La heurística del miedo

02/04/2008
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Existe una relación entre la noción de “derecho a la autodefensa anticipada” que permitió, legitimó y justificó la invasión norteamericana a Afganistán y a Irak, y que fuera anunciada por los halcones de la administración Bush, y la doctrina de la Seguridad Democrática del Presidente colombiano Álvaro Uribe. En ambas nociones, la guerra se desterritorializa hacia la búsqueda de un enemigo ubicuo y casi abstracto: el terrorista; la política asume contenidos bélicos y panópticos en virtud de la cual todos somos sospechosos y debemos demostrar que somos inocentes; se convierte a la crítica en acto de disidencia que implica la conversión en enemigos a destruir bajo la cobertura y legitimidad del discurso del terrorismo. La admonición del que no está con nosotros necesariamente está en nuestra contra, de la doctrina Bush, se convierte en estrategia de intervención y militarización de los conflictos políticos a nivel mundial.

El Plan Colombia (ahora Plan Patriota), se inscribe de lleno en las derivas totalitarias que asume el capitalismo tardío en su hora neoliberal y especulativa. La incursión colombiana en territorio ecuatoriano, bajo el argumento de la “legítima defensa”, recuerda la invasión a Irak realizada bajo la misma tónica. El discurso del terrorismo se revela, en ambas circunstancias, como un discurso eficaz sobre el cual operan diversas estrategias de intervención, control y dominio. En efecto, gracias a este discurso que adquiere una significación especial luego del conflicto entre Ecuador y Colombia, puede advertirse la manera por la cual los medios de comunicación empiezan a generar un ambiente de miedo y culpa bajo la cobertura del terrorismo.

Los gobiernos progresistas de la región que de alguna manera querían alejarse de las coordenadas del neoliberalismo y de las prioridades norteamericanas, ahora tienen que demostrar que no guardan ninguna relación con el terrorismo. Acosados por las estrategias semióticas de los medios de comunicación, que en su mayoría pertenecen a grupos financieros y que siempre están alineados con la agenda americana, gobiernos, movimientos sociales y líderes de opinión que cuestionaban y criticaban al Plan Colombia, a las políticas neoliberales, y a la geopolítica imperial americana, ahora tienen que demostrar su inocencia y su desvinculación de los grupos terroristas, abjurando de sus ideas y proclamando su lealtad a las ideas dominantes de la época.

Este mismo discurso del terrorismo, ha construido una argumentación y práctica jurídica, en la cual el estatus de terrorista incluso permite la desontologización política del Otro: el terrorista es el enemigo que ni siquiera tiene derechos fundamentales y que por tanto tiene que ser eliminado en donde quiera que se encuentre. Colombia repite el discurso de la administración Bush: “combatiremos a los terroristas en cualquier lugar en el que se hallen”. Los terroristas han perdido todo estatus de interlocución política. Se convierten en parias ontológicos en el que su Ser ha sido puesto entre paréntesis como prerrogativa del poder. El poder no ha definido qué los caracteriza ni quiénes son los terroristas: en su identikit puede caber cualquier rostro, incluso el nuestro.

Puede advertirse, que inherente a esta estrategia y discurso del terrorismo como operador político del poder en el capitalismo tardío, subyace una heurística del miedo como recurso político de dominación, control y sometimiento. La referencia al terrorismo no está desvinculada de las necesidades de la geopolítica y ésta de las necesidades de control político y militar. De la misma manera que la administración Bush utilizó casa adentro el terrorismo como argumento de disuasión y generó una serie de alertas que mantuvieron a la sociedad norteamericana en vilo, asustada y en permanente tensión, ahora se utiliza el recurso del miedo como operador de la geopolítica de la lucha contra el terrorismo.

El miedo paraliza, destruye las solidaridades sociales, genera reacciones de defensa en las cuales se sospecha del otro y para evitar la mirada panóptica del poder, se opta por la auto reclusión, la autocensura. El miedo despolitiza, fragmenta, corroe, desarma, inmoviliza. El poder utiliza el monopolio de la violencia para administrar y controlar el miedo social. Ejerce una heurística del miedo cuyas coordenadas siempre están inscritas en la política. Guerra y política se imbrican y confunden sus fronteras.

