La peste imaginaria

24/05/2009
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Para convencer al Faraón de que deje salir a los hebreos de Egipto, Moisés pide a Jahvé siete milagrosas plagas. Un día, todos los primogénitos de las familias egipcias amanecen muertos. La peste es voluntad de Dios, o Dios mismo.

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Se rompe el Séptimo Sello, y el apóstol Juan ve caer las estrellas y los mares tornarse en sangre. En el firmamento cabalgan los jinetes del Hambre, la Muerte, la Guerra y la Peste. La plaga es condición del Apocalipsis, instrumento necesario del Fin de los Tiempos.

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Por los cielos de la Edad Media galopa la Peste. Unos la atribuyen a los brujos, otros a los cometas, los más al castigo divino. Rogar a Dios su cese es afirmar que su acción o inacción la provoca. Un alquimista que dice ser médico contempla a través de su máscara protectora cómo agoniza la muchacha que había sido su primer amor. Ha querido transformar plomo en oro: no puede evitar que el metal noble de la vida se degrade en carroña. Es el argumento de la novela de Marguerite Yourcenar L´Oeuvre au Noir(1968). Nuestro único desquite contra la peste y la muerte es volverlas estética.

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La plaga se cierne sobre el Renacimiento. Todo opuesto atrae su contrario: la Muerte llama a la vida. Los poderosos se acuartelan en castillos contra el populacho: contra la peste ensayan encerronas y orgías para aprovechar los precarios instantes de la vida. En una de estas cuarentenas sitúa Bocaccio los desenfrenados relatos del Decamerón. Hoy comamos, y bebamos, y gocemos y cantemos, que mañana ayunaremos, cantan en su último estertor los trovadores a quienes va segando el contagio.

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La Edad Moderna postula que todos los fenómenos son naturales. El pavor exceptúa a la peste, que se considera fruto de la malevolencia. Durante la gran peste en Milán, ésta encarna en los untatori, personajes que supuestamente circulaban con un cucurucho de polvo o pomada pestífera que untaban a las víctimas para contagiarlas. Más que a la peste, ciega, se temía a los untatori, a quienes se suponía con penetrante mirada. En su novela I promesi sposi (1827),Alessandro Manzoni consigna con pluma maestra todos los detalles que desde entonces serán obligatorios en las descripciones de epidemias: los funcionarios marcando con cruces las casas empestadas para convertirlas en sepulcros de vivos, los carros llenos de cadáveres amortajados con sus sábanas, el recurso imparcialmente inútil a los sahumerios, a la oración, a la penitencia.

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La peste, como la muerte, nos iguala a todos. Pueden encerrarse los poderosos en impenetrables castillos creyéndolos inaccesibles al populacho y a la segadora. En “La máscara de la Muerte Roja”, Edgar Allan Poe describe una oligarquía acuartelada en un insolente festejo con el cual cree hacerse invulnerable a las calamidades del mundo. Las puertas se abren y un macabro huésped entra solemnemente. La Máscara de la Muerte Roja cae sobre los celebrantes. La careta mortuoria es nuestro rostro.

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La plaga puede ser máscara de una abominación peor. En el film Nosferatu, de Murnau (1922), un velero con ataúdes repletos de tierra de cementerio y ratas llega al puerto. Todos sus marinos han muerto, poco a poco empiezan a agonizar los habitantes de la ciudad. Por los visillos se contemplan procesiones que cargan ataúdes. El causante de la plaga es Nosferatu, el No Muerto, el vampiro que chupa la sangre y la vida, y que sólo será vencido por la inocencia y por el sol. En el remake casi idéntico de esta cinta en 1977, Werner Herzog introduce una delirante secuencia de orgía callejera en plazas, en callejuelas, con moribundos andantes que ha perdido toda esperanza de amurallarse contra el destino.

