Crisis global

Cómo aplastamos al capitalismo

31/10/2008
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Las cifras han dejado de tener sentido. Dólares, euros, yenes en cantidades astronómicas llegan a los bancos para detener la bancarrota. Sin embargo, el hundimiento del sistema no se detiene; todos los esfuerzos, hasta ahora, han sido vanos. ¿Seguirán siéndolo?

Los constructores de esta modernidad, celebraron la caída del muro de Berlín y, poco después, la disolución de la Unión Soviética. Se erigieron, a partir de entonces, en la potencia invencible. No sabían, o no querían asumir, que el espectacular derrumbe de la Europa socialista, estaba anunciando la peor crisis sufrida por el capitalismo desde que Carlos Marx estableció las causas y las consecuencias de ese vaivén entre prosperidad y miseria que caracteriza a este sistema.

Negándose a entender ese proceso, lo desfiguran para involucrar a toda la sociedad humana en el salvataje de la crisis. Lo simplifican hasta la idiotez. Los países empobrecidos tienen que tomar previsiones porque, a partir de ahora, las naciones enriquecidas no podrán ayudarlos. ¡Guarden sus reservas! ¡Ahorren! ¡No gasten! Pero, sobre todo, ¡paguen su deuda! En otros términos: nosotros, los pueblos que sufrimos la explotación de este sistema, ahora debemos pagar las consecuencias de su despilfarro.

La historia no es lineal

Al término de la segunda guerra mundial, Estados Unidos de Norteamérica impuso sus reglas del juego. Primero, éstas se usaron para golpear una y otra vez el experimento socialista que amenazaba la hegemonía mundial del sistema capitalista. Lograron más de lo que habían planeado, pero no lo entendieron. La dirigencia de la URSS entró en la competencia y, para hacerlo, abandonó el materialismo histórico y asumió las reglas capitalistas. Las potencias centrales pudieron haber convivido con ese remedo de socialismo, pero el odio les enceguecía y no se satisficieron sino hasta destruir a los regímenes; en el camino, por supuesto, arrastraron a los pueblos de ese mundo que, por medio siglo, vivió otra realidad.

En esas circunstancias, un cuentista que ganó mucho dinero con su propuesta, escribió un texto al que, jactanciosamente, llamó: “El fin de la historia”. Tesis: el libre mercado era la meta final de la sociedad humana; de allí para adelante nada podía suceder pues se había culminado la historia de avances humanos hacia la perfección. Nada valían para él –y para sus congéneres ahítos y dispendiosos- los millones de hombres, mujeres, niños y ancianos que morían de hambre en el África, en Asia y en América Latina. ¿Valía la pena llamar personas a esa muchedumbre de hambrientos? ¡Ya encontrarían la manera de deshacerse de ellos!

Por lo pronto, la abundancia de que disfrutaban en el Grupo de los Siete (G-7), permitía incluso aceptar que rondaran sus residencias opulentas para hacer los trabajos sucios o quemarse al sol para recoger sus cosechas. Cada vez producían más. Cada vez los mercados se abarrotaban con cantidades superlativas de productos. Se inventó la fantasía de que ya no precisaban materias primas para producir tecnología. Incrementaron el ritmo de ventas; un producto era obsoleto un año después, seis meses, dos meses, dos semanas. Nunca estaban satisfechos.

De pronto, cuando la riqueza parecía inacabable, la maquinaria se detuvo. Estaba previsto. La demanda se detuvo, mientras la oferta seguía aumentando. Le llamaron “la burbuja inmobiliaria”, pero sólo fue la primera manifestación. Los precios aumentaron en forma increíble y luego se desplomaron. Era previsible; cualquier estudiante de economía podía darse cuenta, si realmente ha estudiado. Pero, los maestros, los Premios Nobel de la Economía, no estaban dispuestos a abandonar su facilismo, ese facilismo con que habían engañado a toda la humanidad y querían seguir engañando.

La irresponsabilidad como norma

Con la misma desvergüenza del escándalo Clinton – Levinsky, los operadores de la economía mundial jugaron con la producción, el comercio y los servicios. El poder les permitía hacer rollos de billetes y masturbarse con ellos, mientras millones de personas padecían de hambre desde su nacimiento hasta su muerte. El sistema mostraba sus peores groserías. Hace diez años, el presidente Fidel Castro, en un discurso histórico que, los medios del sistema no se tomaron la molestia de registrar, advirtió de esta hecatombe. Después de una explicación exhaustiva, Fidel dijo entonces: “Que el actual orden económico es insostenible, lo evidencia la propia vulnerabilidad y endeblez del sistema que ha convertido el planeta en un gigantesco casino, a millones de ciudadanos y en ocasiones a sociedades enteras en jugadores de azar, desvirtuando la función del dinero y de las inversiones, ya que aquellos buscan a toda costa no la producción ni el incremento de las riquezas del mundo, sino ganar dinero con dinero. Tal deformación conducirá a la economía mundial a un inevitable desastre”.

Era el 1 de enero de 1999. La economía mundial parecía bogar en la mayor abundancia. Los productos de la tecnología tenían precios altos y eran requeridos afanosamente por los países empobrecidos. Al contrario, las materias primas de éstos se cotizaban muy bajo. El petróleo, que tanto gastaban los países ricos, costaba por debajo de 20 dólares. Pero era inevitable el desastre. La curva había llegado a su nivel más alto y comenzaba a descender. Primero lentamente, hasta que se convirtió en vértigo.

Despertando del letargo

Hace unos días, la reunión iberoamericana, preparada para tocar el tema de la juventud, no pudo eludir la crisis global. Hubo aciertos destacados de los gobernantes cuyos pueblos luchan por liberarse del sometimiento a los dictados del mundo derrochador. La consigna ha sonado fuerte: para salvarnos, tenemos que atacar al capitalismo. No debemos ayudarlo, porque nos hundiremos aún más en la pobreza.

La cuestión es cómo hacerlo. La mentalidad neoliberal habla, en casi todos los países latinoamericanos, de mantener e incluso incrementar las reservas monetarias. Así, cuando la crisis nos golpee, le haremos frente cubriendo el déficit en los tesoros del dólar, el euro y el yen. Ese es el engaño con el que quieren convencernos, los causantes de la crisis. La solución no está en los bancos; está en la producción. Por tanto, hay que producir lo que hasta ahora compramos de los países industrializados.

Producir y apropiarnos de la tecnología que se reservan ellos, como chantaje para mantenernos en la dependencia. La tecnología no le pertenece a Bill Gates ni a Estados Unidos; es de toda la humanidad. Los medicamentos no son de Bayer ni de Alemania; son de todo el mundo. Las semillas no la inventó Monsanto, sino que fueron nuestros antepasados originarios.

Ahora, ante la crisis del capitalismo, la historia está de nuestra parte. Los pueblos empobrecidos debemos recuperar nuestra riqueza.

- Antonio Peredo Leigue es senador del Movimiento al Socialismo (MAS) de Bolivia.

https://www.alainet.org/es/articulo/130632

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