Cultura, discurso e ideología
02/12/2011
- Opinión
¿Está la ideología determinada por la cultura? ¿Es, acaso, a la inversa y, definitivamente, media lo ideológico en lo cultural? A estas preguntas se ha respondido de modo diferente a lo largo de la historia del pensamiento, básicamente desde dos puntos de vista diametralmente opuestos, de los cuales penden las diversas variables de acepción. Primero, una mirada centrada en el sujeto que hace de la idea un elemento centrífugo de creación social y, por consiguiente, de cultura. Segundo, una postura que marca las relaciones sociales en su contexto material como elemento que nutre a un individuo centrípeto. Una y otra vertiente se han desarrollado, tanto sobre la base de sus propios descubrimientos, como a partir de las argumentaciones contrarias recibidas. Y lo mismo explorando el centro de su punto de vista, que el de aquel que lo ha negado.
Y, dada la vasta experiencia humana del conocimiento, ¿son ya compatibles? Si se atiende a su esencia, al papel del sujeto y la existencia material, son aún tan irreconciliables como en sus primeras manifestaciones.
Y, dado que cada una construye sus categorías desde su propio punto de partida y se realizan así de modo coherente, ¿son autosuficientes? Ninguna subsiste sin un ejercicio de objeción sistemática ni sin un mecanismo de autoafirmación lógica.
¿Estamos, entonces, ante el relativismo del Discurso y podemos abrirnos a disímiles estancos culturales? Lo estamos; podemos, pero hacerlo no implica resolver el problema de las contradicciones esenciales. Tal mecanismo apenas reedita el diálogo de sordos; apenas cede ante los determinismos ideológicos.
Michel Foucault considera que las relaciones de poder, y de dominio, no se encuentran solo en la institucionalidad represiva, como las leyes, el ejército o los mecanismos de Estado, sino que se hallan presentes en todos los ámbitos de las relaciones sociales. Hay una discursividad social que las propone y les permite mediar entre los ciudadanos como prácticas institucionalizadas que, al renovarse, arrastran y reacomodan esas relaciones de poder y dominio relativo. Basado en ello, sustituye el concepto de ideología por el de discurso, que comprende como más abarcador y menos en riesgo de contaminarse con puntos de vista que absoluticen la perspectiva del yo por sobre la perspectiva del otro.
Para estos casos, Terry Eagleton recomienda examinar el enunciado fuera de su contexto discursivo, para determinar su implicación ideológica. Así, según él, «la ideología es una función de la relación de una manifestación con su contexto social».1 Por tanto, en toda ideología se manifiesta:
una visión del mundo y de la sociedad inmediata,
un modelo del mundo y de sociedad perspectiva, y
una práctica concreta de la realidad vivida y como tal percibida.
La ideología es, por consiguiente, un sistema normativo de expresión de la conciencia individual en relación con la conciencia social. Tal vez por ello resulta tan difícil conceptualizar, en forma de un modelo operativo común, qué es la ideología. Y determinar incluso qué espacios verdaderos ocupa lo ideológico en la expresión cultural, pues, aunque sus bases subsistan de manera inmanente, es en el discurso donde se hacen pertinentes.
