Para entender de qué estamos hablando
A lo largo del siglo XX, millones de mujeres abrieron espacios, crearon oportunidades y participaron en los más diversos ámbitos de la sociedad, la cultura y la política. Mujeres de distintos países dieron vida a la cultura feminista al denunciar la opresión de género y crear una conciencia crítica sobre la condición de las mujeres, así como normas y prácticas sociales modernas y democráticas. Nombraron y definieron la discriminación, la marginación, la explotación y la enajenación genéricas, enfrentaron la falsa creencia sobre la inevitabilidad de la violencia, la sacaron del encierro y el silencio, del tabú y la complicidad.
La violencia basada en género ya es reconocida como un atentado a los derechos humanos de las mujeres y uno de los más graves problemas sociales y de urgente atención. Se sabe que no es natural: la violencia se incuba en la sociedad y en el estado debido a la inequidad genérica construida por el patriarcado. Es un mecanismo político cuyo fin es mantener a las mujeres en desventaja y desigualdad en el mundo y en las relaciones con los hombres, permite excluir a las mujeres del acceso a bienes, recursos y oportunidades, contribuye a desvalorizar, denigrar y amedrentar a las mujeres y reproduce el dominio patriarcal. La violencia de género contra las mujeres y entre los hombres recrea la supremacía de género de los hombres sobre las mujeres y les da poderes extraordinarios en la sociedad.
Desde la perspectiva feminista se coloca la violencia de género como un problema político en el mundo. A través de investigaciones científicas, se diferencia las formas de violencia, se erradica conceptos misóginos no científicos como el de “crimen pasional” y se define jurídicamente la violencia sexual, la violación, el estupro, el incesto, el acoso, la violencia conyugal y familiar, la callejera, y otras formas de violencia de género: laboral, patrimonial, psicológica, intelectual, simbólica, lingüística, económica, jurídica y política.
La “Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer” (Belem do Pará), señala la siguiente definición:
Artículo 2. Se entenderá que violencia contra la mujer incluye la violencia física, sexual y psicológica: a) que tenga lugar dentro de la familia o unidad doméstica o en cualquier otra relación interpersonal, ya sea que el agresor comparta o haya compartido el mismo domicilio que la mujer, y que comprende, entre otros, violación, maltrato y abuso sexual; b) que tenga lugar en la comunidad y sea perpetrada por cualquier persona y que comprende, entre otros, violación, abuso sexual, tortura, trata de personas, prostitución forzada, secuestro y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como en instituciones educativas, establecimientos de salud o cualquier otro lugar, y c) que sea perpetrada o tolerada por el Estado o sus agentes, dondequiera que ocurra.
Mientras que la “Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer” de las Naciones Unidas establece:
Artículo 1. A los efectos de la presente Declaración, por “violencia contra la mujer” se entiende todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o sicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada.
Artículo 2. Se entenderá que la violencia contra la mujer abarca los siguientes actos, aunque sin limitarse a ellos: a) La violencia física, sexual y sicológica que se produzca en la familia, incluidos los malos tratos, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la violencia relacionada con la dote, la violación por el marido, la mutilación genital femenina y otras prácticas tradicionales nocivas para la mujer, los actos de violencia perpetrados por otros miembros de la familia y la violencia relacionada con la explotación; b) La violencia física, sexual y sicológica perpetrada dentro de la comunidad en general, inclusive la violación, el abuso sexual, el acoso y la intimidación sexuales en el trabajo, en instituciones educacionales y en otros lugares, la trata de mujeres y la prostitución forzada; c) La violencia física, sexual y sicológica perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra.
Entre todas las formas de violencia hacia las mujeres, la más terrible, la más definitiva e irreparable es la provocación de la muerte que se ha hecho tan frecuente en nuestros días al punto de merecer una categoría particular: la de feminicidio o femicidio. Este concepto, que aún está en proceso de construcción, pretende ser llevado a categoría jurídica para caracterizar un tipo particular de muertes violentas intencionales de mujeres, relacionadas con la violencia sexista.
“El concepto feminicidio se ha construido para nombrar correctamente la especificidad de un crimen. Es parte de un contexto de discriminación contra la mujer porque –como afirma la CEDAW– ocurre cuando el agresor intenta menoscabar los derechos y las libertades de la mujer, atacándola en el momento en que pierde la sensación de dominio sobre ella” [1]
Por feminicidio también se entiende
“Asesinato misógino de mujeres por ser mujeres. Indica el carácter social y generalizado de la violencia basada en la inequidad de género… Constituye la forma más extrema de la violencia basada en género, entendida ésta como la violencia de hombres contra mujeres como una forma de poder, dominación o control. Incluye los asesinatos de mujeres ocurridos en espacios públicos y privados, lo que significa que las mujeres ya tienen una historia de reiterada violencia y exclusión social, económica y política basada en género”[2] .
