Atentados con carro-bombas en Toribío y Corinto

La complejidad del conflicto en el Cauca y la lucha por la paz

19/07/2011
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Los carro-bombas detonados por las FARC el pasado fin de semana (09.07.2011) en los cascos urbanos de los municipios de Toribío y Corinto en el departamento del Cauca – al suroccidente colombiano –, que dejan graves secuelas de destrucción y terror, muertos, heridos, damnificados por pérdida de viviendas y sentimientos de rabia y frustración, muestran el grado de degradación del conflicto armado en la región y en el país.
 
Dos regiones del Cauca se destacan entre las más afectadas por esta ola de violencia. Una es la región montañosa del nororiente que rodea el Volcán del Huila. Contempla la parte alta de los municipios de Toribío, Corinto, Jambaló, Miranda, Caloto, Santander de Quilichao, Caldono y Páez, poblada principalmente por indígenas de la etnia Nasa. Allí confluyen los departamentos del Valle, Tolima, Huila y Cauca.[1]
 
La otra es la zona que va desde la vertiente occidental de la cordillera occidental hasta la Costa Pacífica. Abarca a los municipios de El Tambo, Balboa, Argelia, Timbiquí, Guapi, López de Micay, y envuelve hacia el norte del departamento – con su ola de terror y muerte –, a municipios como Morales, Suárez y Buenos Aires.
 
Hacen presencia grupos armados vinculados a los “Rastrojos” que se disputan el territorio con la guerrilla y las avanzadas del ejército oficial. Todo gira en torno al control del activo mercado del narcotráfico, de insumos, armas, droga, impuestos a los cultivos de uso ilícito, al procesamiento y comercio del clorhidrato de cocaína y de la minería de oro, que ha tenido un auge inusitado en los últimos tiempos.  
 
No es casual que el Cauca esté en el ojo del huracán del conflicto. Convergen en esta región intereses económicos y territoriales de alto valor estratégico para capitalistas nacionales y extranjeros, conflictos sociales y culturales acumulados en el tiempo, y aspectos relacionados con la guerra que se libra entre la insurgencia armada y el Estado.
 
 
 
 

Panorama de Toribío después del atentado

 
Para entender esta situación se debe revisar la historia y evolución del conflicto en esta región de Colombia. Allí coinciden un conjunto de fenómenos sociales, económicos, políticos y culturales que deben ubicarse en contexto, identificar sus orígenes y el acontecer de una guerra que ha sido alimentada a lo largo de siglos de discriminación, despojo, exclusión, y resistencia étnica, social y cultural.
 
El nudo estratégico del Huila-Tolima-Valle-Cauca
 
No es casual que Marquetalia y Riochiquito estén ubicadas en la región. Eran 2 de las 4 denominadas “repúblicas independientes”. Fueron centros de resistencia de campesinos liberales y comunistas a finales de la Violencia de los años 50s del siglo pasado. Allí nacieron las FARC en 1963. Arturo Alape narra en su libro “Tirofijo: los sueños y las montañas”[2], cómo Pedro Antonio Marín, alias “Manuel Marulanda Vélez”, a finales de los años 70 reconstruyó la estructura de la guerrilla recorriendo a pie este inhóspito e inconquistable corredor montañoso.
 

 

 
 
 
 
 
Pero hay que mirar más atrás. Durante la guerra de “conquista” y colonización española ésta zona se convirtió en refugio de cientos de familias y tribus yalcones, “pijaos”, nasas y “paeces”, que nunca fueron derrotadas. Sólo hasta 1911 el Estado colombiano – valiéndose de la prefectura de la Iglesia– pudo penetrar en áreas pobladas por comunidades indígenas nasas que eran calificadas como salvajes y rebeldes por defender su independencia y autonomía. Sin embargo, gran parte de ésta región –al igual que muchas otras del país– son verdaderas fronteras internas en las que el Estado apenas tiene un control esporádico y temporal cuando así lo requieren las circunstancias.

Además, en 1947 – cuando la “violencia liberal-conservadora” estaba en inicio y ascenso –, una numerosa población campesina de origen paisa fue trasladada a Corinto (y también a Huisitó, Playarrica y Costanueva, municipio de El Tambo). Era población desplazada de Antioquia y el Eje Cafetero que más adelante se constituyó en base de apoyo a guerrillas liberales. En su seno surgieron dos tendencias del liberalismo que marcaron durante la 2ª mitad del siglo XX el devenir del norte del Cauca: la que encabezó Humberto Peláez Gutiérrez, senador de la república, presidente del Parlamento Latinoamericano, aliado de la clase terrateniente del Valle y del Cauca, y Gustavo Mejía, dirigente campesino, militante y diputado del Movimiento Revolucionario Liberal, asesinado en 1974, quien fue uno de los fundadores del Consejo Regional Indígena del Cauca CRIC en 1971.

