La Colombia de Uribe y la guerra
- Opinión
LA COLOMBIA DE URIBE (I)
No existe motivo especial para pensar que el presidente Álvaro Uribe fingió, en la reunión del Grupo de Río, al disculparse con el mandatario de Ecuador, y conciliar con el de Venezuela, avanzando así la conclusión de una crisis surgida por la agresión del ejército colombiano al territorio ecuatoriano. En cambio está fuera de toda duda que o mentía o hablaba desde información falsa cuando aseveró al presidente Correa, que la acción ‘defensiva’ se había realizado en suelo colombiano. Si lo mal informaron, debió exigir la renuncia de los funcionarios y militares responsables. Si mintió, se le puede aplicar el criterio de ‘razón de Estado’ por el cual un gobernante no miente sino que es eficaz (o ineficaz) en la reproducción del orden social (Estado) que le incumbe administrar.
El problema es que Uribe no defiende el orden de Colombia (la de “todos”, en el imaginario liberal), porque éste no ha existido nunca, sino su tercera candidatura presidencial, hoy día inconstitucional, para el 2010. Y la defiende buscando el “éxito” como sea. Por ello no puede pedir la salida de sus generales violadores de fronteras, ni aceptar que mintió y que mentirosos fueron también sus cargos contra los gobiernos de Ecuador y Venezuela cuya “prueba” son archivos que el Ejército colombiano atribuye al ejecutado dirigente Raúl Reyes. Reyes negociaba la liberación de Ingrid Betancourt con el gobierno de Francia. Su misión facilitó su detección y liquidación. Como Uribe no puede reconocer estas turbiedades, abraza aunque no resarce. Sigue en campaña.
Lo anterior es solo un detalle de los hechos. Lo central es que Uribe está empeñado en su reelección y liga ésta con acabar militarmente a las FARC. Para ello utiliza el terror de Estado cuya última gestación en Colombia (no la más antigua) proviene del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (dirigente liberal) en 1948. Gaitán fue ejecutado por grupos conservadores, gente decente, católica, no por comunistas, narcos o guerrilleros, toda esa tropa de no-personas que se debe extirpar como a perros rabiosos para que existan la Verdad, el Bien y la Belleza. Los liberales se defendieron de la masacre en el 48 organizando guerrillas. Y los conservadores aprovecharon la ocasión para liquidar no solo a liberales, sino llevar la matanza a campesinos, indígenas, sindicalistas, “comunistas” y cualquier bicho que no oliera a agua bendita. ‘La Violencia’ incluyó una rebelión (1948, más de 21 mil víctimas en cálculo oficial), una dictadura transicional y un posterior pacto entre pulcros propietarios conservadores y liberales. Se repartirían la administración del país y su riqueza y todos contentos. Pero a los dueños de Colombia, y a sus militares, les quedó la maña por la sangre.
Por eso el terror de Estado (al que se sumó el paramilitar) se ha prolongado y llega hasta Uribe. El enemigo no es solo las FARC. Los ejecutables son campesinos, trabajadores, sindicalistas, luchadores por derechos humanos, dirigentes populares, gente humilde. Esta violencia oligárquica no es creación de Uribe. Él, un disidente liberal y muñeco de los medios masivos, es simplemente su demagógico rostro actual.
Aunque inscrito en el imaginario antiguo de las leyes naturales sustanciales, es Platón, haciendo hablar a Sócrates, quien estipula la regla básica de un Estado de derecho: es un orden en que las leyes o se cumplen o se cambian de acuerdo a derecho (Critón, 50d/52b). Las sociedades modernas añadirán que quienes tienen la capacidad de cambiarlas son los ciudadanos (una figura universal, por generalizada, con excepciones) siguiendo los procedimientos constitucionales. Las leyes, pues, o se obedecen o grupos de ciudadanos las transforman tras haber convencido a quienes corresponda, de que su cambio es útil para la convivencia.
El Estado de derecho resulta así central para un régimen democrático de gobierno en al menos dos sentidos: determina el carácter y los procedimientos que rigen la participación electoral y las responsabilidades de los representantes, y potencia la participación ciudadana más acá y más allá del sufragio apoderando inclinación y facultades para que las leyes que se juzgan impropias sean rectificadas, si es necesario radicalmente.