Datos que acalambran el alma
En Bolivia –y creo que tampoco en el resto del mundo– no existe información estadística confiable que permita conocer la magnitud que alcanza el feminicidio, los datos están dispersos entre la policía, la fiscalía, los juzgados. En La Paz, gracias al trabajo del CIDEM, que ha establecido el “Observatorio Manuela” sobre feminicidio, podemos tener alguna aproximación que, no obstante, deja por fuera lo que no aparece en los medios de comunicación, porque su trabajo consiste básicamente en escudriñar cotidianamente la prensa para dar cuenta de los mismos.
Una última publicación de esta entidad, fechada el 10 de diciembre del presente año[3] señala que “sólo entre enero y octubre de este año se registraron 71 casos” (entiendo, en el ámbito nacional). Mientras que “entre el año 2009 y el mes de octubre de 2012, en el país se registraron 354 casos de feminicidio, de los cuales la gran mayoría no llegó a una sentencia condenatoria, o simplemente el delito fue tipificado como homicidio por emoción violenta, de modo que el agresor se benefició con la reducción de su pena a dos años de prisión”.
De los 354 casos, “50,85% corresponde al asesinato de tipo conyugal o íntimo, donde el autor del hecho es el esposo o conviviente; el 22,88% de tipo sexual, donde el asesinato se produce tras la violación; el 18,93% al infantil, donde la víctima es niña o adolescente; el 4,24% es de tipo familiar, donde la víctima muere en manos de algún pariente”.
Por lo tanto, no estamos hablando de “casos aislados” sino de un fenómeno que alcanza proporciones horrorosas, irremediables y extensivas a las familias de las víctimas, en primer lugar, y a la sociedad en su conjunto, porque cada feminicidio golpea con toda su crueldad al entorno donde sucede y a cada persona capaz de sentir en carne propia semejante atrocidad.
Sarah Hochsttäter y Denise Lemaitre
Sucedió el día viernes 26 de octubre de 2012 en la ciudad de Sucre. Sarah Hochsttäter, una hermosa joven de 24 años, con 13 semanas de gestación, encontró la muerte en manos de Andrés Abastoflor, su compañero y padre de la criatura. Los pormenores del caso, revelados por la fiscalía el día 31 de octubre, en la audiencia de medidas cautelares del imputado, no dejan la menor duda de su culpabilidad[4].
Cuando este hombre cometió el horrendo crimen de acuchillar, quemar con colillas de cigarrillos y finalmente asfixiar a Sarah, pese a sus antecedentes de adicción a sustancias psicotrópicas, al parecer no se encontraba en estado tan “inconveniente” como para no tener conciencia de sus actos, puesto que se dio a la tarea de intentar limpiar los rastros de su crimen e incluso modificar la escena del mismo, hecho que fue comprobado por la fiscalía.
No voy a entrar a relatar mayores pormenores de este crimen, asunto que deben esclarecer las autoridades competentes a través de una minuciosa y profunda investigación que lleve al fondo de los hechos sucedidos ese fatídico día de octubre. Desde mi lugar, sólo intento entender qué pudo llevar a este hombre a acabar con la vida de esta hermosa muchacha y confieso que no lo logro, es mayor el horror que siento que todo el marco teórico que manejo, no sólo en este caso sino cada vez que me entero de un hecho semejante.
Sin dejar de poner por delante el principio de que” toda persona es inocente hasta que no se demuestre su culpabilidad”, lo que advierto en este caso en particular es el mayor riesgo de impunidad del feminicida, tratándose de un joven de “buena familia”, tan “buena” que al parecer colaboró con él en el intento de esconder su crimen, tan “buena” que –según denuncias de familiares de la víctima– lo tiene mimado en la cárcel de San Roque de la capital, proporcionándole todos los medios para su “mayor comodidad”, tan “buena” que ya puso a rodar la maquinaria de sus influencias y recursos para impedir que el benjamín termine donde debería terminar cualquier tipo que comete semejante crimen: procesado y condenado, como un reo común sin privilegios de naturaleza alguna.
