Cambios en el paisaje rural de Durazno

Los embates del Agronegocio

17/04/2015
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La irrupción del capital financiero en el agro uruguayo reforzó las prácticas capitalistas del agronegocio vinculadas al boom sojero, forestal y ganadero. La globalización tecnológica, en tanto, favoreció una nueva mixtura de los habitantes del campo y la ciudad que exige redefinir “lo rural”. Ajena pone la lupa en las cercanías del pueblo duraznense de Carlos Reyles –o Molles- para develar algunas pistas de estos cambios.

 

 Antes de llegar a la ciudad de Durazno el paisaje rural dominado por la ganadería extensiva empieza a salpicarse de imágenes impensables poco tiempo atrás. A las vacas pastando sin apuro en extensos páramos verdes se sumó el agronegocio, que con sus pies en el boom sojero viene maquillando la cara ganadera del departamento. Al borde de la ruta 5 se han instalado empresas que venden maquinaria agrícola, fertilizantes y agroquímicos. Plantas de silos para el acopio de granos conviven ahora con un hotel, una whiskería (eufemismo para referirse al “quilombo”) y con el continuo trasiego de camiones repletos de soja y trigo.

 

 Frente a la planta de distribución de ANCAP, a pocos metros de iniciada la zona urbana, Petrobras está construyendo una amplia estación de servicio. Placenteros chalets se están levantando en las inmediaciones del zoológico municipal y del Parque de la Hispanidad. Y en la ciudad que Fructuoso Rivera fundó en 1821 para “los huérfanos de la patria” pululan las camionetas 4×4 y distintas sucursales de grandes comercios montevideanos. Nadie quiere quedar fuera de la fiesta. Es la era de la bonanza económica que desde hace once años reina en un país que crece como levadura a impulsos de una insaciable demanda internacional de alimentos.

 

 La posición estratégica de Durazno en el centro del país –casi a la misma distancia del puerto de Montevideo que del puerto de Nueva Palmira– potenció la expansión de la frontera agrícola del departamento. Las áreas plantadas pasaron de 15 mil a 120 mil hectáreas y la producción de granos de 30 mil a 500 mil toneladas anuales entre 2002 y 2012. La empresa Erro (una de las principales exportadoras uruguayas, con sede en Soriano) sumó el año pasado la sexta planta de silos en la ruta 5, para absorber la producción sojera de Durazno, Tacuarembó, Flores y Florida.

 

 Las inversiones extranjeras, en tanto, vienen acompañadas del desembarco sigiloso del capital financiero. La crisis económica en Estados Unidos y en Europa llevó a que los fondos de inversión miraran hacia el Río de la Plata en busca de rentabilidades mayores a las que podían obtener en los países desarrollados. En Uruguay han invertido en tierras, ganado, maquinarias y cultivos. “Hay un traslado significativo de capitales financieros desde el hemisferio norte al hemisferio sur. No sólo a través de las multinacionales, sino también con una inversión hormiga: pequeños y medianos inversores que compran acciones de los fondos de inversión, que mediante fideicomisos se dedican a comprar o arrendar tierras. Este flujo de capital financiero que llega al agro no pasa por el sistema bancario tradicional y suele ser fuertemente especulativo”, explicó a Ajena Diego Piñeiro, docente grado 5 de sociología rural (Facultad de Ciencias Sociales-UDELAR).

 

 De 2001 a 2013 tres millones de hectáreas fueron transadas por capitales extranjeros, arribados a Durazno en forma de pools de siembra o de empresas que compran ganado, lo engordan en tierras arrendadas, para luego revenderlo. Estas prácticas capitalistas del agronegocio están en línea con el andamiaje institucional montado en la década de 1990 para que “los inversores entren y salgan rápidamente del negocio agropecuario. Es la idea del campo como un lugar para invertir y sacar la rentabilidad más alta en el menor tiempo posible. La concepción del negocio a la que estábamos acostumbrados era la del productor rural que residía o manejaba el campo con mano de obra familiar o asalariada. Es lo que llamaría capital productivo, por oposición al capital financiero especulativo, que invierte y arrienda la tierra uno o dos años, pero se marcha cuando cambia la relación de costos”, explicó Piñeiro.