Hoy esta región está convulsionada. Los grandes terratenientes del Valle del Cauca –dueños de los ingenios azucareros más poderosos de América Latina– apuestan por la destrucción de la resistencia indígena que mantiene el control de áreas estratégicas por su riqueza hídrica y su potencialidad energética. Además, los empresarios del azúcar y el etanol, al sentir amenazada “su” propiedad monopólica de la tierra, alientan solapadamente –con el apoyo del gobierno– a comunidades negras afrodescendientes para que se conviertan en una barrera protectora de sus intereses territoriales frente a la “amenaza indígena”.
 
En ese marco, se sostiene una precaria y débil economía campesina que produce café, plátano, yuca, fique, tomate, frutas y otros productos de “pancoger”, que se entrelaza y subsidia con ingresos de la economía del narcotráfico. Dicha economía se realiza en pequeños mercados a donde llegan los escasos ingresos de los corteros de caña y otros jornaleros del campo. Cultivos de marihuana y coca sustentan laboratorios móviles donde se procesa la droga que a su vez es el soporte económico y financiero de una guerra que golpea principalmente a las comunidades rurales. La han vivido y soportado durante seis décadas continuas.
 
La coyuntura del conflicto en el nor-oriente caucano
 
Por las características del territorio y la población y, por la dinámica de la guerra que el Estado adelanta contra la insurgencia, era casi predecible que una parte de los jefes guerrilleros se vieran obligados a refugiarse en esta zona. Su desplazamiento hacia fronteras con Brasil, Venezuela o Ecuador, los aislaba de los frentes de guerra. Depender de la tecnología de comunicaciones era muy riesgoso como lo comprueban los operativos gubernamentales en donde el uso de tecnología de punta fue uno de los factores claves para que el ejército les asestara fuertes golpes en los últimos años.
 
Pero a todo lo anterior se suma un nuevo factor socio-político. Es una situación especial que ocurre al interior de las comunidades indígenas. Se acumuló durante varias décadas y consiste en que su lucha de resistencia ha entrado en una fase de estancamiento y crisis política e ideológica. Esa cruzada histórica de la población nativa tuvo un fuerte empuje con la fundación del CRIC (1971), lo que permitió a las comunidades recuperar gran parte de su territorio ancestral, y más adelante – con la aprobación de la Constitución de 1991 – obtener el reconocimiento formal de la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana, así como la organización de las Entidades Territoriales Indígenas ETIS.
 
La verdad es que las conquistas del movimiento indígena – territorio, defensa de su lengua y cultura, manejo y administración de recursos económicos del Estado (transferencias nacionales a través de los Cabildos), y el acceso a órganos de gobierno como alcaldías, concejos municipales, asamblea departamental y Congreso de la República por medio de la elección de sus propios representantes –, no se ha traducido en suficientes beneficios para el conjunto de la población. El impacto del modelo económico neoliberal profundizó la debilidad de la economía campesina e indígena que, es en gran medida, de subsistencia, y ha traído consecuencias funestas para el conjunto de la población.
 
Pero además, en la distribución, tenencia y disfrute de las tierras ancestrales y recuperadas, también existen irregularidades, inequidad y conflictos. No todo es color de rosa ni armonía al interior de los pueblos nativos. La influencia de la población campesina vecina o que habita en áreas de resguardo, que actúa con otros valores frente a la propiedad individual y a la producción agropecuaria, desnuda ante la población más pobre de las comunidades indígenas una serie de injusticias que se han acumulado a lo largo del tiempo.
 
De igual manera se presentan otras situaciones que han debilitado al movimiento indígena. Han hecho carrera – en forma parcial pero ostensible –, actitudes de corrupción y burocratismo en las organizaciones indígenas. No se ha enfrentado la política neoliberal en los servicios de salud y educación. Pero lo que es más grave, la forma autoritaria e inconsulta como se manejan los diversos programas ha generado no sólo inconformidad entre las bases comunitarias sino una profunda división que se expresa a diversos niveles.
 
