Progreso, capitalismo y modernidad. Walter Benjamin y el socialismo del siglo XXI (I)
02/12/2014
- Opinión
La prisa por desarrollarse, por lo demás, me
hace pensar en una desenfrenada carrera por
llegar más pronto que los otros al infierno.
Octavio Paz.
El hombre razonable se adapta al mundo; el
irrazonable persiste en adaptar el mundo a sí
mismo. Por tanto, el progreso depende del hombre
irrazonable.
Bernard Shaw.
Desde que en las ardientes llanuras del África oriental aparecimos como especie, hace ya más de un millón de años, nuestra principal característica evolutiva ha sido la adaptabilidad. En un principio nos adaptamos de forma oportunista a la diversidad de entornos naturales que nos rodeaban, pero hace cerca de quince mil años atrás comenzamos un proceso inverso, ya no solamente nos adaptábamos a los ambientes que íbamos colonizando, ahora comenzamos a utilizar nuestra creciente inteligencia para modificar esos entornos y así adaptarlos a nuestras necesidades y deseos: ¡Habíamos dado inicio a lo que hoy conocemos como civilización!
Lentamente, a través de los siglos, excavamos canales y desecamos pantanos en el creciente fértil, domesticamos plantas y animales desde China hasta Egipto y Mesoamérica, desde el Cáucaso hasta los Andes; construimos zigurats y pirámides, forjamos bronce y acero; nuestras ciudades se fueron haciendo cada vez más grandes y complejas. Los pueblos que más y mejor adaptaron sus entornos a sus deseos y expectativas acumularon poder y fuerza por encima de aquellos que escogieron vivir adaptándose al medio que los circundaba; no en vano casi todas las grandes civilizaciones de la antigüedad fueron guerreras y esclavistas.
El dominio sobre la naturaleza se reveló ante nuestros ojos como una especie de acto mágico, como un juguete que nos fascinaba en sí mismo, más allá de la utilidad material y los beneficios que nos pudiera aportar.
Comenzamos a venerar los elementos que dominábamos (fuego, agua, viento) y los materiales e instrumentos que creábamos (bronce, hierro, armas) con una mezcla de fascinación ensoberbecida e infantil autocomplacencia. El dominio y el poder sobre nuestro entorno nos deslumbró y obnubiló; a nuestra instintiva tendencia depredadora se le sumó la soberbia y la arrogancia. Nos sentimos amos y señores de la naturaleza, y en nuestro recién estrenado narcisismo, nos lanzamos a crear mitos y dioses antropomórficos que satisficieran nuestro creciente ego y vanidad. El fuego era nuestro, no importaba que Prometeo pagara un precio eterno por entregarnos ese don. El arco y las flechas de Apolo, el martillo de Thor, la fragua de Hefestos, eran las proyecciones teístas de nuestro creciente dominio sobre los elementos. Con cada nuevo descubrimiento, con cada invención, sentíamos cumplirse una voluntad divina que nos hacía dueños y señores de todo lo existente, tal y como el Yahvé semita lo había dispuesto en el Pentateuco, o el nórdico Odín en las sagas vikingas. Los gritos desesperados de Casandra y Jeremías advirtiéndonos sobre los peligros que entrañaban los artilugios que en forma de regalos y dones nos ofrecían nuestros dioses interiores (inteligencia y creatividad) nunca fueron escuchados.
El dominio sobre la naturaleza era nuestro, a través de el, sentíamos justificar nuestra existencia; en una época tan lejana como el 2.700 A.C, el mítico guerrero sumerio Gilgamesh proclamaba en la ciudad de Uruk: “Estoy comprometido con esta tarea: subir a la montaña para talar el cedro y dejar así tras de mí un nombre perdurable”.
Esto no sólo sucedía en esa parte del mundo, ya desde los albores de la civilización china un filósofo icónico de esa cultura como Sun Tzu declaraba: “Glorificamos la naturaleza y sobre ella meditamos ¿por qué no domesticarla y regularla? La naturaleza se extraviará a menos que el hombre la corrija”
Platón, uno de los pensadores más influyentes para el modelo cultural occidental, en su Timeo declara que el mundo material no es sino una copia imperfecta del mundo ideal que creamos en nuestra mente, por lo que es fácil deducir que sólo reconstruyendo el primero según el modelo del segundo el hombre llegará a su plenitud y felicidad. El ascender o alcanzar el lado superior de esta visión dualista de la realidad; salir de la caverna, para utilizar la metáfora del propio filósofo, será lo que en adelante, en la cultura occidental, va a ser considerado como progreso. San Agustín, quizás el más célebre e influyente de los neoplatónicos, reforzará esta visión con su tesis de la ciudad de Dios frente a la ciudad terrena. El progreso será entonces salir de la ciudad terrena, del mundo sensible, histórico, y acercarse a la ciudad divina. Ya aquí se observa perfectamente el desprecio a lo terreno, al mundo, al entorno, la persecución de un mundo ideal, mundo por lo demás inalcanzable para hombre alguno en esta vida, porque la ciudad de Dios es, por su propia naturaleza, imposible de construir o habitar por el ser humano en su vida terrena.
