La crisis que viven la Iglesia y el mundo nos coloca a los cristianos de cara a un problema que Dietrich Bonhoeffer –el teólogo luterano encarcelado y ejecutado durante el nazismo por su participación en el complot que intentó asesinar a Hitler– planteó en las cartas que desde la prisión de Tegel escribió a su amigo y discípulo Eberhard Bethege(1): es necesario un cristianismo sin religión. La afirmación no es una mera ocurrencia; es el resultado de mirar la experiencia de la fe más allá o más acá del marco religioso en el que hasta ahora ha vivido. Expliquémoslo.
Hasta recientes fechas, la Iglesia, a lo largo de su existencia como institución, ha intentado salvaguardar una interpretación del cristianismo desde una perspectiva religiosa: como moral y poder de la presencia de Dios. Sin embargo, la mayoría de los seres humanos que, para decirlo con Bonhoeffer, “han llegado a su mayoría de edad” –es decir, a ya no necesitar, a causa de sus desarrollos tecnológicos y de la independencia de la moral del marco religioso, de la hipótesis de Dios para vivir y estar en el mundo–, la miran desde hace tiempo, quizás desde la Ilustración, como una realidad obsoleta. Hoy en día, esa obsolescencia de la Iglesia como cosa religiosa se ha vuelto casi absoluta; primero, por su recurso al poder y al dinero –una práctica completamente antievangélica–; segundo, por la puesta al desnudo del encubrimiento de prácticas inmorales y criminales en su interior –prácticas que cualquier moral condena–, y, tercero, por haber hecho de la intramundanidad de Cristo, es decir, de su estar en el mundo de los hombres, una realidad ajena a ellos, omnipotente, grandiosa, metafísica, incorruptible y moral que segrega a los que no están a su altura y que la propia Iglesia, que se dice su cuerpo, ha negado con sus encubrimientos. Vivimos, por lo tanto, un mundo del que Dios, como cosa religiosa, ha sido totalmente desalojado, incluso de la Iglesia.
El origen de esta realidad se encuentra en el momento en que la Iglesia se volvió poder y dejó de tener como punto de referencia la intramundanidad de Cristo –al Dios que se hace carne, humanidad, debilidad pura, que vive en y con los hombres, independientemente de sus religiosidades, y que muere en los límites de su humanidad aplastado por los poderes del mundo, que son siempre formas de lo religioso, aunque no hablen de Dios–, para referirse sólo a sí misma, a su interpretación religiosa de un Cristo omnipotente y todopoderoso, y a su poder para custodiarla. Con ello, la novedad que Jesús trajo al mundo: la debilidad y la pobreza de Dios, se malversó, y el cristianismo se convirtió en una variante más de las interpretaciones religiosas que miran siempre a Dios como poder, y a sus custodios, en este caso la Iglesia en tanto institución, como depositarios de ese poder que debe imponer la verdad.
En este sentido, la Iglesia como realidad religiosa ha dejado de importar; es más, se ha vuelto, como cualquier poder, una evidencia escandalosa de la que los seres humanos –es lo que dice la crítica que se ha abalanzado sobre ella– debemos prescindir de una vez por todas. Por ello, afirma Bonhoeffer, “nuestra Iglesia, que durante años ha luchado por su propia subsistencia, como si ella fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora como portadora de la Palabra (del Verbo hecho carne) que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo”. Por ello también “cada intento (como el que ahora está haciendo Benedicto XVI) de dotarla (…) de un poder organizador acrecentado no logrará sino demorar su conversión y purificación”.
¿Quiere decir esto que la Iglesia debe desaparecer? No. Quiere decir que debe desaparecer como cosa religiosa y social para asumir la experiencia intramundana de Cristo. Quiere decir que las nociones que están en el centro de su fe: reconciliación, redención, renacimiento, amor, encarnación, crucifixión, resurrección, deben vivirse y expresarse dentro del mundo con un lenguaje nuevo, quizás totalmente arreligioso, pero tan liberador, redentor como el de Cristo. Quiere decir que debe expresarse y vivirse como renuncia al poder, al dinero, como crítica a la hybris –a las desmesuras de lo humano– y como pobreza abierta a todos y llena de sentido común.
Mientras la Iglesia y los cristianos que la habitamos no caminemos hacia allá; mientras no volvamos a vivir a Cristo como debilidad; mientras no comprendamos que tenemos que vivir con un Dios impotente y débil que, clavado en la cruz, acoge todo y permite que lo echen del mundo; mientras no asumamos que sólo así Dios está con nosotros y nos ayuda; mientras no sepamos que, como Jesús, debemos vivir “mundanamente”, es decir, “libres –dice Bonhoeffer– de todas las falsas vinculaciones e inhibiciones religiosas”, y nos neguemos a aceptar que ser cristiano no significa ser religioso de cierta manera –convertirse en una clase determinada de hombres y mujeres por un método determinado y aparentar que se es eso–, sino ser simplemente hombres y mujeres; mientras no comprendamos que no es el acto religioso el que nos convierte en cristianos, sino nuestra participación en la debilidad y el sufrimiento de Dios en la vida del mundo, la Iglesia se precipitará día con día a su ruina.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca. l