 

 En este nuevo paisaje rural, el mapa de los actores sociales se está reconfigurando: declinan los productores familiares, asoman los sindicatos rurales, aumentan los contratistas y trabajadores rurales pero con residencia urbana, y los grandes emprendimientos agropecuarios desplazan de sus tierras no sólo a los pequeños productores (91 por ciento de los 12.241 establecimientos que desaparecieron entre 2000 y 2011 tenía menos de 100 hectáreas), sino también a las burguesías rurales del Interior. Por ejemplo, el pool de siembra argentino El Tejar, empresa agropecuaria que llegó a contar con 68 mil hectáreas, transó tierras en Durazno. Instalado en nuestro país desde que Argentina aplicara retenciones a las exportaciones, El Tejar vendió a principios de este año sus tierras en Uruguay por 170 millones de dólares al Union Agriculture Group (de capitales estadounidenses, canadienses y uruguayos), que ahora maneja 170 mil hectáreas.

 

 A 44 quilómetros al norte de la ciudad de Durazno se encuentra el pueblo de Molles, oficialmente Carlos Reyles (ver recuadro). Ajena visitó a algunos pobladores de la zona que viven en las inmediaciones del arroyo Villasboas, a 10 quilómetros del pueblo. En la estancia La Tropilla, sobre la ruta 5, Amanda Urruzmendi vive hace 40 años junto a su marido en un establecimiento familiar de 350 hectáreas. A poco de allí Omar Ruiz se desempeña como “puestero” (cuida y trabaja las tierras) de un establecimiento ganadero de 1.000 hectáreas.

 

 “Ahora el patrón levanta el teléfono y coordina alguna tarea con un empleado, que agarra su motito y se va al campo uno o dos días”. Comparte con su familia –que antes vivía en Molles– una casa cerca del casco de estancia de su patrón, pero a la que se accede por una servidumbre de paso tras atravesar cuatro porteras. Al fondo de ese camino Eduardo Rodríguez, de 33 años, tiene un pequeño predio ganadero de 66 hectáreas. Aunque vive en Durazno y administra otra estancia de propietarios montevideanos, trabaja su campo casi en solitario desde que era adolescente. Pegado, en otra casa más pequeña, vive José Guerrero, conocido como “Colacho”, peón rural que durante un tiempo trabajó en el predio. Ahora está jubilado, pero como prefiere la vida rural y tiene buena relación con Eduardo, se quedó a vivir ahí. Mario Quijano, por último, es un contratista agrícola radicado en la ciudad, que ofrece servicios de cosecha a las estancias del departamento.

 

 El capital extranjero ha tentado a muchos estancieros para que vendan sus predios; el país sigue siendo, según Piñeiro, un oferente de “tierra barata” en comparación con Argentina y Brasil. Y Durazno no ha sido la excepción. “Cuando los ingleses e italianos llegaron, hace como siete u ocho años, venían con la chequera a la vista a saludarnos y comprarnos el campo”, ilustró Amanda. Oriunda de Trinidad, se trasladó a Villasboas en 1975. La acogedora casa donde vive hace difícil imaginar que hace 80 años era de barro, y refleja la perseverancia de sus moradores por mejorarla: le anexaron el baño y la cocina, cambiaron las puertas de dos hojas y realizaron reformas estructurales en el predio. “Si no fuera porque amamos el campo, nos serviría mucho más arrendarlo y vivir de la renta en la ciudad que trabajarlo con nuestras manos”, lamenta. “En esta zona [Villasboas] los campos han cambiado mucho de dueño. Antes había familias, pero ahora estamos rodeados de argentinos, italianos y brasileños que no viven acá sino que contratan administradores”, comentó.

 

 Aunque el peso de los argentinos viene disminuyendo, la extranjerización es evidente entre los productores sojeros de la zona. De 2000 a 2011 las tierras en manos de personas físicas uruguayas descendieron de 90 a 54 por ciento. Además, aumentó el proceso de concentración: el 60 por ciento de la superficie del país está en manos del 9 por ciento de propietarios con más de 1.000 hectáreas, mientras que el 5 por ciento de la superficie lo tiene el 56 por ciento de las explotaciones con menos de 100 hectáreas, según el último Censo Agropecuario (2011). A su vez, mientras el precio promedio de la tierra se multiplicó por siete en la última década, el de los grandes predios (más de 2.500 hectáreas) aumentó en doce veces. “Eso significa que los compradores son grandes empresas que están desplazando a las burguesías rurales del Interior que no se han podido adaptar a los cambios tecnológicos. Porque la gran burguesía terrateniente, en cambio, al adaptarse a las condiciones del agronegocio, ha mantenido sus establecimientos agropecuarios”, sostuvo el sociólogo.