El pensamiento renacentista de los siglos XV y XVI va a configurar y modelar en alto grado la forma en que, en lo sucesivo, los europeos percibirán y se relacionarán con el ecosistema terrestre. La característica principal de este período histórico va a ser la fascinación que el hombre va a sentir por sí mismo y por sus creaciones. El universo girando en torno a la tierra y la tierra girando alrededor del hombre. La ratio divina medieval va a ser sustituida por la ratio técnica. Cuando Galileo propone la matematización del mundo y Descartes el reloj como modelo del universo, estaban sentando las bases para el control instrumental de los procesos sociales y naturales. La modernidad había comenzado.
El influjo de Francis Bacon en el pensamiento y la filosofía de la modernidad viene dado tanto por sus tesis de la razón utilitaria como por su defensa del principio de que a través de la ciencia y la razón el hombre recuperaría el estado de autoridad y poder que había disfrutado Adán antes de su expulsión del paraíso (instauratio magna), es decir, que la ciencia, y su hija, la técnica, de nuevo nos harían señores de la tierra y el mar y de toda criatura viviente, esto es, que través de la ciencia y la razón, caminaríamos por la senda que nos posibilitaría convertir de nuevo a la tierra en el paraíso bíblico.
En la afirmación baconiana de: “la finalidad de nuestro fundamento es el conocimiento de las causas y los movimientos secretos de las cosas; y el ensanchamiento de los límites del imperio humano para efectuar todas las cosas posibles” podemos encontrar los antecedentes de Hiroshima y Nagasaki, de Chernóbil y Fukushima, del SIDA, el Ebola y demás barbaries contemporáneas.
En la misma línea argumentativa de Bacon, el químico y filósofo naturalista inglés Robert Boyle afirmaba pocos años después de la muerte de aquel: “La veneración de que están imbuidos algunos hombres hacia lo que llaman la naturaleza ha sido un impedimento desalentador para el imperio del hombre sobre las criaturas inferiores de Dios”.
La modernidad occidental redujo la naturaleza a un sistema material que podía y debía ser explotado según los deseos y necesidades humanas, pues este era el fin con que lo había creado Dios. “La vocación del ser humano reside en el hecho de ser maestros y poseedores de la naturaleza” sentenció René Descartes, otro de los padres de la modernidad occidental. El capitalismo vino a desarrollar estas tesis hasta el paroxismo transformando todo lo existente en mercancía. El derecho del hombre (cristiano, blanco y europeo) al progreso a través de la obtención del conocimiento, control y apropiación de la naturaleza pasó a ser la ideología dominante en el mundo occidental. El dominio de la naturaleza devino así en un objetivo no sólo posible, sino también deseable, e incluso, en un deber.
Así, la naturaleza transformada en un simple depósito de materias primas que se regía por principios mecánicos y cuya finalidad última era la de servir al progreso de los hombres, quedó desamparada de toda forma de dimensión ética o moral; la naturaleza era una “máquina mundo” construida por Dios para beneficiar a la humanidad, y la generosidad de Dios, que duda podía caber, no tenía límites.
Con el desarrollo de la ciencia positiva, con el establecimiento del paradigma de la libertad individual y el estado moderno, el hombre de la ilustración europea se miró a sí mismo saliendo del atraso, la oscuridad y la ignorancia. Iluminado con el fuego de la razón, fuego que la ciencia mantendría encendido por siempre, se lanzó a la conquista del cosmos y de la polis, es decir, de la naturaleza y de la historia.
La ilustración vino a establecer nuevas bases para la civilización occidental, bases fundadas en la incondicional fe en la razón humana y en la instrumentalización de la ciencia y la educación como vías hacia el progreso y la felicidad infinitas de los hombres. La ilimitada confianza en el progreso, a través de la ciencia, se convertirá en un dogma de fe para los representantes de esta corriente histórica. Las tesis iluministas de la ciencia y la tecnología como expresiones culminantes de la cultura humana fueron los antecedentes del fin de la historia de Fukuyama.