Gracias a esta heurística, el poder puede construir y mantener aquello que Gramsci denominaba hegemonía. Esta heurística del miedo, puede ser comprendida, a nivel contemporáneo, en tres grandes procesos históricos en América Latina. El primero hace referencia a los procesos de industrialización luego de la última posguerra, cuando concomitante a la industrialización y el desarrollo endógeno, se fortaleció la clase obrera y los partidos comunistas de la región se convirtieron en importantes referentes políticos, sobre todo en aquellos países de desarrollo más avanzado y que, en general, se situaban en el cono sur del continente.

En efecto, en Chile, el Partido Comunista pudo ganar las elecciones con Salvador Allende y emprender una vía pacífica de transición al socialismo. Estados Unidos intervino directamente en el derrocamiento de Allende a través de la CIA, y apoyó la política represiva y criminal del régimen de Pinochet. En Argentina, EEUU apoyó el golpe de los militares en contra de María Estela de Perón. De la misma manera, EEUU estuvo detrás de los golpes militares de Uruguay y Brasil. El cono sur de América Latina se convirtió en un territorio de experimentación en el cual se utilizó el terrorismo de Estado, bajo la figura de la “guerra sucia”, para exterminar cualquier tipo de organización social, popular y sindical afín a las ideas socialistas y comunistas.

La “guerra sucia” fue un experimento social y político que utilizó el miedo como recurso y tecnología del poder. Las sociedades que vivieron el último círculo del infierno de la mano de las dictaduras militares, surgieron traumatizadas de esta experiencia. Los treinta mil desaparecidos argentinos, amén de las víctimas de la represión en Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay, fueron el saldo tenebroso de la “guerra sucia”. La izquierda política, casi desaparece del mapa político y dejó de convertirse en un enemigo real del sistema. Gracias a esta heurística del miedo, se desarticuló cualquier posibilidad de transición al socialismo por la vía pacífica. La “guerra sucia” salvó al sistema político liberal de cualquier contaminación de comunismo, en tiempos de guerra fría y de confrontación Este-Oeste.

Un segundo momento de esta heurística del miedo, y de la utilización estratégica del terror, puede visualizarse en Centroamérica durante la década de los setenta y los ochenta. El centro de gravedad estuvo en Nicaragua y la revolución sandinista. EEUU intervino directamente en la región financiando a la guerrilla contrarrevolucionaria de Nicaragua e interviniendo con apoyo logístico y bases militares, sobre todo desde Honduras.

La frontera militar abarcó también a Guatemala y a El Salvador. El Frente Sandinista de Liberación Nacional, de Nicaragua, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, de El Salvador, y la Unión Revolucionaria Guatemalteca, URGN, se convirtieron en enemigos militares a los cuales había que derrotar bélicamente. No estaba en cuestión, solamente, el poder de los sandinistas en Nicaragua o la amenaza de que lleguen al poder el FMLN en El Salvador, o la URGN en Guatemala, en realidad, estaba en juego los contenidos de la política en todo el continente.

De la misma manera que la derrota a los partidos comunistas del cono sur de la región, implicó un efecto dominó en el continente y posibilitó que el sistema político liberal procese los conflictos sociales sin opciones ni alternativas radicales en contra del sistema capitalista, la derrota a los sandinistas estaba pensada también a nivel continental. Aquello que estaba en juego eran los contenidos de la democracia. Si la revolución sandinista se consolidaba, el retorno a la democracia en América Latina habría adquirido otras características, porque los formatos liberales de la democracia habrían tenido que disputar los sentidos de la política con la experiencia sandinista. Había, por tanto, que destruir los contenidos políticos de la nueva democracia que se estaba construyendo en Nicaragua por fuera de los moldes del liberalismo, sobre todo en un contexto en el cual el sistema mundo capitalista entraba en plena especulación y crisis financiera de la deuda externa, y América latina se sumergía en la larga noche neoliberal.

EEUU aplicó el concepto de “guerras de baja intensidad” para legitimar la intervención y para darle contenidos políticos a esa intervención. La “guerra de baja intensidad” fracturó a las sociedades centroamericanas. El genocidio de Guatemala, la violencia de la guerra civil salvadoreña, la guerra en Nicaragua que condujo a la derrota electoral de los sandinistas, abrieron el camino para el retorno a la democracia en el continente. La democracia que sustituía a las dictaduras militares y a los proyectos alternativos, solamente podía inscribirse en los contenidos del neoliberalismo. El miedo como heurística del terror que sintieron las sociedades centroamericanas fracturó sus sueños de alcanzar incluso su liberación nacional. Las “guerras de baja intensidad” derrotaron a los proyectos alternativos como opciones reales de poder y abrieron el espacio político para el “Estado social de derecho” neoliberal, que será el formato único del retorno a la democracia en el continente.