 

 Pero no sólo las empresas agropecuarias debieron adaptarse a los cambios. El teléfono celular y la masificación del uso de  motocicletas, por ejemplo, han repercutido en los modos de organizar la fuerza de trabajo y en la frontera cultural entre el campo y la ciudad. “Ahora el patrón levanta el teléfono y coordina alguna tarea con un empleado que agarra su motito y se va al campo uno o dos días, para regresar luego a la ciudad donde vive con su familia. Ese tipo de trabajo es cada vez más frecuente, tanto a través de contratistas como de ‘trabajadores a teléfono’”, ejemplificó Piñeiro. Estas nuevas posibilidades permiten que un alto porcentaje de trabajadores rurales resida en zonas urbanas. “Hoy es necesario redefinir lo rural si se quiere comprender las nuevas relaciones que se establecen entre los que moran en el campo y los que lo hacen en la ciudad”, afirmó. Aunque falta procesar algunos datos del censo de 2011, Piñeiro arriesga que es probable que alrededor del 50 por ciento de los trabajadores rurales tenga actualmente residencia urbana (en particular los vinculados a la forestación, la agricultura y la granja).

 

 El uso de computadoras, el acceso a internet y a la televisión también han hecho lo suyo. En la casa de Amanda cuelga en la pared un teléfono añejo con el que solía comunicarse con su familia en Trinidad. “Las comunicaciones nos cambiaron la vida”, asegura. Y señala una mesita donde está la laptop, el teléfono celular y la base del wifi. “Date cuenta de que en 1950, cuando Uruguay salió campeón del mundo, en Goñi, donde nací, sólo había dos radios, y estaban en los boliches”, agrega Colacho, el peón rural. Ahora además de radio, tiene un celular, una moto y un televisor a color en el que mira “alguna película buena” en La Red o en TNU. Mientras arma un tabaco, recita las satisfacciones que le dan estos avances: con la moto, por ejemplo, suele ir a Durazno a visitar a su hermana y a Molles a ver algún partido de fútbol en el boliche, y “cuando voy en moto y agarro garufa, me quedo en la casa de algún vecino y me vuelvo al otro día. Porque yo mamado no manejo ni loco”. Tiene sus propios chanchos, gallinas y hasta una pequeña quinta que le permiten sobrevivir, junto con los escasos 7 mil pesos que cobra de jubilación. “En la ciudad me muero de hambre, acá me revuelvo”, aseguró.

 

 Los contratistas, por otra parte, están de parabienes. Mario Quijano, contratista agrícola, calculó para Ajena que en la última década en Durazno pasó de haber 3 a 30 contratistas. Un estudio los caracteriza como nuevos empresarios que, sin poseer tierras, tercerizan servicios para las empresas agropecuarias.1 Si bien hay diversidad de contratistas desde hace muchos años, aumentaron los que ofrecen cuadrillas de trabajadores rotativos según las zafras. No es el caso de Quijano, quien montó su empresa a partir del embolsado de grano húmedo (sorgo fermentado para la alimentación del ganado) y logró comprar cuatro cosechadoras para atender el boom sojero. A su cargo tiene a cuatro trabajadores efectivos y contrata otros cuatro o cinco en los períodos de zafra. “El problema es que no hay gente preparada para manejar un tractor o una cosechadora, y tampoco tienen conocimientos que se aprenden con la práctica”, afirma. La baja desocupación y las ofertas constantes hacen que la rotación laboral sea permanente. Antes de terminar la zafra de la soja, hace pocas semanas, perdió algunos empleados a manos del megatambo que el millonario argentino Alejandro Bulgheroni instaló en Durazno en 2013, uno de los más grandes de Sudamérica.