Glosando a John Elster, Eagleton indica que las ideologías dominantes deben implicarse significativamente con las necesidades y deseos que la gente ya tiene, captando esperanzas y necesidades genuinas, modulando estas en su propia jerga particular y realimentando con ellas a sus súbditos de una manera que vuelva a estas ideologías plausibles y atractivas. Deben ser bastante «reales» para proporcionar la base sobre la que las personas puedan forjar una identidad coherente, deben proporcionar motivaciones sólidas para una acción efectiva y deben intentar explicar someramente sus propias contradicciones e incoherencias más flagrantes.2
Todo un programa práctico, basado en el cual, la ideología de la clase dominante debe realizarse sobre la realidad concreta, sobre una práctica social que, en la mayoría de los casos, no considera esencial ese programa. De ahí la necesaria transversalidad de los constructos ideológicos y, por consiguiente, la imprescindible movilidad del discurso, no solo en los ámbitos de lo simbólico y las comunicaciones, sino, y a un mismo tiempo, en las relaciones productivas. Por ello, Terry Eagleton advierte que «algo de lo que llamamos discurso ideológico es verdadero en un nivel pero no en otro: verdadero en su contenido empírico pero engañoso en su fuerza, o verdadero en su significado externo pero falso en las suposiciones que subyacen. Y en esta medida, la tesis “de la falsa conciencia” no resulta necesariamente afectada por el reconocimiento de que no todo lenguaje ideológico caracteriza al mundo de forma errónea».3 Y añade que «la ideología no está inherentemente constituida por la distorsión, especialmente si adoptamos la noción más amplia de ideología que denota cualquier síntesis nuclear entre discurso y poder»,4 para concluir relacionando seis maneras diferentes de definir la ideología:
Proceso material general de producción de ideas, creencias y valores en la vida social. Se halla relacionado al concepto de cultura. Subraya la determinación social del pensamiento y corrige los preceptos idealistas.
Ideas y creencias (tanto verdaderas como falsas) que simbolizan las condiciones y experiencias de vida de un grupo o clase concreto, socialmente significativo. La ideología se asocia, en este caso, a la cosmovisión.
Promoción y legitimación de los intereses de grupos sociales con objetivos opuestos. Se relaciona con la propaganda y el proselitismo político y con el ejercicio de la democracia.
Promoción y legitimación de intereses sectoriales, limitados a las actividades de un poder social dominante. Se relaciona con la naturalización de las condiciones sociales y sus diferencias.
Ideas y creencias que contribuyen a legitimar los intereses de un grupo o clase dominante, específicamente mediante distorsión y disimulo. Se relaciona con los ejercicios de dominación social.
Creencias falsas o engañosas que derivan de la estructura material del conjunto de la sociedad antes que de los intereses de una clase dominante. El término «ideología» sigue siendo peyorativo, pero se evita su presentación como si fuese un origen de clase.5
Como puede apreciarse, a partir de la tercera variante hallamos solo modificaciones de las dos primeras. La definición busca incluir aquello que la alteridad ha cuestionado, para reconsiderarlo según su propia perspectiva. Su inclinación ideológica se define en los modos de discurso, tanto en el ámbito de la enunciación comunicativa directa, como en el marco de las relaciones productivas.
El propio Eagleton utiliza el ejemplo de una persona que toma un pepino con el objetivo de hablar por teléfono. Si lo hace una vez y descuidadamente, dice, se trata de un error; en cambio, si lo vemos hacerlo sistemáticamente, añade, pensaríamos otra cosa. Esa «otra cosa» puede ser, por ejemplo, que está loco, si observamos que en efecto se siente convencido de su conversación; que es un bromista, si representa de momento para un auditorio puntual; o que es un actor que asume determinada concepción de puesta en escena, si se trata de alguien que lo hace en una sala de teatro. En cualquiera de las variantes, el pepino no es realmente un teléfono y, al mismo tiempo, en todas ellas significa al teléfono y su uso. De hecho, se usa universalmente el gesto de cerrar el puño en los dedos índice, del medio y anular, y extender meñique y pulgar, para expresar —representar— la idea de llamada. O sea, se coloca, sobre una circunstancia discursiva, una construcción significante cuyo enunciado es falso, erróneo, como objeto en sí, pero cierto en el ámbito de la significación, al menos en el acto de significar una acción determinada.
Lo curioso es que también una persona con facultades mentales atrofiadas puede usar un teléfono real, aunque sin conexión, para establecer su ¿falsa? charla. Y así mismo puede hacerlo el actor, y el bromista. La circunstancia discursiva va a definir el nivel de significación de ese objeto, que solo representa el mecanismo tecnológico, con toda su vasta historia, que lo convierte en una utilidad social. El acto de usar un pepino como representación figurativa del teléfono puede, sin embargo, adquirir implicaciones ideológicas diversas, de acuerdo con el contexto en que su función significante sea codificada. Culturalmente, puede presentarse a un representante de procesos civilizatorios no occidentales como usuario «ingenuo», o «atrasado», del pepino como teléfono, con lo cual estaríamos expresando un contenido ideológico discriminatorio, cultural y racialmente.