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Pues el vampiro no es más que metáfora de la seducción perversa, y la paidofilia una de las mutaciones de esta criatura lúgubre que en su busca de víctimas sólo consigue ser victimizada. En La muerte en Venecia (1912), Thomas Mann describe la peripecia de un creador en plena crisis de la madurez que va a Venecia en busca de inspiración y sólo encuentra un indeciso coqueteo con un efebo y una muerte humillante por tifo. Luchino Visconti, que de niño frecuentaba los mismos balnearios y quizá pudo ser el Tadzio de algún perverso Thomas Mann, filma esta historia como ceremonia fúnebre ritmada por las desgarradoras quejumbres de la música de Gustav Mahler. Si el compositor Aschenbach maquillado por un peluquero adulador es quizá un vampiro o un cadáver; su chorreante tinte de pelo podría ser exudado de la putrefacción. Inevitablemente, como Nosferatu, muere ante el deslumbramiento del naciente sol; su última visión, como la del No Muerto, es la de una criatura inocente semidesnuda que señala al amanecer y al más allá.

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La epidemia como fábula moralizante es el tema de la morosa novela La Peste, de Albert Camus (1947). Sin brillantez ni realismo, cuenta desde el punto de vista de un médico la propagación de una pandemia en Orán. Al final, el autor no resiste la tentación de explicar su narrativa: “El mal existe”, afirma. Queda por explicar por qué el mal, como las bacterias, no tiene intención ni propósito visible. La película homónima, con un desolado William Hurt en el papel del médico, asoma una analogía con los autoritarismos neoliberales de Chile o América Latina: los supuestos empestados son secuestrados a la fuerza, como disidentes; el Estado reclama poderes para confinarlos en un inmenso estadio; quienes afirman que la peste no existe o remitió son desaparecidos.

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Lo cual nos arroja al tema del lanzamiento premeditado de una peste para justificar poderes dictatoriales. Es la anécdota del comic de Alan Moore y David Lloyd V for Vendetta(1982), filmado por James McTeige (2006): las autoridades experimentan en seres humanos para fabricar un virus, atribuir su difusión a inexistentes terroristas y legitimar una dictadura para combatirlos. Una de las víctimas del experimento, asume la máscara tradicional de Guy Fawkes, el personaje histórico que intentó volar con pólvora al rey James, y con el lema “los gobiernos deben temer a sus gobernados, y no los gobernados a sus gobiernos”, moviliza a toda una población cubierta con máscaras que desenmascara a la dictadura. Tema similar desarrolla la cinta de Kart Wimmer Ultra Violet (2006): la formidable asesina vampírica protege a una criatura inocente que porta el anticuerpo de la salvación contra una dictadura teocrática basada en el monopolio de la inmunidad, en una orgía de ultraviolencia, necrofilia y efectos especiales. La Peste es el Poder.

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El fin de la Humanidad por una epidemia y el precario destino de los pocos sobrevivientes es el tema de las novelas de ciencia ficción. Soy Leyenda, de Richard Matheson (1954) y Some will not Die, de Algis Budrys (1961). La primera plantea una fascinante ruptura conceptual: quizá el contagio sea la salvación, quizá la inmunidad sea el infierno. En The War of the Worlds (1898) de H.G. Wells, una plaga destruye a los invasores marcianos. En las Crónicas Marcianas (1951) de Ray Bradbury, los habitantes del planeta rojo fallecen de una trivial varicela contagiada por los astronautas de Estados Unidos. Una cepa extraterrestre incurable escapa de control en un laboratorio de guerra bacteriológica en The Andrómeda Strain, (1969) de Michael Crichton. Para manejarla, se desarrolla un supresor inmunológico que profetiza lo que luego sería el Sida: el remedio peor que la enfermedad. Una sobrecogedora cinta de Terry Gillian, Twelve Monkeys (1995) narra desde un desolado futuro de catacumbas los frustrados intentos para evitar que un sicópata disemine un morbo creado por la industria farmacéutica. La Peste es la Ciencia, que tiene sus propios infiernos.

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Entre tantas historias infecciosas echamos de menos una que destaque la importancia geopolítica de la peste. La plaga fue el arma principal de la Conquista de América y del inmenso genocidio de los indígenas. Los invasores de Tenochtitlán avanzaron sobre alfombras de aztecas muertos de viruela; más que por la espada, los americanos originarios fueron diezmados por el catarro. Los caritativos colonos norteños regalaron a los pieles rojas mantas que habían sido usadas por enfermos de viruela, y así consiguieron borrarlos del mapa de la expansión. Epidemias semejantes abrieron paso a la carga del hombre blanco sobre el resto del mundo a ser colonizado. Despachaban a sus víctimas los bacilos repotenciados en el hacinamiento de sus ciudades. Nuestra Civilización cabalga sobre el Jinete de la Peste, el otro nombre del Apocalipsis.