 

 Hace poco tiempo la familia de Ruiz se trasladó de Molles a Villasboas. Sentados frente a la cocina a leña, su hija y su yerno miran una película por DirecTV. Ruiz no para de comparar las ventajas de su situación actual con las penurias que le tocó vivir en el pasado. “Cuando empecé a trabajar, como gurí no me daban ni cama, dormía en los pelegos de las estancias. ¡Y ahora tenemos hasta las ocho horas!”, exclamó. Eduardo, en tanto, duerme algunas noches en la casa de Villasboas, construida hace más de un siglo y que a pulmón ha ido refaccionando. Desde 2010 tiene luz eléctrica –instalada a medias con el patrón de Ruiz–, y hace poco adquirió una bomba de agua para sustituir el aljibe. Al fondo del predio de Amanda sigue abandonada la estación de trenes de Villasboas que supo alojar en su entorno a los trabajadores de AFE. “El tren sigue pasando pero hace años que no para”, dijo con nostalgia.

 

 Tanto Amanda como Eduardo han recibido ayuda económica y asesoramiento técnico del Estado a través de los proyectos que impulsa el Ministerio de Ganadería. “Nos ha servido mucho para estar en comunicación con otros pequeños productores de la zona. Se tendría que haber hecho antes para evitar el despoblamiento que padecemos ahora”, afirmó. Destinada a pequeños y medianos productores con predios de hasta 900 hectáreas, la ayuda estatal incluye financiación para mejoras productivas (electrificación, tajamares, molinos, bombas de agua, bebederos, bancos de forraje, sombra y abrigo, etcétera), así como asesoramiento técnico en proyectos propuestos por los productores. Amanda explicó que así pudo sortear la sequía del verano de 2009: “Nos ayudó a reordenarnos, porque te fijan pautas, objetivos y plazos a cumplir. Nos asesoraron sobre qué ración convenía dar a los animales e intercambiamos con otros productores. Desde entonces nos reunimos, tenemos capacitaciones, hacemos visitas grupales a los establecimientos de los vecinos y almorzamos todos juntos. Ha sido un cambio de mentalidad muy positivo”.

 

 Pero algunas cosas siguen costando más en el campo y exigen sacrificios. Como el del hijo de 13 años de Ruiz, que hace diez quilómetros todos los días para ir al liceo en Carlos Reyles. Debe caminar los dos quilómetros de campo que separan la casa de la ruta y tomar el ómnibus interdepartamental que lo lleva a las 6 y 30 de la mañana y recién lo devuelve a las 5 de la tarde. Y aunque no ha sufrido emergencias en Villasboas, Ruiz recordó los años en que no había policlínica ni médico permanente en Molles: “Una vuelta se me quemó la hija más chica y tuve que llevarla en taxi hasta Durazno [44 quilómetros]. Menos mal que era gente conocida y me dejaron pagar al otro día”, contó con una sonrisa.

 

 ¿Es posible repoblar la campaña?

 

 Para el sociólogo Diego Piñeiro “repoblar la campaña” sigue siendo un eslogan. “La campaña no se hubiera despoblado si los patrones hubiesen pagado mejores salarios y el Estado brindado mejores servicios. Patrones que pagan poco y Estado que invierte poco ha sido una mezcla letal para que la gente se quede en el campo. ¿Es posible repoblar la campaña? Dependerá de una fuerte apuesta estatal y un fuerte consenso social. Primero, se necesita poner límites al proceso de concentración y extranjerización de la tierra. Segundo, se deben destinar recursos al Instituto de Colonización, o donde sea, para que la gente tenga tierras para trabajar. Ahora, si no hay buenos caminos, acceso a internet, telefonía rural, electricidad, cobertura de salud y la posibilidad de mandar a los hijos a la escuela sin tener que pasar miserias, no estoy seguro de que sea atractivo.”

 

 El sociólogo Joaquín Cardeillac agrega otro elemento: “No sólo es un tema de disponibilidad de tierras, sino de qué producir, dónde se vendería, con qué apoyos, etcétera. Desde el Estado batllista hay una idea trunca de impulsar estancias y chacras agrícolas para establecer familias en el medio rural. Está latente la contraposición de modelos: el de los agronegocios y el de la producción familiar”.

 

 Los orígenes de Molles están ligados al poderoso terrateniente Carlos Genaro Reyles, cuya estancia El Paraíso (actualmente en manos de la familia Bordaberry) ocupaba una extensa zona del departamento de Durazno. Allegado al gobierno del colorado Venancio Flores y accionista de la empresa que proyectaba la construcción del ferrocarril, Reyles no tardó en comprar, a fines de la década de 1860, una pequeña fracción de campo donde ahora se levanta el pueblo. Ubicada estratégicamente a pocos quilómetros del casco de su estancia y junto al camino Real que unía a la villa de San Pedro del Durazno con el Paso de los Toros, Reyles pensaba influir para que allí se construyera una de las estaciones del tren que iría hasta Rivera. Y lo logró.

