hubiesen poseído.

 

Con la revolución asomando por las calles de Paris, el Haití, que era una posesión francesa, también ensayaba los pasos para la libertad. En 1791 empezaron las primeras rebeliones. El 22 de agosto, la noche de la tormenta, los negros comenzaron a actuar. En el contexto de un levantamiento de masas incendiaron las estancias y tomaron las ciudades. Fueron 12 años de luchas encarnizadas hasta que en 1802 Haití fue declarado independiente.

 

El precio de esa avasalladora victoria contra los blancos es cobrado hasta hoy. Pero aun así, nunca nadie podrá borrar ese hecho de la historia. Es por eso que, a un pueblo que fue capaz de esta hazaña heroica solo se puede hacer reverencia. Cada haitiano está marcado por esa gesta que influenció la lucha por la libertad en toda Latinoamérica. Nunca es bueno olvidarse que fue de Haití que Simón Bolívar recibió el apoyo para retornar a Venezuela y retomar la lucha que terminó sacando a los españoles de todas las colonias. También tenemos nuestras deudas con esos hermanos y hermanas.

 

De esa manera, cuando el ómnibus procedente de Acre repleto de haitianos y algunos senegaleses llegó a Florianópolis, el sentimiento que afloró fue el de la alegría. Ahora, pasados tantos años podremos, como pueblo latinoamericano retribuir todo lo que la gente haitiana aportó de bueno para que nuestros países también puedan disfrutar de la soñada libertad. Y a los senegaleses expresar nuestro respeto por la historia de resistencia durante el largo tiempo de esclavitud.

 

Es por conocer esas historias y tener muy claro la importancia de Haití para la liberación de toda la América que provoca hondo pesar las palabras acribilladas de perjuicio que se expresan – en libertad – por las redes sociales.

 

El migrante negro y pobre es malo

 

La escena es dramática. Un ómnibus lleno de gente sin rumbo, mirada asustada, boca seca, corazón a los saltos. Personas que salieron de sus lugares de nacimiento, no porque tenían ganas de conocer el mundo o hacer aventuras. Criaturas empujadas a caminar, porque donde nacieron o está devastado por la guerra, o tomado por la miseria extrema. Gente que no tiene otra cosa que elegir a no ser andar. Personas tomadas por el desespero y por el impulso a la vida. Hoy, aquí en Florianópolis, son los haitianos y los senegaleses que llegan, arrinconados, pero podrían ser otros pueblos acosados por la codicia de unos pocos, como pasa en los países de África, de Medio Oriente o de Asia. Son los fugitivos del hambre, de la muerte, del miedo.

 

Como esos hombres y mujeres que hoy se encuentran en la capital del estado de Santa Catarina, Brasil, siglos antes vinieron los italianos, los alemanes, los japoneses. Gente que, huyendo del hambre en Europa, embarcaba animada por la promesa de buenas tierras y vida abundante. Venían a poblar el gran Brasil, estimular el progreso de la antigua colonia portuguesa. Cuando aquí llegaron no encontraron la buena tierra que esperaban, pero el lugar de otros: los indios, a los cuales tuvieron que enfrentar y matar para poder conquistar el sueño de buena vida. Y fue así que mucho de la prosperidad de los inmigrantes se hizo con la muerte del pueblo originario.

 

En los días de hoy, migrantes empobrecidos llegan sin promesas y sabedores de que aquí la tierra ya tiene dueño. Ya aportan en desventaja. No podrán matar a nadie para tomar sus tierras y mucho menos tener en cuenta las cortesías gubernamentales. Todo lo que pueden tener es un colchón para dormir hasta que encuentren algún trabajo, en caso de que lo consigan.