Así, esa realidad contradictoria ha puesto en tensión a las fuerzas que evolucionan al interior de las sociedades originarias. Se enfrenta la formalidad de la propiedad colectiva con la realidad del disfrute concreto de los beneficios obtenidos por la lucha de las comunidades. Ante esa situación conflictiva, la dirigencia del movimiento indígena, las autoridades tradicionales y los gobernadores de Cabildos, no han reaccionado con la suficiente capacidad política y con métodos democráticos y participativos.
 
Un conflicto generacional está en la base de esta contienda comunitaria. La generación de dirigentes que lideró la recuperación del territorio en los años 70 y 80, que era muy compenetrada con sus raíces indígenas ancestrales en donde se destacaban los médicos tradicionales, fue reemplazada por la “generación de la Constitución del 91” que requería de conocimientos técnicos para el manejo de las transferencias y, de los “planes de vida” y sus “proyectos de desarrollo”. Esa nueva generación, formada en centros tecnológicos y universidades, carecía del espíritu esencial de sus “mayores”. No hubo continuidad en la formación de ese nuevo liderazgo.
 
Hoy las nuevas generaciones no están totalmente conformes con los resultados de la lucha. Muchos jóvenes están en la búsqueda de sus orígenes y raíces. Algunos, canalizan esa energía hacia el “rescate de su cosmovisión”. Otros, influenciados por la cultura occidental dominante pero – empujados por necesidades reales –, no sólo se muestran críticos sino que exigen resultados concretos para sus vidas. Se han generado así, condiciones para que los descendientes actuales de la población originaria busquen otras respuestas y alternativas de solución a sus problemas.
 
El auge de las religiones e iglesias – protestantes y evangélicas –, hace  parte de esa búsqueda.[3] Pero así mismo, el espíritu rebelde del pueblo nasa encuentra en la insurgencia armada una vía de desfogue, que además cuenta con importantes recursos económicos y ofrece una solución inmediata para cientos de jóvenes que están enfrentados al desempleo, a la discriminación social y racial, y a la descomposición de sus comunidades y familias.
 
En ese contexto la insurgencia armada, especialmente las FARC, ha encontrado un caldo de cultivo óptimo para fortalecer su presencia en la región. El replanteamiento de su estrategia retornando a la “guerra de guerrillas”, a la organización de redes de milicianos y colaboradores, le dan una ventaja frente a un ejército acostumbrado a operativos en las selvas de los Llanos Orientales o a una policía que no sale de sus cuarteles blindados. Es importante recordar que el ejército en esas alejadas zonas usó la estrategia de “tierra arrasada” o encontraron comunidades cansadas de la guerra y dispuestas a colaborar en la lucha contra-insurgente.
 
Esas “ventajas comparativas” que las FARC han encontrado en esta región son casi únicas, excepcionales pero frágiles y temporales. Sólo una justa valoración política y un tratamiento no sólo militar, podría darle una real ventaja a la insurgencia. Lo sucedido en Toribío y Corinto sumado al tono de las “recomendaciones a la población civil colombiana”[4] indican lo contrario. Se nota desespero frente al cerco que el ejército despliega contra el comandante Cano en la otra vertiente de la cordillera central. Pero lo que es más grave es que se plantean un pulso militar con el Estado, en donde pretenden impedir que el gobierno instale guarniciones militares en áreas pobladas, colocando a las comunidades y las autoridades locales en el dilema de “si no estas conmigo, estás contra mí”. Las consecuencias podrían ser muy graves.
 
El conflicto en la Costa Pacífica
 
Mientras la guerra en el nor-oriente del Cauca se juega en torno a los conflictos sociales, el control territorial ancestral de los indígenas y la estrategia de supervivencia de las FARC, en la Costa Pacífica caucana, al igual que en la de Nariño, el fenómeno de violencia responde al control de la economía del narcotráfico que cuenta con extensas áreas, ríos y corredores geográficos que sirven de vías para la exportación del clorhidrato de cocaína. También, el auge de la minería ilegal que mueve importantes recursos ante la apreciación internacional de ese metal, es otro botín en juego.
 
Es una tragedia que lleva incubándose por más de cuatro décadas desde que la economía cafetera de los migrantes paisas que llegaron en los años 40 del siglo XX se vino abajo por efectos ambientales propios de un bosque primario que no soportó el impacto de los mono-cultivos que se explotaron durante más de 20 años. En la década de los años 70s apareció la marihuana y poco tiempo después llegó la coca y la guerrilla.
 
