Los del modelo agroindustrial: dólares propios y dolores ajenos (por ahora)
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Tras por lo menos década y media de demoras, inseguridades, retaceos, la Organización Mundial de la Salud, OMS, a través de su Agencia Internacional para la Investigación sobre Cáncer, IARC, acaba de anunciar que el glifosato, el biocida más extendido del mundo actual, es patógeno, cancerígeno en animales de laboratorio, por ejemplo.
La OMS tardó tanto en esta cuestión como cuando reconoció la más que sospechable ligazón entre celulares y gliomas o cánceres cerebrales. Una de las pruebas más concluyentes en ese caso fue que tales cánceres, que habían aumentado en un 40%, sobrevenían del lado en que el usuario usaba el dispositivo.
Tarde, entonces con el glifosato, pero fuerte el golpe recibido. Lo podemos medir hasta por la reacción. Monsanto ya había exigido a fines de 2013 la retractación de Food and Chemical Toxicology (“Toxicología química y alimentaria”, una revista científica de origen holandés) por su publicación de una investigación que cuestionaba seriamente la inocuidad del glifosato. Retractación en toda regla: eliminando de la edición el artículo impugnado. Esto ya había pasado anteriormente, incluso en el siglo pasado (el primer despedido fue probablemente el investigador húngaro Arpad Pusztai por develar su desconfianza ante papas transgénicas) y últimamente Séralini en Francia y Carrasco en Argentina habían sido cuestionados por los resultados adversos al glifosato de sus investigaciones.
Ante el mazado recibido, Monsanto demandó inmediatamente, una vez más, a las autoridades de la OMS, la retractación. Pero esta vez ya no pudo ser. Monsanto había llegado a torcerle el brazo a la EPA, la agencia de protección ambiental de EE.UU., que en 1985 ya había establecido, tras investigaciones, la clasificación de “posiblemente cancerígeno para humanos” del glifosato. La presión de Monsanto se hizo sentir con una lluvia de informes favorables y en 1991, la EPA retiró la calificación que ahora, en 2015, 24 años después, se vuelve a poner.
Esta vez, empero, el dictamen suena definitivo. En el Reino Unido, en España, en Noruega, en Francia, en Argentina, en EE.UU., ya no solo en la OMS, van lloviendo las investigaciones incontrastables.[1]
Diversas organizaciones y grupos críticos de la agroindustria y la quimiquización de los campos, aquí también, en Uruguay se han hecho eco de que el “inocente e inocuo” glifosato produce cánceres. Y no sólo cánceres. Es la lucha de Por Uruguay Sustentable o del Instituto Nacional por los Derechos Humanos, por ejemplo.
Sin embargo, ¿qué vemos entre los referentes y personeros del “campo”, en rigor de la agroindustria?
En primerísimo lugar, no registran la última decisión de la OMS, ni siquiera con los consiguientes antecedentes, muy pesados, para prohibir el glifosato (algo que conlleva el cuestionamiento de los transgénicos, puesto que la mayoría de tales “eventos” están amparados para su desarrollo y madurez en la barrera de un pesticida en particular; el glifosato). El 5 de abril pasado, desde la Agro-Expoactiva nacional el cotidiano montevideano El Observador titulaba: “La soja es la madre de todas las batallas”.
Si bien la resolución condenatoria data de aproximadamente el 20 de marzo ppdo. informes lapidarios sobre el carácter altamente tóxico del glifosato y sus coadyuvantes venían de mucho antes (véase la enumeración sucinta e incompleta mencionada en n. 2); ya recordamos la advertencia de Arpad Pusztai, pero tan recientemente como en diciembre 2014, Don Fitz en su “La negación de la contaminación transgénica: controlando a la ciencia” [2] explicitaba que el gobierno de EE.UU. dedica unos 43 millones de dólares a la producción orgánica; a la comida industrial, del sistema, se le otorga 1120 millones… y que a la investigación médica, de laboratorio, se le brinda 30 000 millones. 27 veces más que a los alimentos comerciales y éstos (consiguientemente con riesgo de toxicidad) se llevan 695 veces lo dedicado a alimentos sin venenos… Dime qué presupuestas y te diré qué valoras…
Y en esclarecedora secuencia explica como los laboratorios se han hecho muy hábiles en maximizar la posibilidad de investigaciones tecnocientíficas que encuentren lo que los laboratorios quieren encontrar, mediante recursos y ardides diversos: otorgando miles de dólares a los académicos que hagan referencias favorables a sus drogas; logrando que escritores corporativos produzcan un artículo parcial o entero para un investigador –que puede ser o no el autor de la investigación original–; entregando cuantiosas sumas a los comités de consulta de los institutos nacionales de higiene (NIH) para que hablen y oficien como consultores. Los NIH presuponen que no hay conflictos de intereses, y creen así preservar su “pureza”, sin embargo, como dice Fitz, la implicancia es tan inherente a tal relación como los caramelos al Halloween.