 

En la madrugada de este lunes 25 de mayo fue así. El grupo asustado se encontró con reporteros, fotógrafos, y toda suerte de personas dispuestas a ayudar o no. Haitianos y senegaleses vinieron de Acre, que es por donde entran a Brasil, muchas veces con el apoyo de los traficantes de gente. Algunos de ellos entregan a los coyotes todas las economías de su vida, porque creen que cualquier cosa puede ser mejor que la guerra y el hambre. Parten sin mirar atrás. Son personas sencillas, sin posesiones. Es por eso que su migración es acompañada por el miedo y el perjuicio. Bien distinto de los migrantes adinerados, que a la llegada es festejada con champán haciendo estallar, ya que compran tierras, casas y pueden invertir en el lugar.

 

Los empobrecidos no compran nada. Ellos solo quieren encontrar una manera de ganar la vida. “Van a robar nuestro trabajo”, decía uno. “Serán los marginales de mañana”, dice otro, y por ahí va una lista de maldades del tipo provocado por el miedo del otro que es diferente, típico de quien no consigue hacer el trazado de la realidad. Los migrantes en cuestión son, además de pobres, negros.

 

Por lo que parece es el color de la piel que provoca tanta furia. La mentalidad esclavista del brasileño común sigue intangible. Negro es sinónimo de ladrón, vago, marginal. Como si eso fuera parte del ADN. De una manera cómoda, los brasileños, grupo constituido básicamente de migrantes, pegan en el negro todo lo que hay de malo. Se perdió en la noche de la historia los orígenes del racismo, tan fuerte y tan cruel. No es de buen gusto recordar que los negros fueron secuestrados, vendidos como animales, con sus hijos arrancados de sus vientres y usados como herramienta de trabajo. Eso es pasado y nadie más se acuerda. Los que sobrevivieron a la masacre tuvieron la oportunidad de “revolverse”. Si no consiguieron fue porque no quisieron. De esa manera piensa el sentido común.

 

¿Y quién no es migrante?

 

Cuando, en los años 80 del siglo pasado un joven cura creaba en Florianópolis un centro de acogida al migrante, la clase dominante lo veía con desconfianza. Cura rojo, comunista. Pero en aquellos días Wilson Groh no se intimidó con los rótulos que le pegaban en la cara.  Con Ivone Perassa y otros compañeros él acogió, ayudó a organizar, promovió luchas. Las gentes que venían del interior del estado, en la gran ola de migración, querían una vida mejor.

 

Fue de esa manera que nacieran muchas comunidades que hoy hacen nuestra gran Florianópolis. Y aquellos que, en aquellos días, metían el dedo en la cara del cura, hoy reconocen su trabajo y lo veneran por haber tenido el coraje de enfrentar con generosidad la llegada de aquel mar de gente. Como ahora, los de aquí ya estaban mirando con miedo y asco. Era una gente pobre, aparentemente sin nada para dar. Y no fueron pocos los campamentos, los desalojos, las prisiones. Porque las gentes ocupaban tierras vacías y construían ranchitos.

 

Fueron años de lucha. Hoy esos migrantes están integrados a la ciudad. Tienen sus casas, son trabajadores, empresarios, profesionales. Son los que hacen andar el capital. Y antes de ellos vinieron los portugueses, los pioneros de Sao Paulo, los azorianos. Cada cual con sus razones. Todos buscando vida plena. Irónicamente los verdaderos dueños de la tierra fueron expulsos, muchos muertos, y hoy precisan de nuevo pelear para ocupar su propio territorio.

 

Entonces, como la historia va de esa manera, dando vueltas, es preciso parar y pensar. Somos un pequeño género humano, decía Bolívar. ¿Qué mal nos hará acoger al que llega, perdido de amor? Si cada uno de nosotros algún día ya fue migrante, aquí o allá. Antes que la mirada de odio y discriminación, antes que tener miedo al empleo robado o cosa parecida, apueste a la generosidad de la acogida. Esa gente que llega de lugares tan distantes, con otro idioma, con otras costumbres, venció una gran batalla, que es la de continuar vivo, a pesar de todo. Que no encuentren la muerte en nuestra mirada.

 

Una oportunidad, solamente una oportunidad. Es todo lo que ellos quieren.

 

Elaine Tavares  es periodista

 

Traducido del portugués por Verónica Loss.

https://www.alainet.org/es/articulo/170028?language=en
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