Democracia en crisis. Pero en vez de ella, qué?
25/01/2013
- Opinión
Quien tiene conciencia para tener coraje
Qien tiene la fuerza de saber que existe
Y en el centro del propio engranaje
Inventa la contra-muelle que resiste
Qien tiene la fuerza de saber que existe
Y en el centro del propio engranaje
Inventa la contra-muelle que resiste
Quien no vacila aun derrotado
Quen ya perdido nunca desespera
Quen ya perdido nunca desespera
Y envuelto en tempestades, descepado
Entre los dientes sostiene la primavera
Entre los dientes sostiene la primavera
Primavera en los dientes, Secos & Molhados
Dos textos sugieren: movimientos que empujaron movilizaciones anticapitalistas de 2011 necesitan dar un paso adelante. Tiene que ver con el poder
En el año frenético de 2011, los Indignados españoles y el Occupy Wall Street, de los EUA, fueron protagonistas centrales. Llevaron inmensas multitudes a las calles para protestar contra el secuestro del futuro colectivo “por banqueros y políticos”. Retomaron la denuncia del capitalismo, olvidada durante décadas en sus países. Reincluyeron en la agenda de debates temas preteridos, como el crecimiento de las desigualdades y el surgimiento de una oligarquía financiera. Sus ideas influenciaron, en cierto momento, las mayorías. Por eso, conquistaron espacios en los medios, entre los intelectuales y artistas. Entretanto, su capacidad de mantener la movilización inicial fue limitada. Iniciados respectivamente en mayo y septiembre, Indignados y Occupy refluyeron cerca de dos meses después. Desalojados de las plazas que ocupaban por la represión policial, no recobraron hasta el momento, la antigua potencia — ni para reunir multitudes, ni para influenciar el debate público. ¿Por qué?
Dos textos (1 2) traducidos y publicados hace poco por Outras Palavras invitan a buscar las respuestas. Sus autores parten de perspectivas distintas. El catalán Manuel Castells, uno de los grandes sociólogos contemporáneos, presenta y analiza, en un texto para La Vanguardia, la creación del Partido del Futuro, impulsado por sectores de los Indignados. Para Castells, el movimiento sigue con enorme capacidad de creación política. Ya el escritor y periodista norte-americano Thomas Frank, especializado en Historia de la cultura y de las ideas, es menos optimista. Escribe, en Le Monde Diplomatique, que el Occupy, provocó enorme choque en la sociedad norte-americana, pero perdió fuerza rápidamente, por negarse a formular un programa de reivindicaciones concretas. Entretanto, algo une Castells a Frank: ambos parecen asumir que, superada la fase del entusiasmo inicial, los nuevos movimientos necesitan dar un paso adelante — y él está relacionado con algún tipo de diálogo con el poder y las instituciones.
Castells reconoce que muchas de las iniciativas de los Indignados “parecen condenadas a un hueco sin salida”. Aunque el movimiento estuviera generando una cultura política enteramente nueva, al convidar a los ciudadanos a comprender e interferir directamente en la construcción de su presente y futuro — yendo más allá del voto, partidos e instituciones –, esta invención choca con una inmensa barrera. El sistema político español se muestra impenetrable. El cambio de conciencia “agotase en sí mismo cuando se confronta con una represión policial cada vez más violenta”. Como el movimiento no pretende (felizmente, para Castells) responder con fuerza bruta, es necesario inventar algo nuevo.
El Partido del Futuro es una especie de esbozo en construcción, reconoce el autor. El tendrá registro legal pero no disputará elecciones ni, por tanto, constituirá una bancada. Su programa tiene un único fin: “democracia y punto”. Ella materialízase, en especial, en la propuesta de substituir la representación partidaria por consultas directas a los ciudadanos, potencializadas por internet: plebiscitos electrónicos y elaboración colaborativa de leyes (a la moda de la Wikipedia), por ejemplo.
Como alcanzar tal transformación? Castells adelanta una hipótesis remota. Si, en un momento dado, la gran mayoría de los electores estuviera dispuesta a “votar contra todos los políticos al mismo tiempo”, el Partido del Futuro pudiera facilitar “una ocupación legal del Parlamento y el desmantelamiento del sistema tradicional de representación, dentro de él mismo”.
Será razonable esperar por esta hipótesis extrema? Cómo presionar a las instituciones, hasta entonces? Esta parece ser la preocupación central de Thomas Frank, y el núcleo de su crítica al Occupy. Al contrario de lo que recomendó Slavoy Zizek a los acampados en el Zucotti Park, ellos se estarían “apasionando por sí mismos”, dice Frank. Extasiáronse con las innovaciones formales que produjeron— la construcción de comunidades en los espacios públicos ocupados, la horizontalidad radical que los llevó a jamás escoger porta-voces, las cocinas colectivas, la tarea de limpieza compartida entre todos.