Conviven en ese territorio todos los grupos armados ilegales. El ejército y la policía de vez en cuando incautan laboratorios de droga y depósitos de insumos, y persigue, detiene o da de baja a integrantes de uno u otro bando. Sin embargo se nota cierta connivencia con la existencia y mantenimiento de los cultivos de uso ilícito, así en algunas regiones como Huisitó y Playarrica, en el municipio de El Tambo, se realicen erradicaciones manuales utilizando cuerpos especializados en dicha actividad.
 
Recientemente cientos de campesinos y jornaleros (“raspachines”) protagonizaron en la cabecera de ese municipio y en Popayán una masiva protesta que exigía al Estado y al gobierno la construcción de vías carreteables, proyectos sostenibles de sustitución de cultivos e inversión social en educación, salud y vivienda. Dicha movilización tuvo de por medio la “detonación” de un carro-bomba en la entrada de la capital del Cauca, que rápida y sospechosamente fue adjudicada al ELN por los altos mandos del Ejército. Se intentó – sin lograrlo - relacionar ese acto terrorista con la marcha y protesta campesina.
 
La verdad es que la economía de esta región depende en un alto porcentaje de la renta que genera el narcotráfico. Grandes cantidades de víveres, mercaderías e insumos se comercian desde los centros urbanos ubicados sobre la carretera panamericana – entre ellos Popayán y Cali –, hacia poblados ubicados en la región donde se cultiva la coca y se produce la cocaína. Cabeceras municipales como El Tambo, Balboa y Argelia así como corregimientos como El Mango, Sinaí, El Plateado, Huisitó y otras pequeñas localidades, se ven beneficiadas por la dinámica de sus mercados. En Nariño la situación es otra. Los recursos se irrigan hacia Tumaco y demás localidades ubicadas en la Costa Pacífica, dado que en ese departamento existe la carretera al mar, y la cercanía con el Ecuador facilita muchas operaciones financieras.
 
Todo lo anterior se traduce en una aparente bonanza económica para la región. Sin embargo el impacto social y cultural para los pueblos y comunidades afrodescendientes e indígenas es brutal. El dinero atrae toda clase de gentes. Fenómenos como la prostitución, el alcoholismo y todo tipo de descomposición social se hacen presentes al lado de la violencia y el desplazamiento forzado. Es una verdadera catástrofe social que seguramente traerá más desempleo, delincuencia y conflictos sociales en las ciudades a donde va llegando esta población desplazada del campo.
 
Estrategia de aniquilación de la resistencia social y de control territorial
 
Todo apunta a que – mirado en su conjunto – tal situación que se vive en el Cauca hace parte de un plan de gran envergadura que no es ajeno a lo que ocurre en México, Centroamérica, y varios países de Sudamérica como Colombia y Brasil, en donde la economía ilegal del narcotráfico se ha convertido en un factor de descomposición de la sociedad y de debilitamiento institucional de las Naciones.
 
Independiente de la voluntad de los actores del conflicto, legales e ilegales, de sus declaraciones y pronunciamientos políticos, los resultados de este conflicto se repiten de región en región de Colombia. Desde Urabá, el Chocó, pasando por el Magdalena Medio y la Costa Atlántica hasta llegar a las comarcas petroleras y carboníferas, los efectos de esta guerra son los mismos. Por un lado, la aniquilación física de la resistencia social, y por otro, el control territorial por parte empresas transnacionales especializadas en minería, explotación de la biodiversidad natural y cultivos para agro-combustibles.
 
A la resistencia comunitaria la liquidan o debilitan mediante la persecución o asesinato de sus dirigentes y activistas. Mediante el terror desplazan a las comunidades y destruyen sus lazos y tejidos comunitarios. La penetración y degradación cultural es otra herramienta. Además, promueven la división y el enfrentamiento entre las gentes, y recurren al soborno y a la degeneración política de sus dirigentes.
 
El control territorial lo obtienen luego. Permiten que la situación de “orden público” se torne “incontrolable”. Calculan que la economía tradicional campesina ya no tenga raíces ni dolientes. Preparan las condiciones políticas y de opinión pública para legitimar “la intervención del Estado en aras de restablecer la normalidad”. Así, la inversión extranjera se convierte en la “salvación” de esas regiones a fin de “generar empleo y asegurar ingresos para la población”. No es imaginación, es lo que se ha vivido en muchas zonas del país.
 