Arte y crimen

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Proclamó Honorato de Balzac que en el comienzo de toda gran fortuna hay un crimen. También en el inicio de toda estética. Pillos y camorristas han sido los sujetos por excelencia de las artes. Mientras más prójimos despachaban Sansón o Aquiles, más bonitos quedaban en las estatuas. Las mitologías son un prontuario de todos los delitos que se podían cometer con las armas de la Edad de Bronce. No hablo de los Libros Sagrados, porque superan el promedio de hecho punible por página. La única manera de que los asesinos no traten al arte como un delito es elevar el delito a la categoría de arte.

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Mientras mayor el genocidio, más conmovedor el arte que lo celebra. En materia de crimen, cantidad es calidad. Mediante el derroche proclama el rufián que no le ha costado trabajo lo que dilapida. Las pirámides, la Muralla China, son exposiciones perpetuas de trabajo robado. El Coliseo, fosa común donde millares de infelices se degollaban para regocijo de millones de parásitos. La argamasa de las grandes arquitecturas es la sangre de quienes las erigieron. Para recordarlo se hacían con tanta frecuencia en ellas sacrificios humanos. Concluido el Taj Mahal, al arquitecto le arrancaron los ojos para que no pudiera crear obra equiparable. Quizá fue piadoso, teniendo en cuenta las muertes que hubiera costado la réplica. Más de cinco millones de indígenas perecieron en los socavones del Potosí para costear el esplendor de Europa. Ni siquiera la utilidad dispensa de la hecatombe. El Canal de Suez es sepultura de centenares de miles de siervos; el de Panamá, de millones de peones y coolíes. Los grandes museos son exhibiciones de botines pillados a otras culturas.

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Pedo filosofante, alcahueta de mandriles, llamó Aldous Huxley a la Razón. Si cupiera duda del carácter racional de la estética, bastaría contemplar su adulatoria adhesión al poder instituido. Petroglifos y pinturas rupestres representan humanidades anónimas. El asesinato en masa y el retrato de su autor son inventados al mismo tiempo, y el tamaño de ambos es por lo regular equivalente. Prueba de ello, la glorificación del forajido como conquistador en La Araucana, la eufemización del pirata como pícaro en La isla del Tesoro y como bufón en Peter Pan. En tiempos de las bárbaras naciones acostumbraba el pillo echarse todo el botín encima, por si tenía que salir corriendo. De allí la sobrecarga decorativa de las indumentarias de linajes y noblezas. La quincalla de los trajes de las oligarquías apenas claudicó ante la detestable sobriedad a mediados del siglo XIX, cuando ante el pillaje generalizado resultó prudente esconder los activos en el Banco, de donde no tardaban en desaparecer en manos del más peligroso rufián conocido, el banquero.

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Postuló Proudhon que la propiedad es el robo. Toda irresistible ascensión económica es sospechosa. Ni el dinero ni el pus aparecen solos: ambos brotan de la infección. Por tanto, el pandillero pasa a ser el héroe de una sociedad de salteadores. Las supuestas hazañas de Jesse James, Billy The Kid, Doc Holiday, Billy Wild Hickock y Pat Garret son celebradas por la misma prensa que exalta el saqueo de la mitad del territorio mexicano, la invasión de Cuba, la anexión de Puerto Rico y las Filipinas y la ocupación de Panamá y Colombia. Scott Fitzgerald sublima en El Gran Gatsby la tragedia del gangster que después de extorsionar el dinero a los infelices es interrumpido por un balazo mientras trata de usarlo para comprar status. Este sueño literario se hace realidad con la consagración del glamour Kennedy, cuando el pistolerismo asalta públicamente la Casa Blanca y la ocupa hasta que los certeros balazos de uno o más colegas imponen el orden del disimulo. El viejo Joe Kennedy, padrino de la pandilla, fue un notorio gángster enriquecido por el contrabando de licor, honorable industria cuyos réditos libres de impuestos lavó en la segunda industria menos honorable del mundo, el negociado cinematográfico, e invirtió en la compra de un cargo de embajador en Inglaterra, desde donde promover con mayor libertad su ideología fascista y la carrera política de su hijo John.