Un tercer momento puede apreciarse ahora, sobre todo desde mediados de la década de los noventa, y tiene a la región andina como el principal foco militar y político. El centro de gravedad está en Colombia, e incluye a Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia y Brasil. En todos estos países, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, han intervenido sobre las estructuras sociales y sobre la institucionalidad estatal para desarmar las resistencias a la transformación neoliberal.

Mientras que la “guerra sucia” fue el contenido político para la intervención en contra de la clase obrera en el cono sur durante las décadas de los sesenta y setenta y la “guerra de baja intensidad” fue el formato de intervención militar en contra de los sandinistas en los setenta y ochenta; ahora es la lucha en contra del terrorismo y la seguridad democrática, el nuevo formato de intervención militar en la región.

La seguridad democrática y la lucha en contra del terrorismo son dispositivos de un discurso hecho para legitimar la apropiación de los territorios en una de las regiones más biodiversas del mundo: la cuenca del amazonas y el chocó andino, y en donde se encuentra la reserva de agua dulce más importante del planeta: el acuífero guaraní. El enemigo bélico a derrotar en esta nueva geopolítica de intervención, son los pueblos indígenas y los movimientos sociales de la región.

Las políticas de ajuste neoliberal al tiempo que desarticularon al Estado, posibilitaron la emergencia de movimientos sociales fuertes y con gran capacidad de movilización nacional e incluso continental. La organización indígena CONAIE en Ecuador, el MST en Brasil, y la convergencia de una serie de organizaciones sociales bolivianas en el MAS, amén de otras expresiones organizativas del continente, como la CONACAMI del Perú, y las organizaciones mapuches de Chile, abrieron el espacio político de la región hacia la disputa de sentidos de la democracia, del Estado, del socialismo, y las resistencias, con discursos alternativos y propuestas novedosas, como aquellas del “mandar obedeciendo”, “nada para nosotros, todo para todos”, o el “Estado plurinacional”.

Estos movimientos sociales generaron prácticas políticas novedosas en la región como los Foros Sociales Mundiales y disputaron los contenidos de la ideología del liberalismo como fin de la historia, y recuperaron el sentido de la utopía social con su propuesta de que “otro mundo es posible”. La emergencia y consolidación de los movimientos sociales del continente se produce en un momento de radicalización del momento neoliberal en la región, cuando a la reforma estructural neoliberal que el Banco Mundial había trabajado en filigrana en casi todos los países del continente, se suma la propuesta de privatización territorial con la Iniciativa de Integración de la Infraestructura Regional de Sud América, IIRSA. De hecho, los ejes multimodales de esta propuesta son la expresión más avanzada del neoliberalismo.

Los movimientos sociales, y a su interior los movimientos indígenas, son la amenaza más directa para la ejecución y puesta en marcha del IIRSA. La desarticulación y destrucción de sus capacidades de movilización, solamente puede hacerse a condición de que sus prácticas políticas sean puestas en el rasero del terrorismo y sean neutralizadas militarmente como parte de la lucha global en contra del terrorismo. En adelante, no será difícil “descubrir” los lazos que tenían organizaciones sociales del continente con la guerrilla colombiana o con cualquier otra organización o persona que haya sido estigmatizada como terrorista. De ahí a su calificación de movimientos terroristas y la ulterior persecución militar, hay un paso.

En el conflicto Colombia-Ecuador, no está en juego solamente la soberanía de un país, sino una estrategia de geopolítica que busca la privatización de los territorios y su vinculación a la especulación financiera mundial. La privatización de los territorios adquiere las modalidades de: agroindustria (biocombustibles), commodities, agua, biopiratería, ejes multimodales, etc. El miedo como heurística del poder está construyendo los nuevos enemigos, y está fundamentando los argumentos que permitirán su destrucción física. Los verdaderos enemigos en este momento neoliberal de privatización territorial, son los poseedores ancestrales de estos territorios, vale decir, los pueblos indígenas, que tendrán que ser desalojados, perseguidos y criminalizados por defender sus tierras, vale decir, por “terroristas”.

- Pablo Dávalos es economista y profesor universitario ecuatoriano.
https://www.alainet.org/es/articulo/126708
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