No es casual que el actual Gobernador del Cauca tenga entre sus prioridades la formalización y titulación de los predios campesinos no legalizados. Tampoco que esté aliado con la Anglo Gold Ashanti para fortalecer la exploración de oro en municipios como El Tambo, La Vega y otros municipios del sur del Cauca, y que ya se anuncien – con bombos y platillos – las campañas oficiales contra la “minería ilegal”.[5] Menos es casual que, en la actual coyuntura política, partidos políticos de origen oscuro tengan candidatos en esos mismos municipios haciendo campaña electoral con dinero a manos llenas.
 
¿Qué hacer?
 
Lo primero es ser conscientes del tamaño del problema y del reto. No es fácil salir de esta larga ola de violencia que desde un principio fue manipulada por intereses oscuros y siniestros. Cuatro generaciones de colombianos han vivido en guerra. Tenemos heridas abiertas, venganzas vigentes víctimas a granel, y actores tras bambalinas, que la alimentan y sostienen.
 
Después de los últimos 9 años de implementación de una supuesta estrategia de “aniquilación de las FARC”, de “conquista de la paz por la fuerza”, el vaivén de la historia colocará a la orden del día el tema de la “Paz negociada”. Es necesario retomar el debate nacional sobre este tema y buscar no sólo nuevas fórmulas de solución sino evaluar con seriedad los fracasos anteriores.
 
Comparto algunas tesis para alimentar el debate:
 
-        El exterminio de los pueblos indígenas y de su resistencia ancestral, así como la despoblación de amplias regiones del Cauca (y de Colombia) ricas en recursos naturales, está en pleno avance. El conflicto armado colombiano –a pesar de sus orígenes y particularidades– ha sido involucrado y arrastrado hacia esa lógica transnacional.
 
-        Existen poderosas fuerzas económicas y políticas de orden geo-político mundial que utilizan la guerra y el narcotráfico para dominar importantes regiones estratégicas del mundo. Debilitan a Naciones enteras, subordinan a sus Estados, compran a sus elites políticas, y fortalecen una economía ilegal con el tráfico de insumos y drogas, armas y activos financieros, que son parte medular de una economía capitalista global en crisis.
-        Los EE.UU. están a la cabeza de esa política criminal que pretende prolongar su decadente hegemonía. Sin embargo, las cúpulas gubernamentales de la mayoría de países y de las grandes corporaciones financieras son cómplices de esa política, de sus ejecuciones prácticas y además, se benefician de sus resultados.
-        En esa dinámica, los actores armados irregulares de todos los continentes y países –independiente de sus intenciones y discursos – son instrumentalizados, convertidos en factores manejables y subordinados, cuando pierden de vista los intereses del conjunto de la población y se dejan llevar a una lucha estrictamente militar, desgastante, degradada y degradante (Sendero Luminoso, Al-Qaeda FARC, ELN, etc.).
-        En ese sentido, podemos afirmar que la política de guerra impuesta por el gobierno estadounidense desde 1998 (Plan Colombia) – con todo lo que ha implicado en gastos económicos, muerte y destrucción para la Nación colombiana – no tenía por objeto la derrota y destrucción total de las fuerzas insurgentes. Su meta es contenerlas, no acabarlas. Las necesitan activas como factor de distracción interna (disuasivo, “amenaza terrorista”, criminalización de la lucha social), para mantener su control político e ideológico, y consolidar la intervención territorial. Lo han logrado y perfeccionado en grado sumo.
-        Así mismo, poderosos sectores económicos, políticos, militares y sociales colombianos se benefician de la dinámica de la guerra y de la economía del narcotráfico. Son enemigos de la Paz.
-        Pero también, existen en Colombia sectores mayoritarios de la sociedad que quieren la Paz. Sólo si sus líderes entienden la esencia de la “trampa geo-política” de la que somos víctimas como Nación, podremos desencadenar las fuerzas para derrotar a quienes viven de la guerra.
-        La insurgencia colombiana está presa de su historia, de su estrategia de guerra y es incapaz – por sí misma – de salir de esa dinámica inercial de violencia. Sólo un gran movimiento ciudadano que englobe al pueblo, incluyendo a los empresarios que identifiquen sus intereses nacionales, podrá impulsar una lucha sostenida para salir de ese atolladero histórico.
-        Componentes internos de la insurgencia que han convertido la guerra en una forma de vida y, fuerzas externas que alimentan esa lógica perversa, además del tipo de formación política e ideológica de su liderazgo histórico, condicionan a esa dirigencia guerrillera y le impiden asumir una posición política que rompa con su aislamiento de la sociedad. 
-        La guerrilla debe ser consciente de su desgaste político. La fórmula de escalar la violencia para presionar una salida política negociada al conflicto, lo único que logra es un mayor debilitamiento de su capacidad de negociación. Además, le entrega herramientas a los enemigos de la Paz para mantener el statu quo de la guerra. 
-        La política de resistencia civil a la guerra y el no-alineamiento con ninguno de los actores armados – reivindicada valientemente e impulsada por las comunidades indígenas caucanas desde hace más de 25 años –,  no ha logrado los resultados en cuanto a respeto de su territorio. No significa que no se mantenga la consigna pero es claro que no es suficiente.
-        Las fuerzas democráticas de la sociedad colombiana que quieran crear un ambiente propicio para avanzar hacia una Paz negociada deben tener en cuenta en su accionar – entre otros aspectos – lo siguiente:
a)    Que se plantee como una acción autónoma de la sociedad civil. Que no tenga el más mínimo sesgo a favor de uno u otro actor armado.
b)    Que esté dirigida a fortalecer la unidad e independencia de la Nación colombiana.
c)    Que se contemple el problema en toda su integralidad pero que se diseñen etapas y fases viables para poder avanzar.
d)    Que no se justifique ningún tipo de acción contra la población civil y se rechacen con fuerza los métodos y acciones criminales que atentan contra la integridad humana. 
e)    Que la acción interna por la Paz en Colombia haga parte de un gran movimiento continental e internacional que involucre a todos los países que sufren el azote de los fenómenos de violencia mezclados con el narcotráfico.  
 
