La culpa es de Galeano
- Opinión
Las cenizas de Eduardo Galeano no se habían enfriado todavía cuando un ejército de sabios desenvainó sus viejas plumas para mantener viva la heroica tradición de denuncia contra los “teóricos de la conspiración”. Sus generales olvidan o minimizan el rol de los conspiradores, aquellos que no manejaban teorías ni palabras hermosas sino estrategias y acciones precisas, aquellos que no escribían libros sino abultados cheques y decretos lapidaros.
Es interesante leer cómo se califica a intelectuales y escritores como Galeano de radicales extremistas: hace más de cuarenta años Galeano quiso, entre muchas otras cosas, explicar el subdesarrollo de América Latina como consecuencia del desarrollo ajeno que, solo por coincidencia, era el desarrollo de aquellos países que practicaron a escala global la brutalidad imperialista cuando no colonizadora, la esclavitud gratuita cuando no la asalariada, las opresiones de aquellos que pueden oprimir. Desde entonces, sus enemigos no han dejado de explicar ese mismo subdesarrollo como consecuencia de que los latinoamericanos leían a Galeano. El imperialismo, los golpes de Estado, las guerras civiles inducidas, los complots vastamente documentados por sus propios autores, nunca existieron o solo fueron un detalle.
Ahora, si un intelectual no es radical (en el sentido de “ir a la raíz”) no sirve para nada o simplemente es un difusor de propaganda y de lugares comunes. Lo cual no quiere decir que la acción que siga a un pensamiento radical debe ser radical. A mi modesto entender, la mejor formula es piensa radical, actúa moderado, porque uno nunca sabe en qué punto las ideas y los razonamientos toman un mal camino, ya que, a diferencia del corazón, el cerebro es un órgano programado para equivocarse. Pero no es mala idea usarlo de vez en cuando.
No deja de ser significativo por demás el hecho de que aquellos que usan las palabras son extremistas, mientras los que se valen de toda la fuerza de las armas y de los capitales más poderosos del mundo son invariablemente moderados. Lo que de paso prueba de qué lado están los creadores de opinión.
Eso queda claro cuando un presidente lanza a todo un país a una guerra equivocada (o basada en “errores de información”, o en “falta de inteligencia”, como luego reconocieron primero Bush y luego Aznar, dos máximos teóricos y prácticos de la conspiración), deja un tendal interminable de cadáveres por todo el mundo y luego de unos años se retira a un rancho a pintar sospechosos autorretratos al mejor estilo Van Gogh: le hubiese bastado una sola palabra políticamente incorrecta para perder su trabajo y su honor. Una palabra, nada que no haya podido decir en el sagrado seno de su hogar, por ejemplo “negro”, “marica” o algo por el estilo deslizadas sin querer sobre un micrófono en una cena de mandatarios o en un almuerzo de beneficencia, alguna palabra sincera que luego llaman desafortunada y que le hubiese ahorrado a la Humanidad medio millón de muertos y un continente entero sumido en el caos.
Claro, aunque quienes usan palabras desde el margen son peligrosos extremistas, luego resulta que sus libros solo están llenos de palabras bonitas. Como si los poetas cortesanos que tanto abundan en nuestro tiempo con otros nombres no usaran palabras para justificar al poder de turno.
Los moderados del centro no critican la realidad; la manipulan a su antojo. O casi, porque también existe desde siempre la dignidad de la resistencia que, paradójicamente, ha sido la que ha probado ser la fuerza más democrática y progresiva de la historia. Basta con echar una mirada al siglo XX para hacer una lista innumerable de antiguos demonios que ahora son venerados como dioses de la democracia y los derechos humanos.
Claro, los poderosos, no los hombres de letras sino los de armas y dinero, son los realistas, los que han alcanzado la madurez de la experiencia, la sabiduría de cómo funciona el mundo. La realidad es la que ellos han organizado en su beneficio y para que otros poetas cortesanos canten loas al emperador de turno. Casi todo el progreso ético, científico y tecnológico de la historia se produjo en etapas de la historia previas al capitalismo o sus autores, creadores, inventores más recientes (Galileo, Newton, Einstein, Turing, casi todos los cerebros que desarrollaron Internet en Estados Unidos, etc.) fueron cualquier cosa menos capitalistas. Pero resulta que a la magia del capitalismo y sus pastores, los mega gerentes e inversores, les debemos la invención del cero y la llegada a la Luna, la conquista de los Derechos Humanos, la democracia y la libertad, como si no hubiese abundante ejemplos de dictaduras tradicionales donde el capitalismo ha florecido, desde la vieja América Latina hasta la más moderna China, pasando por plutocracias como la de Estados Unidos.
Se le atribuye a Göring la fase: “cuando oigo la palabra cultura, saco mi revolver”. Sea suya la expresión o no, lo cierto es que esa fue la práctica nazi. A principios de los 60, recuerda el premio Nobel Cesar Milstein que un ministro del gobierno militar decía que en la Argentina las cosas no se iban a arreglar hasta que no se expulsaran a dos millones de intelectuales. Cuando efectivamente, en la década de los sesenta, se expulsó a Milstein y a todo un grupo de inminentes científicos y escritores, la Argentina se encontraba a la par intelectual de Australia y Canadá. El resto es historia conocida: la culpa es de Eduardo Galeano y su libro Las venas abiertas de América Latina, y por eso el libro fue prohibido en el continente y su autor debió exiliarse en Europa.
Galeano dedicó su vida a criticar a los poderosos; los poderosos nunca se defendieron, porque otros dedicaron sus vidas a criticar a Galeano.
Jorge Majfud es escritor uruguayo
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