Memoria, verdad y sanción moral
- Opinión
En aras de la paz nos va a tocar seguir el ejemplo de muchos pueblos y países que tuvieron que esperar hasta 30 años para que los criminales –caso de los militares argentinos– fueran juzgados por la justicia. En algunos casos pagaron años de cárcel, en otros la sociedad se satisfizo con la sanción moral. Incluso, en el caso uruguayo el mismo presidente Mujica tuvo que ser “paciente aunque no condescendiente” para poder construir un ambiente político de convivencia y avance social y político, llamando a muchos de sus propios amigos políticos a moderar sus aspiraciones de justicia en favor de obtener las mayorías políticas y evitar confrontaciones violentas entre los ciudadanos de ese país.
Con ocasión de las condenas emitidas por la Corte Suprema de Justicia por el delito de cohecho en el caso de la “yidispolítica” contra Sabas Pretelt de La Vega y Diego Palacio, exministros de gobierno y de protección social del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, y la sanción judicial a María del Pilar Hurtado, exdirectora del DAS, por las interceptaciones ilegales de las comunicaciones privadas y públicas de magistrados, periodistas, políticos de oposición y dirigentes sindicales, que a su vez han involucrado a otros importantes funcionarios de ese gobierno, han surgido una serie de interrogantes que apuntan a lo mismo: ¿Cuándo le tocará el turno al principal determinador de esos delitos?
La senadora de la Alianza Verde, Claudia López, quien estuvo al frente de las investigaciones de la Corporación Arco Iris sobre la influencia y el poder del paramilitarismo durante la elección de ese presidente y durante su gobierno, lo planteó a través de un twitter diciendo: “El que debería estar respondiendo en la cárcel por chuzadas, corrupción, falsos positivos es Uribe. Lo ampara su cobardía y fuero de impunidad” (http://bit.ly/1FgOCpa).
El periodista Jorge Gómez Pinilla en su columna de El Espectador también ha presentado en forma directa y valiente la misma pregunta: “¿Y Uribe a la cárcel, ¿cuándo?” (http://bit.ly/1GhOk0a).
He pensado y reflexionado mucho sobre ese interrogante que se convierte en una especie de exigencia a la justicia para que juzgue y condene a la persona que nosotros consideramos debe pagar por la comisión de una serie de delitos contra la sociedad y el Estado que hicieron parte de lo que Gustavo Petro denominó “la cooptación del Estado a manos de la mafia paramilitar y narcotraficante”.
El sumario es impresionante y las acusaciones involucran al expresidente Uribe desde cuando fue director de la Aeronáutica Nacional, pasando por sus actuaciones en la Gobernación de Antioquia que le dieron vida a las Convivir, el período de su campaña a la presidencia y sus 8 años de gobierno. La cuerda de la justicia se ha tensado como nunca, el círculo se ha cerrado alrededor de su nombre y responsabilidad, pero las posibilidades de un juicio legal y efectivo son remotas, no sólo debido a las limitaciones de las instituciones judiciales colombianas y a la existencia del fuero presidencial, sino principalmente al momento político que vive Colombia, de cara al final de un proceso de paz.
Lo que nos muestra el clima político del país es la polarización crispada que se agudiza en el seno de la sociedad en la medida que se acerca el momento de firmar los acuerdos de La Habana. Además, se suman los esfuerzos que los enemigos de la paz –visibles e invisibles– hacen para sabotear ese desenlace. Todo lo anterior genera un ambiente de confrontación entre dos sectores de la sociedad que tienen lecturas diferentes y contrarias frente al perdón y a la aplicación de la justicia transicional. Ambas partes piden justicia y claman por la no impunidad. Claro, lo hacen pensando en los delitos cometidos por sus enemigos pero, a la vez, ocultan o minimizan los crímenes que realizaron sus pares, correligionarios, dirigentes o cúpulas de los grupos violentos.
Un sector justifica el levantamiento armado y la rebelión frente a la imposibilidad de conseguir las reivindicaciones sociales, económicas y políticas de amplios sectores de la población rural, marginada y excluida. La mayoría se sienten identificados con las reivindicaciones impulsadas por Jorge Eliécer Gaitán y sus continuadores políticos, que no sólo sufrieron el asesinato y la persecución sino que soportaron el fraude electoral y el cerramiento institucional a cualquier forma de acción política pacífica y civilista.