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La campaña electoral de John Kennedy es motorizada por el Rat Pack: Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. y Jerry Lewis, combo de protegidos de Las Vegas (la Disneylandia del Mafioso) que coronan el golpe de reducir una contienda electoral a la ideología del night club. Ya en el poder, Jack rompe récord de pandillerismo a gran escala intentando asaltar Cuba con un gang de mercenarios y rufianes a sueldo. Derrotados éstos, bajo la pedagogía casinera de Las Vegas se juega a una sola carta la aniquilación de la humanidad en la llamada Crisis de los Cohetes. Derrotado también en ella, como legado imperecedero al país que lo toleró le deja la guerra de Vietnam, en la cual no sale derrotado él sino Estados Unidos. Esta historia de amor y dolor queda previsiblemente interrumpida cuando un certero balazo acaba con el protagonista y otro más certero todavía disparado por el mafioso Jack Ruby sella los labios del testigo clave: drama representativo de un país donde los pandilleros ponen y quitan presidentes y estilos estéticos.

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Pues así como David Rockefeller destruyó un mural de Diego Rivera por su exceso de ideología y promovió el expresionismo abstracto por su falta de ella, los más notorios malhechores de Estados Unidos elevan el Las Vegas Look a razón de Estado. Así como el cowboy de utilería Reagan negocia drogas para atacar Irán y Nicaragua, Clinton convierte la Casa Blanca en gimnasio del sexual harassment y Bush padre e hijo en guarida de banqueros salteadores de países. Ni el amor ni la delincuencia pueden ocultarse. Así como el enamorado clama por comunicar su dicha, perece el amigo de lo ajeno por restregarle a todos en la cara su botín. El Estilo Casino, el deslumbramiento por los Cadillacs negros, las lentejuelas, la mostacilla, los anuncios luminosos, el cromo, el desayuno y las rubias platinadas enviadas a la habitación, los casinos manejados como Bolsas de Valores y las Bolsas de Valores manejadas como garitos, los centros comerciales, los gobiernos comerciales, el sicariato chic, el falso mármol, los falsos positivos, ciudades con más casinos que universidades, donde cada centímetro de las calles y de las pantallas de televisión están interferidas por publicidad, gobiernos convertidos en garitos y garitos elevados a gobierno son el mostrador evidente de la dictadura del crimen organizado. A diferencia del arte legítimo, el arte narco no atrae la atención por sí mismo, sino interfiriendo con la percepción de otra cosa agradable. La legitimación de capitales es paralela con la legitimación estética en su empecinamiento por ocultar la procedencia de los signos que exhibe. Es esto lo que debe destruir una Revolución y un Arte Revolucionario. Contra estética del Poder, el poder de la Estética.

Juegos y jardines

Juegos

Juego de las almas

Cada vez que alguien va a morir el Diablo se le aparece y le ofrece otra vida a cambio del alma. Una vez que la ha obtenido, nunca cumple, porque él es así, y por eso va ganando la partida.

Juego del Judía Errante

Se negó a ayudar a Cristo a llevar su cruz y fue condenado a partir lejos cada amanecer. No parte lejos cada amanecer por la condena, sino por miedo de que lo ayuden a cargar su propia cruz para llevarlo más rápidamente al Calvario.

Juego de los bolígrafos

Los bolígrafos nacen por generación espontánea. Se acabaron los que tienen cartucho de repuesto y hasta los que se compran. Dondequiera que vamos regalan un bolígrafo como souvenir y cuando ya no escriben dudamos en desecharlo porque es como desechar un recuerdo. Por el contrario, deberíamos desechar los recuerdos que no escriben porque pasa como con los bolígrafos que se acumulan diez cincuenta cien regados por todas partes y fallan todos a la hora de anotar un teléfono. Nadie sabe cuándo se van a agotar un bolígrafo o una remembranza. A veces fallan en medio de una frase; otros se quedan sin tinta a la hora de escribir el cheque la declaración de amor o la obra maestra. Nunca en verdad el bolígrafo satisface, por su escritura impersonal que sabe a segundos anónimos. Así estamos condenados a caligrafiar la inanidad que es la única escritura posible.

Juego del desorden

Se pierde la mayor parte del tiempo en la gerencia del desorden. Asistimos a conferencias, foros, encuentros regidos por el desencuentro. El desorden es la más perfecta forma de soledad en cuanto impide concentrarse. A él acuden los solitarios en busca de un aturdimiento que finja compañía.