Fitz se pregunta el porqué de tal política: “¿Cómo es posible que en el siglo XXI […] las redes de alimentos industriales estén tan obsesionadas en desparramar transgénicos por todas partes cuando nadie los reclama y cuando ya se sabe que están sobrecargados con tantos peligros sanitarios y ambientales? Porque los transgénicos son un componente fundamental en un inmenso plan de reemplazar a los campesinos, a los pequeños campesinos tradicionales, con enormes establecimientos agrofabriles, que procesen productos uniformes para el mercado global e ignoren las necesidades para alimentar a las poblaciones locales.” ¡Ésta es la clave!; lo que estamos viendo en Paraguay y Uruguay y antes en Argentina.
Y Monsanto y los Gates la están apresurando en África donde hay millones de km2 de tierras aptas para cultivo hasta ahora en manos de los campesinos que han alimentado tradicionalmente a sus poblaciones…
Pero ¿qué nos dicen los personeros de la agroindustria en Uruguay? Que nos incorporemos aún más al mercado mundial: “Uruguay, Brasil, Argentina y Paraguay, con diferentes realidades, prevén una cosecha de más de 160 millones de toneladas de soja si el clima continúa acompañando […] Las interrogantes pasan por la capacidad del mercado para absorberla, en qué plazo y a qué precio.” [3]
Observe el paciente lector que todos los problemas de soja para este suplemento vocero de la “agricultura inteligente” son su colocación en el mercado y en qué condiciones de tiempo y dinero. Sobre los efectos deletéreos que la aplicación de los transgénicos y el consiguiente “paquete tecnológico” implican, ni una palabra.
El negocio, lo que importa es el negocio. No la intoxicación generalizada y creciente, la eliminación de la biodiversidad, el estropicio de la fertilidad humana (y animal en general).
Eso explica la “suavidad”, la delicadeza con que los diversos referentes en tales cuestiones en el país han enfrentado el deterioro de tierras y aguas a causa de “los paquetes tecnológicos” para los agroproductos “industriales” y la monoforestación.
La prensa recoge la info de una reunión de la Asociación de Ingenieros Agrónomos, AIA, como si se tratara de preservar los recursos naturales sin decir cómo y que ya están afectados.[4] Todas bellas palabras: “la contaminación que generalmente proviene de fuentes difusas” [¡qué manera elegante de promover la ignorancia y la impotencia!]; procurar “una actualización de los profesionales que los habilite a realizar recomendaciones y recetas de aplicación de agroquímicos”, ante lo cual uno bien puede preguntarse qué aprendían entonces los ingenieros agrónomos, y de paso, si no es pensable también que se capaciten para no aplicar agrotóxicos… (ibíd.)
De todos modos, nos sirva como consuelo que, como decían Les Luthiers, el manejo de agroquímicos [agrotóxicos] les “preocupa bastante”. (ibíd..)
Con ignorancia y desparpajo, el canciller Rodolfo Nin Novoa ha declarado: “Producimos alimentos para 30 millones de personas”.[5] Sin aclarar que buena parte de la soja transgénica es incomible y que buena parte de ella así como del maíz transgénico están destinados a alimentos, sí, pero de automóviles.
Es altamente significativa “la reacción” ante el lapidario informe de la OMS. En Montevideo desde el 1/1/2015 se había establecido por ley la obligación de informar qué alimentos contenían transgénicos si tales componentes sobrepasaban el 1%. Una serie de transnacionales (como Nestlé, Pepsico) solicitaron postergación para la entrada en vigencia de tal reglamentación. Leemos en Portal 180, ya bien avanzado 2015: “Intendencia de Montevideo aplazó etiquetado de transgénicos a pedido de multinacionales”.[6]
Y en El País [7] un bioquímico español, J.M. Mulet afirma: “Los pesticidas matan menos que un analgésico”. Se trata de una descarga insensata de semiverdades y sandeces que se hace difícil calificar. La del título es de una ignorancia supina o de una bajeza extraordinaria: las investigaciones e informes sobre aumento de enfermedades de todo tipo a partir, precisamente, de las fumigaciones de productos transgénicos se han hecho inocultables. ¿Cuál es el sentido de las declaraciones de Mulet? Ya que no pueden destruir la desoladora realidad, hay que entenderlas únicamente como una “contrapropaganda” unas declaraciones confusionistas hechas sin base científica o estadística alguna. ¿Y cuál puede ser el sentido de reproducirlas, por ejemplo en El País, en Montevideo, justo inmediatamente después de las resoluciones terminantes de la OMS? Achicar el daño es lo único que se me ocurre en esta guerra mediática.