Si, por otra parte, la circunstancia de enunciación se encuentra codificada por un contexto de carencias, en contraste con el desarrollo industrial, usar al pepino como un teléfono crea un significado satírico que puede estar impregnado de una toma de partido abiertamente ideológico. No es «real» el uso del pepino en tal función, pero la figuración en el contexto discursivo lo realiza como equivalente.
Sea cual sea el uso que se haga de los elementos, la ideología se hará presente, de modo transversal, en el discurso que ponga a funcionar los signos. La articulación de la función significante pasa, imprescindiblemente, por una discursividad cuya codificación se determina en el ámbito de la cultura y se define en las propias circunstancias de recepción del enunciado.
Lo que Marx llamaba falsa conciencia ideológica responde a la construcción legitimadora de un sistema de relaciones sociales dominante que niega desiderativamente la naturaleza predadora de sus mecanismos de control. Al presentar al mercado como un regulador social natural, la ideología del capitalismo oculta, y falsea, la conciencia que permite comprender las condiciones de un sistema de relaciones sociales que sea capaz de elevarse sobre ese conjunto de limitaciones. Y al pretender que el capitalismo tardío sustituye «lo ideológico» con «lo tecnocrático», como lo plantea Habermas, se recupera ese falso estatuto de la conciencia ideológica, para corresponder con la legitimación «negativa» de la expansión monopolista. Estos son elementos que la sociedad global del siglo XXI ha acentuado, contrario a lo que predicaban como pronóstico las teorías de la posmodernidad y, sobre todo, las del fin de las ideologías.
Se trata, sin embargo, de modos discursivos que pueden reproducirse en la conciencia colectiva gracias al grado de desarrollo que la cultura ha alcanzado en relación con la tecnología. La imbricación del consumo en la práctica utilitaria del ciudadano hace que los mecanismos de control del sistema sean percibidos como estatutos pragmáticos de comportamiento, como procedimientos carentes de implicaciones ideológicas que simplemente acompañan al individuo en su devenir cotidiano.
Notas:
1- Terry Eagleton: Ideología. Una introducción (trad.: Jorge Vigil Rubio), Paidós, Barcelona, 1997, p. 29.
2- Ídem., pp. 35-36.
3- Ídem., p. 38.
4- Ídem., pp. 51-52.
Y, dada la vasta experiencia humana del conocimiento, ¿son ya compatibles? Si se atiende a su esencia, al papel del sujeto y la existencia material, son aún tan irreconciliables como en sus primeras manifestaciones.
Y, dado que cada una construye sus categorías desde su propio punto de partida y se realizan así de modo coherente, ¿son autosuficientes? Ninguna subsiste sin un ejercicio de objeción sistemática ni sin un mecanismo de autoafirmación lógica.
¿Estamos, entonces, ante el relativismo del Discurso y podemos abrirnos a disímiles estancos culturales? Lo estamos; podemos, pero hacerlo no implica resolver el problema de las contradicciones esenciales. Tal mecanismo apenas reedita el diálogo de sordos; apenas cede ante los determinismos ideológicos.
Michel Foucault considera que las relaciones de poder, y de dominio, no se encuentran solo en la institucionalidad represiva, como las leyes, el ejército o los mecanismos de Estado, sino que se hallan presentes en todos los ámbitos de las relaciones sociales. Hay una discursividad social que las propone y les permite mediar entre los ciudadanos como prácticas institucionalizadas que, al renovarse, arrastran y reacomodan esas relaciones de poder y dominio relativo. Basado en ello, sustituye el concepto de ideología por el de discurso, que comprende como más abarcador y menos en riesgo de contaminarse con puntos de vista que absoluticen la perspectiva del yo por sobre la perspectiva del otro.
Para estos casos, Terry Eagleton recomienda examinar el enunciado fuera de su contexto discursivo, para determinar su implicación ideológica. Así, según él, «la ideología es una función de la relación de una manifestación con su contexto social».1 Por tanto, en toda ideología se manifiesta:
una visión del mundo y de la sociedad inmediata,
un modelo del mundo y de sociedad perspectiva, y
una práctica concreta de la realidad vivida y como tal percibida.