Juego del viejo canalla víctima de sus amores

Hace tiempo no viaja porque en cada destino encuentra la muchacha perfecta que no le reservó el destino.

Hace semanas que no sale a la calle por no toparse con el surtido de jovencitas todas deseables todas inalcanzables todas saltarinas tras su fortaleza de risitas o senos oscilantes.

Dejó de ir a los cines por no contemplar fantasmas imposibles a distancia de mundos e incluso de décadas desde el rodaje.

Aborrece de las portadas de revistas donde alguna tonta proclama al mundo la rotundidad de su busto y la intrincación de sus rizos en un juego de mira pero no toques.

Hasta algunas feas tienen encanto pero se pierden envueltas en su propio mundo sin conceder audiencias.

Si consigue alguna al poco rato los atributos van haciéndose insípidos hasta que el ansia naufraga en el aburrimiento.

Encerrado a piedra y lodo, tratando de olvidar despierta su memoria y desata el infierno de los infiernos.

Jardín

Uñas de danta

El sobrino construye la casa y el tío que es casi un padre se antoja de sembrar en todo el jardín a tres metros una de otra uñas de danta.

La presencia de la uña de danta es misteriosa. No da flor ni fruto ni sombra y allí permanece intentado apenas dar con sus pendientes hojas hendidas un aspecto selvático que el exacto intervalo de tres metros destruye.

Prospera una mucho en un rincón del jardín donde seguramente fluye humedad. Otras después de décadas parecen rendirse y casi no generan retoños, ahogadas en helechos, cuyas hojas partidas parecen fantasmas de la uña de danta. Mas al fin éstas resucitan y lanzan sus hurañas hojas, como regresando.

Nunca el sobrino tocó las uñas de danta sembradas por el tío ni pensó en sustituirlas llevando en secreto la mortificación de aquellas plantas sin flores ni frutos ni sombra.

Mucho tiempo después de muerto el tío supo que en provincia sembraban esas plantas como guardianas contra las malas influencias.

Sin saberlo había vivido dentro de aquél cerco innombrado, protegido de manera invisible contra el mal impalpable. Plantas guerreras luchaban por él y padecían agonías y heridas y resurgimientos combatientes.

El error del tio fue vivir en otro sitio donde no había para plantar uñas de danta ni siquiera en macetas y así el mal lo encontró una noche, solo, feliz, desprevenido.

Guardianas

Por qué siempre en alguna juntura de las puertas que dan al jardín o del jardín a la calle está escondida alguna lagartija, nunca más grande que un meñique. Les gusta, parece, este juego constante entre el interior y el exterior, a pesar de que deben pagarlo corriendo aterradas cuando viene el gran abanico del portazo.

Tras la conmoción corren aquí y allá retorciéndose como signos de apertura o de cierre de interrogación a veces contemplan de lejos la puerta como sin creer que su mundo vuelve a ser estable.

Me gusta su constante compañía. No se entiende casa sin puerta pero menos puerta sin casa, ese vaivén entre interior y exterior, ese no estar ni a cubierto ni en descampado.

A veces en el marco de la puerta se descubre una lagartija sedentaria, aplastada y reducida a una costra de piel, quizá hace meses, años, siglos.

Dejó de estar adentro o afuera y ahora está por siempre en sí misma.

Flor de jazmín

Ella pasó por la vida de él o más bien él pasó por la vida de ella con la fugacidad de un perfume.

Ella experimentaba con jardines polícromos y en el jardín le plantó dos jazmineros que dan flores aromáticas apretadas como diminutos pimpollos blancos.

Ahora cada estación que él no sabe cuándo es los jazmines florecen y lanzan una fragancia que vence los años.

Por más que intenta prender retoños nunca lo consigue y al fin una ramita arraiga y crece prometiendo fragancia.

Ella tendrá veinte años muerta y las flores siguen brotando testarudas en busca del sol que nunca han visto y exhalando el perfume que nunca respirarán.

 

- Luis Britto García, http://luisbrittogarcia.blogspot.com

Versión en francés: http://luisbrittogarcia-fr.blogspot.com

https://www.alainet.org/es/articulo/133891
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