La formación de la actitud científica moderna es una línea divisoria en la historia de la humanidad más importante aún que el renacimiento. Modificó drásticamente la relación del hombre con el resto de la naturaleza, o para decirlo con palabras de Marx, comenzó un extrañamiento, una dislocación de su cuerpo inorgánico que hasta el día de hoy no ha cesado de profundizarse.
La modernidad produjo una ciencia, esto es, una visión del mundo y la realidad, parcelaria, fraccionada, mecanicista, reduccionista y profundamente incapaz de autorregularse. El capitalismo, que exacerba y desata los peores instintos del ser humano (vive de ellos) vino a combinarse con las ideas y paradigmas científicos para producir una bestia incontrolable, que no puede parar de depredar y crecer, que se defiende ferozmente de cualquier intento de control o regulación, y que amenaza, en cumplimiento del síndrome de Frankestein, con destruir a su creador, el ser humano.
Al establecer la categoría de progreso como un postulado universal, la modernidad eurocéntrica igualó con un mismo rasero (su rasero), los deseos, aspiraciones y sentido de vida de todas las sociedades y culturas del resto del mundo. El progreso era una aspiración y deber universal, y quienes no lo asumieran no eran otra cosa que bárbaros y salvajes dignos del más absoluto desprecio.
Los estudios de Charles Darwin sobre la selección natural fueron aplicados por las élites dominantes de los países colonialistas para afirmar “científicamente” que los miembros de la raza blanca europea eran los auténticos representantes del progreso evolutivo humano y por ende tenían un legítimo derecho a poseer y gobernar la “máquina mundo”. Progresar, aun hoy, es parecerse, consumir, depredar y vivir como europeos o estadounidenses.
El capitalismo vino a igualar los significados de los términos progreso, producción, crecimiento económico y ganancia. La ciencia ha terminado siendo un instrumento del capital; se investiga en función de la ganancia que dicha investigación pueda generar. Si genera una gran acumulación de capital entonces se entiende que esas investigaciones han sido útiles para el progreso.
La razón ilustrada gestó o influyó poderosamente en casi todas las corrientes revolucionarias del siglo XIX, incluyendo por supuesto a Marx. Las tesis marxianas rebosan de entusiasmo y admiración por los logros de la razón científica, misma que permitiría el desarrollo de las fuerzas productivas que a su vez terminarían por crear las condiciones para el establecimiento de una sociedad sin división de clases.
El sabio de Tréveris hizo un penetrante y revolucionario estudio sobre el desarrollo de las fuerzas productivas y su impacto en los procesos de transformación social, pero aunque lo enunció (rompimiento del equilibrio metabólico), no profundizó sobre el carácter depredador y destructivo de las fuerzas que la ciencia y la tecnología desatan y potencian.
Es imposible no percibir a lo largo de toda la obra marxiana una declarada admiración por la razón científica y una inquebrantable confianza en el progreso humano, progreso que, a través del desarrollo de las fuerzas productivas, permitiría la creación de una sociedad más justa que nadaría en la abundancia ¿Podemos imaginar hoy a siete u ocho mil millones de personas “nadando en la abundancia en un ecosistema cerrado y limitado como el terrestre?
El concepto de fuerzas productivas debe ser entendido como algo que va mucho más allá de la simple creación e inserción de nuevas tecnologías en el sistema de producción. Como fuerzas productivas deben entenderse todo el conjunto social que amplía la capacidad y la posibilidad de producción y reproducción del modelo socioeconómico existente, por ello hoy, la ideología (falsa conciencia) del progreso lineal, creciente y permanente, se convierte en engranaje principal e indispensable de las fuerzas productivas del capitalismo mundial.
La enorme mayoría de los seres humanos contemporáneos no sienten en absoluto que haya una crisis del sistema vigente, por el contrario, están deslumbrados y fascinados por él. La Revolución Bolivariana por ejemplo, no es, en modo alguno, una revolución antisistema; quienes a ella se adscriben, desde sus más altos dirigentes hasta sus militantes de base, no quieren menos capitalismo, menos estado asistencialista y ni hablar de menos consumo, por el contrario, la aspiración generalizada es a más progreso, que casi por unanimidad, se identifica con más consumo de objetos fetiches.
La lógica del capital, la racionalidad instrumental, el valor de cambio y la ilusión fetiche del progreso están hoy más vivas que nunca en Venezuela.
- Joel Sangronis Padrón es profesor de la Universidad Nacional Experimental Rafael Maria Baralt (UNERMB), Venezuela. Joesanp02@gmail.com
https://www.alainet.org/es/articulo/165859?language=es
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