Otro sector de la sociedad colombiana defiende a quienes se organizaron legal e ilegalmente para enfrentar a la insurgencia guerrillera usando medios violentos; unos utilizando las instituciones oficiales entre ellas las fuerzas armadas y otros, poniendo en funcionamiento una de las maquinarias criminales más truculentas y oscuras de que se tenga noticia en el mundo, creadas por élites políticas regionales pero siendo financiadas tanto por empresarios nacionales y extranjeros como por las mafias narcotraficantes. Ese aparato de muerte, aparte de combatir a la guerrilla se propuso “refundar la Nación” para someter por la fuerza a todos aquellos que consideraran sus enemigos. El exterminio de la oposición política y el cierre total de la democracia estuvo entre sus más importantes objetivos.
Hoy las cabezas de los comandantes guerrilleros, del expresidente Uribe y de muchos de los militares comprometidos en los crímenes y delitos ejecutados al calor del conflicto armado, están en la mira de sus contrapartes. La bandera de “no a la impunidad” se utiliza en el mismo sentido. Es parte de la misma polarización y crispamiento. El expresidente César Gaviria intentó presentar una fórmula de “perdón y olvido” que muchos no vieron con buenos ojos –desde ambos bandos– pero es indudable que estamos frente a una situación muy compleja que se debe resolver si efectivamente queremos avanzar hacia la paz.
¿Cómo enfrentar el problema? ¿Qué hacer para desbrozar el camino de la paz? ¿No deberíamos escuchar a las víctimas? ¿Cuál es la petición principal que han presentado las víctimas directas de ambos tipos de violencia, la guerrillera y la paramilitar-estatal?
Lo que hemos escuchado de las víctimas –también de ambos lados–, que son los sectores más avanzados en la búsqueda de la paz, consiste en que ante todo aspiran, más que a la reparación económica o material o al castigo de los victimarios, a la sanción moral a través de la reconstrucción de la verdad.
En aras de la paz nos va a tocar seguir el ejemplo de muchos pueblos y países que tuvieron que esperar hasta 30 años para que los criminales –caso de los militares argentinos– fueran juzgados por la justicia. En algunos casos pagaron años de cárcel, en otros la sociedad se satisfizo con la sanción moral. Incluso, en el caso uruguayo el mismo presidente Mujica tuvo que ser “paciente aunque no condescendiente” para poder construir un ambiente político de convivencia y avance social y político, llamando a muchos de sus propios amigos políticos a moderar sus aspiraciones de justicia en favor de obtener las mayorías políticas y evitar confrontaciones violentas entre los ciudadanos de ese país.
Si les estamos pidiendo a las cúpulas guerrilleras que están negociando con el gobierno en La Habana que ponderen y moderen muchas de sus aspiraciones para lograr la terminación dialogada del conflicto y permitir que sean las fuerzas sociales y políticas civilistas las que consigan –en un clima de paz y reconciliación– las reivindicaciones por las cuales lucharon durante más de cinco décadas… ¿Por qué no podemos pedirnos a nosotros mismos –a la sociedad en su conjunto– que frente a la necesidad de juzgar a los perpetradores y ejecutores directos de tantos delitos de lesa humanidad, también moderemos nuestras aspiraciones y encontremos fórmulas que de acuerdo a los estudiosos y teóricos del derecho internacional están en el marco de la justicia transicional?
Con ocasión de esta reflexión me pregunto: ¿Podremos como sociedad seguir el ejemplo de las víctimas del conflicto armado y empezar a perdonarnos? ¿Seremos capaces de deponer los odios? O… ¿definitivamente permitiremos que el rencor nos consuma y entonces, eternizaremos el conflicto?
Es una pregunta que no sólo me compromete a mí como concejal de Bogotá y dirigente político sino que me obliga a tomar una posición como persona, ciudadano, padre y abuelo de hijos y nietos que merecen vivir en paz. Muy seguramente ellos y ellas, aunque no me lo digan directamente, me piden en silencio realizar un verdadero sacrificio, agachar la cabeza ante el orgullo y resentimiento acumulado en el tiempo, lo que significa, como afirmó Wiston Churchill, “no pensar tanto en la próxima campaña electoral sino en las próximas generaciones”.
Me arriesgo a asumir esa visión de largo plazo y llamo a mis compatriotas a deponer los rencores y a sumarnos a las víctimas en su petición de usar la memoria y la verdad para combinar la sanción moral con el perdón pero sin olvido. Es una fórmula compleja pero –en verdad– no veo ninguna otra mejor para lograr la ansiada y necesaria paz.
Estoy seguro que de hacerlo con sinceridad y generosidad, las grandes mayorías de nuestro país nos acompañarán en ese propósito y podremos derrotar plenamente los ánimos belicistas que hoy parecen haber ganado terreno. ¡Arriesguémonos!
Yezid García Abello, Concejal de Bogotá por Alianza Verde
yezgara@yahoo.es / @yezidgarciaa
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