Conclusión
 
La presión política sobre el gobierno y la insurgencia para detener el conflicto debe acrecentarse. Implica un esfuerzo que va más allá de lo local y regional. Debe ser liderado por representantes genuinos de las comunidades y debe tener una cobertura nacional e internacional. Pero además, no puede haber en esta tarea la más mínima señal de connivencia con la guerrilla.
 
De igual manera, se debe denunciar con toda la fuerza que las causas estructurales que provocan el desplazamiento y la violencia no sólo siguen vigentes sino que, hoy más que nunca, se agravan con la aplicación de políticas de entrega total de nuestros recursos a las transnacionales extranjeras. El actual gobierno del presidente Santos - a pesar de la aprobación de la ley de víctimas y de restitución de tierras a los campesinos desplazados con la cual intenta posar como “reformista” y defensor de los DD.HH. – mantiene, promueve y agencia dicha política anti-popular y anti-nacional.
 
La resistencia civil a la guerra deberá ir ganando batallas. La batalla inicial consiste en tener claridad frente al problema. De lo contrario, terminamos siendo utilizados por quienes viven de ella.
 
Popayán, 20 de julio de 2011
 
http://aranandoelcieloyarandolatierra.blogspot.com/2011/07/la-complejidad-del-conflicto-en-el.html


[1] En total son 18 municipios del Tolima, Huila, Valle del Cauca y Cauca involucrados en ese escenario.
[2] Alape Arturo, “Tirofijo: los sueños y las montañas”. Colombia: 40 años de luchas guerrilleras, Editorial 21, Buenos Aires, 1998
[3] El gobierno de Uribe - con la colaboración del gobierno departamental – aprovechó y estimuló a algunos líderes de esas iglesias para crear la OPIC (Organización Pluricultural Indígena del Cauca), en coordinación con dirigentes de “organizaciones campesinas” que utilizan un discurso “anti-indigenista” como herramienta de confusión y proselitismo entre la población mestiza, afro e incluso, indígena. (Nota del Autor). 
[4] Ver: Comunicado del Comando Conjunto de Occidente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=132439
[5] En la actualidad de 36 títulos mineros vigentes en ejecución concedidos por Ingeominas en el municipio de El Tambo, la empresa Anglo Gold Ashanti tiene 9 contratos de concesión en un área de 20.514 has. y la Votorantim Metais de Colombia S.A. cuenta con 2 contratos en un área de  3.979 has., para la exploración y/o explotación de oro, cobre, zinc, asociados a platino, molibdeno, plata, plomo, hierro, níquel, y otros materiales. Además ha presentado a la fecha 37 solicitudes en curso para un área aproximada a otras 35.000 has de un total de 91 solicitudes presentadas. (Ver anexo listados obtenidos en Ingeominas).
https://www.alainet.org/es/articulo/151304
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