Cuando camino en mis sueños por aquellos caminos polvorientos de pueblitos del sur del Sahara, pienso en la idea romántica de los hermanos afrodescendientes que plantearon alguna vez la vuelta a África. Creo que no tardaron ni dos segundos en comprender que ya no eran africanos. Que esta tierra donde fuimos sembrados es ahora nuestra tierra.

Y los contadores de historias, mis amigos los griots, abandonan la sombra del baobab y vienen a mi encuentro para escuchar qué cuento les traigo de estas tierras americanas. Patakí por aquí y patakí por allá.

Entonces se entierran más mis raíces y soy kriolu, soy yasa o bantú, haussa, malinké, wolof, ashanti, sara, mangbetu, kissi, ibo o bassari. Me siento yoruba, hablo swahili, vibro mankanya, mbororo o mandinga, salto zulú, recito kongo, moldeo gurenne, rezo ewé, sufro hutu o tutsi, camino akamba, me exhibo bambara, murmullo bemba, resisto dinka, guerreo masai, me enfrento azande, festejo batanga, kipsigi o borana…

Recuerdo a Malcom X cuando hablaba de los negros domésticos, los más perfilados, los que trabajaban en la casa del amo y comían las sobras del amo y daban la vida por el amo… Y de los negros del campo, los que se asoleaban, tenían el cabello esguañangao, comían las sobras de las sobras, los come tripas, los apaleados, los que odiaban al amo. Eran la mayoría.

Entonces les cuento cómo esos amos nos enseñaron a negar a África. A esconderla.

Y les confieso que sueño con volver físicamente, sea en avión haciendo todas las escalas y transbordos del mundo, sea en un barco de la legendaria Blue Star Line de Marcus Garvey, o caminando como dicen que Cristo caminó sobre las aguas.

Como quiera que sea debo volver algún día.

Volver y reencontrarme con el más fuerte de mis orígenes.

Allí sí están los negros en su tinta.

Allí no somos ex esclavos.