La violencia armada colombiana tiene su inicio más reciente en la matanza que lanzaron grupos conservadores contra sectores liberales a finales de la década de los cuarenta del siglo pasado. La necesidad de sobrevivir llevó a los liberales a una rebelión, el Bogotazo, prolongada por guerrillas. El suceso desencadenante fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, dirigente liberal, en 1948. La violencia incluyó crímenes selectivos y masivos contra todos los sectores que el dominio oligárquico producía como vulnerables: pobres de la ciudad y del campo, trabajadores, indígenas, estudiantes. En Colombia las leyes no son para todos ni los ciudadanos pueden cambiarlas. Aunque se trate de ciudadanos “decentes”, como Gaitán.
La gestación de la emergencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, y otras organizaciones político-militares, está en esa realidad. Pero las FARC avanzaron un compromiso con el presidente Belisario Betancourt en 1985 y crearon la Unión Patriótica para participar en elecciones y, como quería Platón, cambiar ciudadanamente las leyes impropias del orden capitalista oligárquico. Este orden, ahora de liberales, conservadores, jerarquía clerical, medios masivos, narcos, militares y paramilitares, asesinó a los cuadros y dirigentes de la Unión Patriótica. La cifra puede llegar a 5.000. Se aprovechó de ultimar sindicalistas. Con todos, unos 12.000 liquidados en los últimos 10 años. Un dicho colombiano condensa: “Es más fácil y muere menos gente si montas una guerrilla que si montas un sindicato”. Los crímenes en su mayoría permanecen impunes. Los familiares de los asesinados (también se les acosa y mata, al igual que a sus abogados) presentaron su caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y ésta lo aceptó a regañadientes en 1997. Sigue en estudio. La impunidad se mantiene.
El presidente Uribe encabeza hoy este inexistente Estado de derecho regido por liquidadores y sufrido por liquidables y ‘adaptados’. Califican como liquidables todos quienes querrían para Colombia (de diversa forma, algunas seguro equivocadas), un Estado de derecho, ciudadanía y un régimen de gobierno democrático.
Elogiando al capitalismo, bajo sus formas empresarial y gerencial, profesores de las Universidades de Nueva York, Virginia y de la Fundación Kauffman, todos ellos sin lunar socialista alguno, separan las expresiones “buenas” del capitalismo, de su versión peor o pésima. Esta última es la del capitalismo oligárquico en el que poder y dinero están concentrados en pocas personas. Es el peor capitalismo, no solo por la desigualdad extrema de ingresos y riqueza sino porque sus minorías con poder lo utilizan para fijar reglas para maximizar entradas y reproducir, aumentado, su imperio.
Los profesores (Baumol, Litan y Schramm) ubican la práctica de este capitalismo en América Latina, Medio Oriente árabe y África. Se refieren a sus economías/sociedades como “empantanadas en el capitalismo oligárquico” y sin voluntad política para darse medios y transitar a otra versión. Terminan, ambiguamente compasivos, diciendo que en ellas “Tal vez se requiera una revolución, ni más ni menos --idealmente pacífica, por supuesto--, para sustituir a las minorías que ahora dominan esas economías y sociedades”. Que se sepa, nadie ha acusado aun a estos profesores estadounidenses como intelectuales del terrorismo por socializar sus juicios. (1)
Colombia es modelo de capitalismo peor. Su concentración de la propiedad resulta malsana por centrada en la voluntad oligárquica de aprovechar todo factor, incluyendo la guerra, para hacer del territorio, vía el desplazamiento de su población, una fábrica de mano de obra barata. Hoy, un minúsculo 0.4% de los propietarios concentra el 61% de la propiedad. En el otro polo, el 97% posee el 24% de la tierra. En 1961, presiones campesinas, guerra y Alianza para el Progreso dieron al país su primera ley de reforma agraria. Terminó creando pobres con tierra y fortaleciendo el discurso de que la chusma no sabía qué hacer con ella. En 1994 se buscó otro cambio, esta vez para tornar más competitiva la producción en un contexto de globalización. Solo sirvió para fortalecer la concentración de la propiedad. Hasta el Banco Mundial se espanta. La oligarquía no quiere un campo más productivo. Solo desea ser violentamente excluyente.
