Carta a una anciana

24/04/2009
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Para Nina Garcia Alencar

¿Por qué te trato con familiaridad? Porque tú me conoces íntimamente: mi nombre es Vejez. Es muy cierto que muchas personas de edad avanzada se sienten afligidas, incluso humilladas, al acercarse a mí. Como si la Vejez fuera un mal que debe ser evitado.
 
No se conforman con la progresiva e irrefrenable degradación del organismo: la audición reducida, las restricciones alimenticias, la movilidad disminuida, el uso de bastón, etc. Por eso hasta se niegan a pronunciar mi nombre. Olvidan que a la decadencia del cuerpo debiera corresponder la preeminencia del espíritu. Pero la vida enseña que no se recoge lo que no se sembró.
 
Ya no es adecuado llamar vieja a una persona. Se inventan eufemismos, como si la recubierta del pastel modificara el sabor del relleno: tercera edad, edad mejor, dign/idad… Pero si queremos encarar la realidad sugiero “eterna edad”, puesto que los viejos están más cercanos a ella.
 
Aterrorizadas por la certeza de que un día serán viejas, y engañadas por la búsqueda ilusoria de la inmortalidad, muchas personas, respaldadas por los simulacros científicos que prometen una perenne juventud, se esfuerzan al máximo por evitar el encuentro conmigo. Tragan pastillas que prometen reducir el desgaste de las células, se hacen cirugías plásticas, pasan horas acicalando el cuerpo. Y todavía hacen el ridículo de considerarse jóvenes, de adoptar el vocabulario de jóvenes, de frecuentar las fiestas de jóvenes. ¡Qué triste resulta ver a una anciana de 70 años imitando a una mocita de 20! Una peluca en la cabeza queda bien, pero en el alma… Nina, sé que tu vida valió la pena: la familia, la fe, las flores de tu preferencia, la sabiduría de permanecer en una ciudad del interior y no haber acompañado a tus hijos en el éxodo a las metrópolis.
 
¿Qué es lo que te hace longeva? ¿Lo que te permite celebrar 95 saludables años sin haber recurrido a ninguno de esos artificios? La paz del espíritu. Tú escogiste cultivar bienes infinitos, los que se guardan en  el corazón, y no bienes finitos, los que envanecen sin saciar nunca la sed de Absoluto. Tú escogiste la amorosa maravilla de la cotidianidad, esas menudencias que como bolitas de cristal colorean la línea de la felicidad: la oración, el frecuentar la iglesia, las reuniones con las amigas, la ayuda a los pobres, el cuidado de la casa y, en el crepúsculo de la vida, el darse el derecho a espiar el mundo a través de las ventanas de los libros, de los periódicos, de la televisión.
 
Sueño con el día en que las mujeres descubran que el auge de la belleza reside en encontrarme a mí, la Vejez. Esa belleza enmarcada por las arrugas de la intensidad de la vida y por los cabellos blancos, cimentada en la sabiduría del espíritu, en la capacidad de relativizar tantas cosas que los más jóvenes enfrentan como absolutas. Belleza de quien ya no recurre a artificios exteriores para enmascarar la vanidad; basta con la sonrisa luminosa, la delicadeza de los gestos, el don de recogerse en silencio a pesar de que, alrededor, todos se quiten la palabra a gritos.
 
Tú bien sabes, Nina, que estar conmigo es experimentar algo que, cada vez más, pocos conocen: la serenidad. Una persona se vuelve serena cuando se da cuenta de que vive en un palacio de innumerables estancias -la vida-, pero no siente el menor afán por recorrerlas, perdió  toda curiosidad en relación a ellas. Le basta con un cuartito acogedor donde sus plantas reciban un poco de sol.
 
Nina, ¡recibe mi afectuoso abrazo de feliz edad! Acepta mi compañía sin ninguna ansiedad ante los designios de Dios. Él te recogerá de esta vida como un jardinero su flor, en el momento oportuno. Entonces sí, descubrirás que, al otro lado, la vida es tierna.

Con el cariño de tu compañera, Vejez. (
Traducción de J.L.Burguet)

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Frei Betto es escritor, autor de “El arte de sembrar estrellas”, entre otros libros.

https://www.alainet.org/es/articulo/133441
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