La ideología es, por consiguiente, un sistema normativo de expresión de la conciencia individual en relación con la conciencia social. Tal vez por ello resulta tan difícil conceptualizar, en forma de un modelo operativo común, qué es la ideología. Y determinar incluso qué espacios verdaderos ocupa lo ideológico en la expresión cultural, pues, aunque sus bases subsistan de manera inmanente, es en el discurso donde se hacen pertinentes.
Glosando a John Elster, Eagleton indica que las ideologías dominantes deben implicarse significativamente con las necesidades y deseos que la gente ya tiene, captando esperanzas y necesidades genuinas, modulando estas en su propia jerga particular y realimentando con ellas a sus súbditos de una manera que vuelva a estas ideologías plausibles y atractivas. Deben ser bastante «reales» para proporcionar la base sobre la que las personas puedan forjar una identidad coherente, deben proporcionar motivaciones sólidas para una acción efectiva y deben intentar explicar someramente sus propias contradicciones e incoherencias más flagrantes.2
Todo un programa práctico, basado en el cual, la ideología de la clase dominante debe realizarse sobre la realidad concreta, sobre una práctica social que, en la mayoría de los casos, no considera esencial ese programa. De ahí la necesaria transversalidad de los constructos ideológicos y, por consiguiente, la imprescindible movilidad del discurso, no solo en los ámbitos de lo simbólico y las comunicaciones, sino, y a un mismo tiempo, en las relaciones productivas. Por ello, Terry Eagleton advierte que «algo de lo que llamamos discurso ideológico es verdadero en un nivel pero no en otro: verdadero en su contenido empírico pero engañoso en su fuerza, o verdadero en su significado externo pero falso en las suposiciones que subyacen. Y en esta medida, la tesis “de la falsa conciencia” no resulta necesariamente afectada por el reconocimiento de que no todo lenguaje ideológico caracteriza al mundo de forma errónea».3 Y añade que «la ideología no está inherentemente constituida por la distorsión, especialmente si adoptamos la noción más amplia de ideología que denota cualquier síntesis nuclear entre discurso y poder»,4 para concluir relacionando seis maneras diferentes de definir la ideología:
Proceso material general de producción de ideas, creencias y valores en la vida social. Se halla relacionado al concepto de cultura. Subraya la determinación social del pensamiento y corrige los preceptos idealistas.
Ideas y creencias (tanto verdaderas como falsas) que simbolizan las condiciones y experiencias de vida de un grupo o clase concreto, socialmente significativo. La ideología se asocia, en este caso, a la cosmovisión.
Promoción y legitimación de los intereses de grupos sociales con objetivos opuestos. Se relaciona con la propaganda y el proselitismo político y con el ejercicio de la democracia.
Promoción y legitimación de intereses sectoriales, limitados a las actividades de un poder social dominante. Se relaciona con la naturalización de las condiciones sociales y sus diferencias.
Ideas y creencias que contribuyen a legitimar los intereses de un grupo o clase dominante, específicamente mediante distorsión y disimulo. Se relaciona con los ejercicios de dominación social.
Creencias falsas o engañosas que derivan de la estructura material del conjunto de la sociedad antes que de los intereses de una clase dominante. El término «ideología» sigue siendo peyorativo, pero se evita su presentación como si fuese un origen de clase.5
Como puede apreciarse, a partir de la tercera variante hallamos solo modificaciones de las dos primeras. La definición busca incluir aquello que la alteridad ha cuestionado, para reconsiderarlo según su propia perspectiva. Su inclinación ideológica se define en los modos de discurso, tanto en el ámbito de la enunciación comunicativa directa, como en el marco de las relaciones productivas.
