Bombas de humo

03/07/2010
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Pertenezco a una generación moldeada con arcillas disímiles y manos ásperas. Con una impresión rústica y desaprensiva. Pero no es el propósito de estas líneas enumerar sus fuentes, ni menos aún someterla a balance histórico alguno. Tampoco ejercer una agrimensura cultural, espacial o temporal. Pretendo aludir vagamente a una época imprecisa del siglo XX. Señalar exclusivamente que entre sus muchas asociaciones gráficas posibles, una es el humo. Crecí y viví en un ambiente social en el que las volutas de fumarada acompañaban mansamente a todas las actividades y recintos, atravesaban o envolvían a todas las clases sociales y hasta desconocían la distinción entre la esfera pública y la privada. Se inmiscuían en la literatura, las pantallas cinematográficas y las representaciones teatrales. También el medio ambiente era, por entonces, insensible a la exhalación de las factorías por su mecánica asociación al “progreso”. No es que todo habitante de esta difusa “era del humo” fuera efectivamente fumador sino que era simplemente indiferente: lo tenía naturalizado y plácidamente incorporado al complejo de hábitos culturales sin cuestionamiento alguno. No existía oposición entre fumadores y no fumadores, como sí la lucha de clases o el Nacional-Peñarol.
 
Varias y complejas incidencias allende la medicina debieron modificarse para alumbrar un cambio de época en lo que a esta ceñida impregnación cultural respecta. El problema de los hábitos de consumo, incluyendo las ingestas, pertenece al vasto campo de la cultura, no al acotado y disciplinario oficio de la medicina que también pertenece, a su vez, a este campo cultural. Las preocupaciones de la medicina por el cuerpo sano sólo surgen a partir de ciertas modas estéticas y de la concepción del cuerpo como unidad productiva.
 
Pero la medicina instaló, tal vez involuntariamente, con la contundencia de la estadística, una noción politizante del problema, superadora del límite individual de la conducta: introdujo la figura del fumador pasivo. Alertó sobre la incidencia social específica de la acción de fumar, a diferencia de cualquier otra adicción. No es una categoría extensible por ejemplo al alcohólico o al heroinómano, más allá de la simple incidencia que el lazo gregario le reconoce a la conducta de un sujeto sobre su entorno. No es concebible un alcohólico pasivo. A diferencia del monóxido de carbono u otras sustancias exhaladas por el fumador e inhaladas por el pasivo, el alcohol queda aherrojado en la sangre del bebedor.
 
Nadie nace siendo, por ejemplo, de izquierda o feminista o ecologista sino que se autoreconoce como tal, cuando aprehende de alguna manera su responsabilidad en algún tipo de injuria, humillación o explotación. Y así como resultan concebibles hombres feministas o burgueses de izquierda, también puede haber fumadores antitabaco. No es incomprensible que, aún conociendo el daño que se autoinfringe, alguien persista en un hábito dañino. En torno al planteamiento de ésta y otras ambivalencias de la conducta humana, más específicamente de los síntomas, Freud revolucionó el pensamiento moderno. No es novedad que en una sociedad capitalista las acciones individuales produzcan perjuicio a la sociedad o a la naturaleza. Al contrario, esa es su “normalidad”, pero en la esfera pública, no necesariamente en la privada y su más próximo entorno afectivo. El capitalismo es un modo de producción ampliamente depredatorio. Pero el fumador pasivo no es el otro del mercado, sino el de la convivencia, el de la vecindad y la proximidad. No es el anónimo e impersonal del marketing sino el de nombre y apellido. Es una otredad íntima y permeada.
 
Es pertinente, ante esta particularidad, que se prioricen políticas epidemiológicas y se apele a la autolimitación de los fumadores, aún en el capitalismo, con su mercado tabacalero. Sin ser nada original, Uruguay adoptó una estrategia que merece apoyo, independientemente de la relación de cada ciudadano con la adicción. Pero especialmente de los fumadores, que son los que con su conducta pueden modificar el estado de cosas porque producen efectos. Extirpó el humo de todos los ámbitos y espacios públicos que no estén al aire libre, preservando de este modo al fumador pasivo. Difiero sin embargo con la táctica del decreto y la ausencia de debate y con la omisión de la definición de ámbitos privados como los clubes de fumadores o como se los quiera denominar.
 