Porque el agronegocio quiere seguir con su “cuerno de la abundancia”. Distribuyendo el mínimo posible para mantener la cadena de complicidades.
La agencia alemana DPA puso en febrero 2015 sobre el tapete las impactos en la salud humana y ambiental de “herbicidas, fungicidas, insecticidas y fertilizantes en Uruguay”, señalando que la soja se ha convertido en uno de los principales rubros de exportación; “el sector que más utiliza fumigaciones aéreas con pesticidas que no están prohibidas ni reguladas” en el país.
Con la desidia y prescindencia, por no decir cooperación del gobierno, Uruguay está ya muy cerca del monocultivo que destruye sociedades en todo el Tercer Mundo, al haber “logrado” ya llegar a sobrepasar el 80% de soja en el conjunto de la producción agraria.
Aníbal Terán Castromán, candidato a la intendencia de Treinta y Tres, alerta con estadísticas intranquilizantes sobre la proliferación de cáncer en su departamento: “La población en general no sabe cuáles son los números oficiales, pero es inocultable que en Treinta y Tres todos tenemos un familiar, un amigo, un compañero de trabajo o un vecino, que está luchando contra una enfermedad oncológica, y casi todos tenemos la triste experiencia de haber perdido seres queridos a manos de este asesino que anda suelto.” Aquí no hay números, pero la pintura es inexcusable.
En 15 años de aplicaciones continuadas en EE.UU., Alexis Baden-Mayer [8] registra la ristra de enfermedades incrementadas por el uso de glifosato, a esta altura corroboradas por numerosísimas investigaciones que han dado por tierra los informes sesgados de transnacionales como Monsanto o de nuestro inefable Mulet.
Y algo que agrava el cuadro: la correlación entre el biocida y las enfermedades habrá de incrementarse por el paso del tiempo y la mera bioacumulación. Porque este biocida, como tantos otros, se ha usado tan “generosamente” que está en los alimentos que consumimos a diario, en el agua que bebemos o usamos a diario, en el aire, inevitable.
Las enfermedades que ya se sabe han aumentado en este período por el uso, precisamente de glifosato son, según la enumeración del citado Baden-Mayer: síndrome de deficiencia de atención e hiperactividad (TDAH); Alzheimer, anencefalia, autismo, malformaciones congénitas. Las malformaciones (ano no abierto, micropenes, hipospadias, es decir la uretra en varones abierta en cualquier sitio que no en el extremo del glande), por ejemplo, se han cuadruplicado en el Chaco argentino tras una década de aplicación del “paquete tecnológico transgénico”; cáncer al cerebro, que se ha duplicado, cáncer de mama, cánceres en general que se han entre duplicado y cuadruplicado, trastornos renales, depresión, diabetes, problemas coronarios, hipotiroidismo, hinchazón de vientre, trastornos hepáticos, esclerosis amiotrófica lateral, esclerosis múltiple, linfoma no-Hogdkin, Parkinson, feto muerto, abortos, infertilidad, obesidad, problemas de fertilidad, dificultades respiratorias. La lista es apabullante.
Pero no para Monsanto, sus personeros, sus poleas de transmisión… ni para los sojeros y maiceros transgénicos que solo han mirado hasta ahora sus engordados bolsillos.
revistafuturos.noblogs.org
[1] Remitimos al artículo “Rounding Us Up and Exposing Us All to Cancer” de Brian Moench (Truthout, 31/3/2015) donde el autor repasa una treintena de informes académicos y científicos lapidarios sobre la alta toxicidad del glifosato.
[2] GMO Contamination Denial: Controllng Science, Truthout, 9/12/2014.
[3] Campo Búsqueda, 28/2/2015.
[4] Hugo Ocampo, “Los agrónomos se involucran en el cuidado de rìo Santa Lucía”, El Observador, 31/1/2015.
[5] El Observador. 5/4/2015.
[6] cit. p. COMCOSUR, Montevideo, 27/3/2015.
[7] Leticia Costa Delgado, Montevideo, 5/4/2015.
[8] “Monsanto’s Roundup: Enough to Make You Sick” (El Roundup de Monsanto: suficiente para enfermarte), Organic Consumers Assoc., Truthout, 1/2/2015).
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