Frank no desprecia estas conquistas. Reconoce que “construir una cultura de lucha democrática es muy útil para los ambientes militantes”. Pero, objeta: se trata “apenas de un punto de partida”. Occupy se negó a ir más allá. Significaría formular reivindicaciones concretas, que pusieran en jaque al “1%”. Dialogar con el conjunto de la sociedad en términos que permitan la construcción de propuestas comunes. Colocar en la agenda temas como los empréstitos bancarios usureros que arruinaron a millones de familias; la salvación de los bancos con recursos públicos; la transferencia de riquezas para los más ricos, por medio de excepciones de impuestos y bonos astronómicos.
Por detrás de este “grave error táctico” estarían la soberbia y una crítica al Estado tan extrema y sin mediaciones que tendría hecho el movimiento parecerse, en algunos aspectos, al discurso de la derecha ultra-liberal. A partir de cierto punto, dice Frank, cualquier intención de presentar un programa pasó a ser vista por el Occupy como “un fetiche concebido para mantener el pueblo en la alienación y en el servilismo”. En consecuencia, “un movimiento de protesta que no formula ninguna exigencia” seria, en la opinión de sus animadores, “la última obra prima de la virtud democrática”…
Este narcisismo tendría llevado los acampados a cerrarse en un discurso cada vez más académico (Frank cita innúmeros ejemplos, a partir de la literatura producida por el movimiento), hermético y… terrible, lo mismo desde el punto de vista estético. La advertencia formulada por Zizek hubiera sido vana. “Los carnavales son fáciles. Lo que cuenta es el día siguiente, cuando necesitamos retomar nuestra vida normal. Es cuando nos preguntamos: ‘alguna cosa cambió’?”
Es probable que la crítica de Frank sea precipitada. Un movimiento que cuestiona tan profundamente las estructuras de poder (y lo hace con un apoyo inicial macizo), como el Occupy, no puede ser evaluado en plazo tan corto. De cualquier forma, lo que tanto su texto cuanto el de Castells ponen en relieve es la necesidad de debatir más profundamente, en el interior de la nueva cultura política, el papel del Estado; las estrategias y tácticas necesarias para superar, además de las estructuras de poder ultra-jerarquizadas, la dominación de clase.
Esta cuestión precisa liberarse, en las condiciones enteramente nuevas de las sociedades post-industriales, de los dos paradigmas que la conformaron, en los siglos 19 y 20: la visión marxista y la anarquista. El poder de Estado no es la llave para las transformaciones sociales, al contrario de lo que pensaban los que juzgaron construir el “socialismo real”. El está tan marcado por relaciones de autoridad y jerarquía que creer en su “conquista” equivale a asumir estas relaciones desiguales. La construcción de nuevas lógicas y relaciones sociales exige, al contrario, des-jerarquizar y horizontalizar desde ya, incorporando una pitada de ghandianismo (de Ghandi) a las tradiciones revolucionarias anteriores: “sea el cambio que usted quiera”.
Pero el Estado, tal vez la institución más contradictoria de nuestra época, no es apenas una máquina de opresión. Es, también, el espacio en que se efectivan los derechos. Reducción de la jornada de trabajo; prohibición de la deforestación; punición de las prácticas homofóbicas; garantía de una renta ciudadana; protección de los derechos de los inmigrantes; promoción de la economía solidaria — donde estas y tantas otras aspiraciones se pudieran realizar, en un tiempo en que las sociedades todavía son marcadas por conflictos?
Menos vistosos, en cuanto a su capacidad de movilización de multitudes, tal vez algunos movimientos que actúan en el Sur del planeta tengan encontrado soluciones avanzadas para tales problemas. Ellos hablan, por ejemplo, en hackear o Estado. Es un término provisorio, pero certero. Significa ir más allá de la idea ingenua de la “conquista”; comprender que la máquina estatal es, por su naturaleza, opuesta a la idea de una sociedad solidaria y radicalmente democrática.
Pero, implica, al mismo tiempo, tener conciencia de que será necesario construir una transición. Nuevas lógicas y mecanismos de articulación de la vida social requieren ser imaginados y puestos en práctica desde ya. La revolución no es la conquista del poder, pero un conjunto vasto de transformaciones político-culturales, que ocurren en tiempos distintos y siguen la dinámica profunda de los cambios de mentalidad.
Pero, tales transformaciones convivirán, por algún tiempo, con el viejo orden. Y serán más rápidas y efectivas si fuera posible “inventar, en el centro del propio engranaje, las contra-muelles que resisten”. Por eso, es importante combatir la rutina del poder de Estado y, al mismo tiempo, neutralizarla; impedir que destruya buenas simientes de futuro; si posible, hacer con que ruede al contrario…
Es un debate de gran relevancia y profundidad. Queremos hacerlo juntos. Las lecturas de Castells y Frank son un óptimo incentivo.
https://www.alainet.org/es/articulo/164163
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