No obstante, me llamó la atención que en este año algunos amigos uruguayos me pidieran que les llevara de Buenos Aires, cigarrillos electrónicos en mis visitas. Al principio supuse que mi propia experiencia con este modo novedoso de fumar y mis relatos al respecto los inducía a la demanda. Luego de probarlo en Estados Unidos, decidí que intentaría abandonar mis habituales 60 cigarrillos diarios (y el complemento de pipa y habanos) por esta tecnología, siempre y cuando ganara el Frente en octubre. Así que desde el 25 de octubre del año pasado en Montevideo no he vuelto a dar una sola pitada de tabaco y he adquirido cierto conocimiento de las diferentes marcas y variantes de este “juguete”, por llamarlo de alguna manera. Luego supuse que sería por una diferencia de costos, hasta que alguien mencionó vagamente una posible prohibición. Le respondí que era imposible porque en el mundo entero se estaba comercializando el “vaping” en sus diferentes formas, que si estuviera prohibido sería objeto de debate y conocimiento en la ciudadanía en general y el en el Frente en particular, entre otras razones.
Tal vez más de un lector desconozca la existencia de estos dispositivos y, en consecuencia, la referencia concreta de esta discusión. Se trata de una alternativa al cigarrillo y a los demás modos de fumar tabaco, que permite continuar “fumando” sin inhalar las más de 2000 sustancias nocivas de la combustión del tabaco, pero, sobre todo, evitar los daños y molestias a terceros. Ya se trate de cigarrillo, pipa o puro es esencialmente un mecanismo que nebuliza o vaporiza una sustancia liquida que intenta emular tanto al humo como al sabor del elemento tradicional. No hay fuego ni brasa, sólo la energía eléctrica de una pila de litio. Tal vez contenga sustancias nocivas, aunque seguramente menos que 2000 y menos cancerígenas también.
Ante la insistencia de estos amigos y, luego de una breve averiguación, descubrí que efectivamente la comercialización del cigarrillo electrónico está prohibida en el Uruguay mediante el decreto 871 (Ministerio de Salud Pública) del año 2009, cuya copia facsimilar tengo ante mí. Un análisis detenido de esta disposición requerirá una nueva columna. Sólo señalaré aquí que la primera cuestión que salta a la vista, es que el desconocimiento ciudadano y el consecuente debate se debe probablemente a la propia fecha del decreto, el 23 de noviembre de 2009, seis días antes del balotaje en el que resultó electo el actual Presidente Mujica. Una resolución “entre gallos y medianoche” desde el punto de vista de la atención ciudadana. Pero el aspecto más significativo es la debilidad de fundamentos del decreto y la omisión de todo antecedente controversial académico o jurídico internacional.
A muy grandes rasgos, sus vistos apelan a un convenio marco con la Organización Mundial de la Salud (OMS), a través de la ley 17.793 del año 2004, a la ley de control de tabaquismo (ley 18.256) y el decreto 284 del 2008, a la propia constitución e inclusive a la ley de patentes vigente. Pero sus considerandos resultan tan amplios como el derecho constitucional a la salud o el deber del estado de velar por la salud pública o dar a conocer los servicios básicos de lucha contra la dependencia del tabaco o que es importante evitar la aceptación del hábito de fumar. También, rayando el ridículo, que no se puede patentar algo contrario al orden y las buenas costumbres. Sus únicas referencias específicas se basan en la prohibición de “elaboración y/o venta de alimentos, golosinas y juguetes con forma de productos de tabaco que puedan resultar atractivos para menores” y la inexistencia de datos científicos sobre eficacia y beneficios del cigarrillo electrónico.
 
No se trata de cuestionar la enorme contribución de la ex ministra Muñoz a la reforma de la salud uruguaya que indudablemente profundizará el actual ministro Olesker. Por el contrario, ya el sólo hecho de que se trate de un economista que ha expuesto en estas mismas páginas diagnósticos agudos y fundados de la realidad del país, constituye un umbral de posibilidad de superación de la estrechez de la mirada médica y sus simplismos disciplinantes y de consecuente conquista de mayores niveles de salud pública. Esta es sólo una pequeña cuestión, que imagino rectificable en el conjunto de la política epidemiológica. Pero es indudable que, aún sin entrar en detalles, es, además de un decreto desprolijo y subrepticio, una prueba de incomprensión elemental de la naturaleza compleja de las adicciones que deja librado al adicto a una disyuntiva de hierro entre la abstinencia y la atracción de las tabacaleras. Los datos científicos no se encuentran en la naturaleza sino que se construyen a partir de la voluntad interrogativa de los propios científicos.   
 
Seguramente el autor del decreto crea que, con o sin cigarrillo electrónico, dejar de fumar es muy fácil. Tiene razón. Lo logro casi todas las noches.
 
- Emilio Cafassi es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
https://www.alainet.org/es/articulo/142584
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