Flor infecunda de la guerra civil
15/04/2010
- Opinión
En las guerras, el vencedor expulsaba a los enemigos que habían invadido su territorio, o el vencido se retiraba de los que había ocupado, y cada parte trataba de reconstruir su comunidad y modo de vida. Cuando el vencedor permanecía en los territorios ocupados utilizó mano dura y privilegios para mantener subyugada a la población. Por eso, la victoria nunca trajo la paz porque mantenía vivo el rescoldo de la venganza. Ni el triunfo, porque siempre lo es a costa de los vencidos.
Vencer no es convencer ni nadie se somete libremente, aunque sí ha sucedido que los vencidos fueran integrados por la admiración hacia la cultura y progresos de sus antagonistas. Ser reconocidos como “ciudadanos romanos” era una de las mayores ambiciones de los pueblos liberados de otras servidumbres.
Pero toda guerra civil empaña la victoria de cualquier bando con la sangre derramada entre hermanos. Los masacraban, esclavizaban, forzaban al exilio o los degradaban en sus profesiones por no haber pensado como los vencedores, sin haber cometido crimen alguno. Por el delito de pensar en libertad y de ser coherentes. “La perversa manía de pensar de los intelectuales”, dijo Franco. “¡Muera la inteligencia!”, espetó a Unamuno el generalote Queipo de Llano, a lo que Don Miguel respondió: “Venceréis, pero no convenceréis”.
En la guerra civil española el fratricidio permaneció durante cuarenta años porque la dictadura necesitaba el odio, la codicia y el miedo para mantenerse en el poder. Pretendieron arrojar la memoria al olvido y secuestraron la inteligencia, la libertad y la mesura. Se valieron de tabúes que sostenían que la Venganza les pertenecía porque ellos eran representantes del Altísimo. De ahí la aberrante declaración por el Papa de la guerra fratricida como una “Cruzada” contra el infiel. Así se mantuvo impuesta por concordatos y privilegios en la educación y en la represión de las libertades.
Nunca se entenderá la amargura de esta guerra civil si se prescinde del componente inquisitorial del poder religioso. Fue la losa de una ideología totalizante comprometida con las finanzas, instituciones y poderes que hubieran debido configurar un Estado de Derecho pero resultó una amalgama de prejuicios y prebendas. El control sobre las mentes fue la mayor obscenidad y lacra de la dictadura franquista.
Acabada la contienda no se instauró la paz, porque esta es fruto de la justicia, sino la fuerza del silencio de los cementerios bajo la luna.
Los catalogados como “buenos, católicos y de derechas” recibieron digna sepultura, y en el paroxismo de la provocación delirante, los proclamaron beatos y santos.
Murió en su cama el dictador y parece que dejó “todo atado y bien atado”, porque impusieron seguridad a cambio de rendir la inteligencia. La promulgación de la Constitución y la instauración del Estado de Derecho y de las libertades estuvo viciada por “poderes fácticos”, que consideraron el Estado como un cortijo vedado.
Se devolvió el Ejército a los cuarteles, la Razón a las universidades y centros de enseñanza públicos, se restableció un Poder legislativo pero con la incoherencia de listas cerradas, sin libertad de voto para los diputados y el arbitrario poder de los Partidos. Se proclamó la libertad de prensa con la carcoma de poderes financieros e ideológicos que las vician de raíz, y otros logros alumbrados en descalificaciones que producen sonrojo y el alejamiento de la ciudadanía que tiene a los políticos como uno de los peores estamentos.
Permanecía el endiosado poder Judicial, intocable e indiscutible, pero agusanado por políticos que controlan sus estructuras, decisiones y silencios.
Causa pavor que los jueces hayan aceptado denuncias de minorías fascistas como la Falange, que han llevado a un magistrado a sentarse en el banquillo acusado de prevaricación, sin haber dictado sentencia, sino por la audacia de actuar como si rigiese el principio de jurisdicción universal que ha servido a otros países para liberarse de leyes de amnistía forzadas por la urgencia y el poder de los conversos.
Más de 200.000 españoles asesinados durante la guerra civil y la dictadura permanecen en zanjas, fosas comunes y cunetas. ¿Acaso ha prescrito el derecho de sus deudos a que se les devuelva la identidad perdida y puedan recuperarlos? ¿Y los centenares de niños arrancados a sus madres presas y entregarlos a otros para garantizar su permanencia en la fe y en los principios del Movimiento Nacional? ¿No tienen derecho a saber de quiénes provienen?
En la historia de la humanidad se ha respetado el derecho de los vencidos a recoger a sus muertos y darles sepultura. Pasados setenta años se niega el derecho de rescatar a seres queridos de las fosas que quisieron sépticas pero que pugnan por florecer y así desterrar los frutos infecundos de la guerra civil.
- José Carlos García Fajardo es Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS, Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España.
https://www.alainet.org/es/articulo/140675
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