Como casi siempre, el caso no merece hasta hoy el repudio de la sociedad en su conjunto, son los familiares de la víctima y unas pocas “locas feministas” las que se dan a la tarea de denunciar y mantener a la vista del público el hecho para impedir que termine enterrado en los vericuetos de la engorrosa “justicia” que tan pocas veces demuestra su capacidad de hacer precisamente eso: justicia.
Y para demostrar que no hago un gratuito juicio de valor, por la similitud del caso, traigo a la memoria a Denise Lemaitre, otra hermosa mujer que en la ciudad de La Paz, el 3 de abril de 2003, fue literalmente empujada desde la ventana de un treceavo piso por su enamorado, Herbert Vaca Diez Solís, para hallar la muerte en el mezzanine del edificio[5]. Hasta donde se sabe, gracias a las influencias de su tío, el extinto expresidente del Congreso Nacional, Hormando Vaca Diez, y a las argucias de sus abogados bien pagados, este individuo quedó exonerado de culpa por “errores procedimentales” y hoy goza de toda libertad.
Ambos “chicos de buenas familias” tienen algo que les asemeja: la protección de sus influyentes familias para impedir que se haga justicia con las víctimas. Esto es algo que provoca mi más profunda rebeldía y condena, sobre todo hacia esta sociedad que es incapaz de enfrentarlas para colocarlas donde se merecen y hacia un sistema de “justicia” tan incapaz, inoperante y corrupto que es capaz de dejarse manipular por la misma para que esos “chicos” queden en la impunidad.
¿Alcanzar justicia?
El feminicidio se da en todos los estratos de la sociedad, sin excepción alguna; pero, dependiendo del estrato al que pertenecen la víctima y el agresor, suelen tener diferentes “tratamientos”, lo que pone en entredicho el principio de “igualdad ante la ley” de ciudadanas y ciudadanos, no sólo en Bolivia, sino en diversas partes del mundo.
En mucho, es el dinero con que cuenten las familias de unas y otros lo que determinará el mayor o menor acceso a la justicia porque la justicia no es gratuita para nadie. Por una parte, los honorarios profesionales de abogados/as defensores/as se pueden llevar los ahorros de toda una vida de las familias involucradas sin garantía alguna para las víctimas, fundamentalmente, ya que ni bien se inicia un juicio comienza la carrera de chequeras, quien “da más” tendrá mejores oportunidades de que el juicio resulte a su favor, sea por la capacidad de defensores/as que ponen su precio a su fama, frente a otros menos capaces y que cuestan menos, sea por la mayor o menor capacidad económica para “aceitear” la maquinaria de la “justicia”, donde –por otra parte– no se mueve un triste memorial del escritorio de la derecha al de la izquierda sin que medie un “reconocimiento” al/a funcionario/a de turno.
En esas condiciones ¿es posible alcanzar justicia? Francamente, lo dudo. Sin embargo y pese a todo, creo que es deber ciudadano de toda persona con un mínimo de conciencia reclamarla por todos los medios a su alcance.
Tomo partido por las víctimas de feminicidio sin importar de quien se trate y hoy tomo partido por Sarah sin poner el más mínimo resquemor en ello. Lo tomo desde mi lugar de feminista, de mujer, de ciudadana y convoco a la gente a “tomar partido” por ella y por todas las mujeres asesinadas en manos de esposos, concubinos, parejas eventuales o exparejas, quienes suelen llegar a ese extremo como producto de largas historias de aprendizaje y aplicación de la violencia en contra de las mujeres, violencia “naturalizada” por esta sociedad patriarcal que todo lo justifica a fin de mantenernos sumisas, sojuzgadas, ignorantes e indefensas.
Hago eco de las consignas que enarbolan las feministas de todas partes y las familias enlutadas por estos horrendos e irreparables crímenes:
¡NI UNA MÁS, MUERTAS NUNCA MÁS!
¡JUSTICIA PARA TODAS LAS VÍCTIMAS DE FEMINICIDIO!
La Paz, 14 de diciembre de 2012
[1] Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán (2005)
La violencia contra la mujer: Feminicidio en el Perú Lima, CMP Flora Tristán/ Amnistía Internacional, Sección Perú. (pág. 14 y pág. 33).
[2] ROMERO, Ángeles; ESQUIVEL, Carlos Antonio; BASTIDA, Laura Isabel. La construcción del concepto de feminicidio. Casos de homicidios dolorosos en contra de mujeres en el Estado de México. En: www.slideshare.net