 

 Antes de que arribara la primera locomotora a la zona, el estanciero levantó una casona frente a lo que luego sería la Estación Molle. Su hijo Carlos Claudio Reyles, el reconocido escritor, continuó la obra modernizadora y operó como portavoz de los intereses ganaderos. Reyles, pionero en la mestización de ovinos, lideró una especie de foco ganadero progresista entre los arroyos Villasboas, Caballero y Molles, según las investigaciones del historiador duraznense Óscar Padrón Favre.1 Con la llegada del tren, hacia 1886, la casona pasó de comercio de ramos generales a hotel de paso, y en torno a la estación se fueron instalando los rancheríos de las familias de los trabajadores rurales.

 

 Por entonces entró en escena otra influyente familia terrateniente de esa zona: los Bordaberry. Hacia 1890 el Hotel Molles pasó a manos de Santiago Bordaberry, un vasco francés emigrado a Uruguay en la década de 1860. Hábil en la cría de ovejas, pasó de empleado a ganadero en pocos años, convirtiéndose en uno de los hombres más ricos del departamento. Al igual que los Reyles, los Bordaberry fueron fervientes defensores de los intereses terratenientes. En efecto, Molles fue sede en 1908, por iniciativa de Reyles, del primer congreso de instituciones ganaderas (el puntapié inicial de la Federación Rural creada en 1915, corporación ganadera que frenó los intentos batllistas de atacar al latifundio).

 

 Durante la primera década del siglo XX Reyles liquidó las propiedades que tenía en Molles y propició el amansamiento del pueblo en torno al hotel y la estación de tren. Las principales estancias del escritor –que sumaban 25 mil hectáreas– fueron compradas por Santiago Bordaberry en 1916. La estancia El Paraíso, la más grande, quedó en la década del 20 en manos de su hijo, Domingo Bordaberry, fundador de la Federación Rural y senador colorado riverista. Uno de sus hijos, Juan María (el dictador), heredó junto a sus hermanos las tierras de su padre y destinó una parte de ellas a fundar la estancia El Baqueano. Antes de ser ministro de Ganadería de Pacheco (1969), presidente colorado (1971) y finalmente dictador (1973), presidió la Liga Federal de Acción Ruralista que, aliada a Luis Alberto de Herrera, colocó a los blancos en el poder en 1958, por lo que también fue senador por ese partido.

 

 La familia Bordaberry –las cuatro generaciones, incluida la del actual candidato presidencial colorado Pedro Bordaberry– se ha destacado por sus cabañas, su fortuna y sus obras filantrópicas (propiciaron la fundación de la escuela y el liceo, y facilitaron un predio para que las franciscanas instalaran un colegio para jóvenes del medio rural sin recursos económicos, a cuyo lado funcionó durante muchos años una pequeña casilla en la que auxiliaban como enfermeras a un médico que atendió a los reylenses hasta que el MSP construyó una policlínica en 2001). La plaza de deportes y una de las calles de Molles llevan los nombres de los páter familia, y cuando procesaron con prisión a Juan María, en 2006, no pocos reylenses lo lamentaron.

 

 Molles pasó a llamarse oficialmente Carlos Reyles cuando en 1938 falleció el escritor. En la época de las vacas gordas llegó a existir una sucursal del Banco Rural, peluquerías, farmacias, comercios y hasta dos estaciones de servicio. La construcción de la represa hidroeléctrica de Baygorria en 1954 aumentó el tráfico comercial e iluminó al pueblo un año después. Pero terminada la obra Molles cayó en  decadencia. La supresión del servicio ferroviario de pasajeros en 1987 –en el primer gobierno de Julio María Sanguinetti– fue el golpe de gracia, quedando en el olvido las estaciones de trenes de Durazno, Santa Bernardina, Villasboas, Molles y Parish. Actualmente el pueblo es un enclave urbano rodeado de grandes establecimientos agropecuarios, sin lotes intermedios ni una zona de desarrollo suburbano para las 900 personas que, de 1963 a 2011, registran los censos de población.

 

 Fuente: Revista Ajena/ COMCOSUR AL DÍA

https://www.alainet.org/es/articulo/169028?language=es

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