El propio Eagleton utiliza el ejemplo de una persona que toma un pepino con el objetivo de hablar por teléfono. Si lo hace una vez y descuidadamente, dice, se trata de un error; en cambio, si lo vemos hacerlo sistemáticamente, añade, pensaríamos otra cosa. Esa «otra cosa» puede ser, por ejemplo, que está loco, si observamos que en efecto se siente convencido de su conversación; que es un bromista, si representa de momento para un auditorio puntual; o que es un actor que asume determinada concepción de puesta en escena, si se trata de alguien que lo hace en una sala de teatro. En cualquiera de las variantes, el pepino no es realmente un teléfono y, al mismo tiempo, en todas ellas significa al teléfono y su uso. De hecho, se usa universalmente el gesto de cerrar el puño en los dedos índice, del medio y anular, y extender meñique y pulgar, para expresar —representar— la idea de llamada. O sea, se coloca, sobre una circunstancia discursiva, una construcción significante cuyo enunciado es falso, erróneo, como objeto en sí, pero cierto en el ámbito de la significación, al menos en el acto de significar una acción determinada.
Lo curioso es que también una persona con facultades mentales atrofiadas puede usar un teléfono real, aunque sin conexión, para establecer su ¿falsa? charla. Y así mismo puede hacerlo el actor, y el bromista. La circunstancia discursiva va a definir el nivel de significación de ese objeto, que solo representa el mecanismo tecnológico, con toda su vasta historia, que lo convierte en una utilidad social. El acto de usar un pepino como representación figurativa del teléfono puede, sin embargo, adquirir implicaciones ideológicas diversas, de acuerdo con el contexto en que su función significante sea codificada. Culturalmente, puede presentarse a un representante de procesos civilizatorios no occidentales como usuario «ingenuo», o «atrasado», del pepino como teléfono, con lo cual estaríamos expresando un contenido ideológico discriminatorio, cultural y racialmente.
Si, por otra parte, la circunstancia de enunciación se encuentra codificada por un contexto de carencias, en contraste con el desarrollo industrial, usar al pepino como un teléfono crea un significado satírico que puede estar impregnado de una toma de partido abiertamente ideológico. No es «real» el uso del pepino en tal función, pero la figuración en el contexto discursivo lo realiza como equivalente.
Sea cual sea el uso que se haga de los elementos, la ideología se hará presente, de modo transversal, en el discurso que ponga a funcionar los signos. La articulación de la función significante pasa, imprescindiblemente, por una discursividad cuya codificación se determina en el ámbito de la cultura y se define en las propias circunstancias de recepción del enunciado.
Lo que Marx llamaba falsa conciencia ideológica responde a la construcción legitimadora de un sistema de relaciones sociales dominante que niega desiderativamente la naturaleza predadora de sus mecanismos de control. Al presentar al mercado como un regulador social natural, la ideología del capitalismo oculta, y falsea, la conciencia que permite comprender las condiciones de un sistema de relaciones sociales que sea capaz de elevarse sobre ese conjunto de limitaciones. Y al pretender que el capitalismo tardío sustituye «lo ideológico» con «lo tecnocrático», como lo plantea Habermas, se recupera ese falso estatuto de la conciencia ideológica, para corresponder con la legitimación «negativa» de la expansión monopolista. Estos son elementos que la sociedad global del siglo XXI ha acentuado, contrario a lo que predicaban como pronóstico las teorías de la posmodernidad y, sobre todo, las del fin de las ideologías.
Se trata, sin embargo, de modos discursivos que pueden reproducirse en la conciencia colectiva gracias al grado de desarrollo que la cultura ha alcanzado en relación con la tecnología. La imbricación del consumo en la práctica utilitaria del ciudadano hace que los mecanismos de control del sistema sean percibidos como estatutos pragmáticos de comportamiento, como procedimientos carentes de implicaciones ideológicas que simplemente acompañan al individuo en su devenir cotidiano.
Notas:
1- Terry Eagleton: Ideología. Una introducción (trad.: Jorge Vigil Rubio), Paidós, Barcelona, 1997, p. 29.
2- Ídem., pp. 35-36.
3- Ídem., p. 38.
4- Ídem., pp. 51-52.
5- Ídem., pp. 52-55.
https://www.alainet.org/es/articulo/154466?language=es
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