El indicador de Gini sobre desigualdad (donde América Latina es campeona cósmica) da a Colombia un tercer lugar sudamericano, amenazando a Brasil y Paraguay, los líderes. Una muestra del resultado: el 62% de los niños colombianos malmuere entre la desnutrición, la insalubridad y la ignorancia (cifras de Cepal). Los perpetradores del crimen (y de incontables) poseen además el monopolio de la autoconcesión de prestigio. Los avivan medios masivos y la jerarquía católica. Hoy son socios de la geopolítica estadounidense. Discriminan, asesinan, se construyen estatuas y se lanzan versos.
Quienes resisten su ferocidad son o “alzados”, o “guerrilleros” o “comunistas” o “narcoguerrilleros” o “terroristas”, según la época. Contra ellos, y sus entornos, se puede hacer cualquier cosa. El resto, porque existe todavía un resto de población, ha internalizado discriminación y violencia como sujeción pasiva y clientelar. Los menos votan con “entusiasmo” por Uribe. Otros huyen. No hay de otra.
La afinidad entre las lógicas de las instituciones capitalistas (propiedad/ privada y mercado) y las instituciones democráticas (Estado de derecho y ciudadanía universal) ha sido cuestionada no solo por autores anticapitalistas, sino por analistas del Primer Mundo nada sospechosos de renegar de su liberalismo. Referimos dos, por razones de espacio. R. Dahl (Yale University) señala que el mercado determina consumidores que dependen de un ingreso que el mismo mercado distribuye de manera diferenciada, de manera que los sujetos no pueden ser iguales en el plano político. Un mercado político democrático demanda algo distinto a empresas privadas orientadas al mercado. Más joven, M. Ignatieff (Harvard University), es también más brusco: el principio de agencia no atiende realidades socioeconómicas. Quiere decir que no existe vínculo entre producción y apropiación socioeconómica y derechos políticos ciudadanos.
Si primermundistas “célebres” piensan así de las instituciones del capitalismo “bueno” (gerencial/empresarial), es de imaginar cómo les irá a las del capitalismo “peor”, o sea al oligárquico materializado en América Latina. El asunto se resuelve en el punto de partida porque entre nosotros el Estado de derecho es una polémica, no un dato. Sin Estado de derecho no hay régimen democrático aunque el Espíritu Santo decida llamarlo así. El debate no remite a la concurrencia entre capitalismo y régimen democrático, sino entre capitalismo oligárquico y Estado de derecho. Desde luego, no concilian.
Un régimen capitalista oligárquico no puede avanzar hacia un principio de agencia integral y universal precisamente porque su lógica económico-social es abiertamente discriminatoria. Produce vulnerables y no-personas (en el límite, “desechables”) y también ‘ciudadanos’ por encima de toda sospecha: en Colombia, políticos del sistema, obispos y cardenales, jefes militares, sicarios y otras bandas que incluyen capos mafiosos y grandes propietarios. No existiendo Estado de derecho, la falsa ciudadanía se descompone en grupos de presión, clientelas, públicos, vulnerables y desechables. La liquidación no jurídica de los miembros de los últimos grupos no acarrea responsabilidades. Bajo ciertas condiciones concede “prestigio” y dinero. Se vió recién con los 2.6 millones de dólares, que el Estado entregó al grupo que asesinó a un jefe de las FARC, Iván Ríos, y a su pareja. El dinero se concedió tras "consultas jurídicas”. Estados Unidos podría agregar 5 millones de dólares a estos criminales. Ambos Estados dicen así que no son instancias de derecho sino aparatos de poder sin límites. Ninguna novedad para los colombianos.
En un sistema de este tipo la letra jurídica es eso, signos sin relación positiva con la realidad. Simulacro que admite incluso la Constitución perfecta o casi (Colombia, 1991). Al no vincularse con las tramas efectivas de poder, puede adquirir un carácter surrealista, de sarcasmo, o de política-ficción. El simulacro exige de los funcionarios un riguroso ejercicio de hipocresía. En la medida que más se transgreden normas y procedimientos, más alto se grita su observancia.
¿Qué ocurre cuando no-personas, como Iván Ríos y su pareja, desechables, clientelas y públicos atemorizados, quieren darse un gobierno propio para cambiar en algo, o en todo, sus condiciones de existencia? El sistema liquida a los dirigentes del movimiento y a algunos extras. Fue lo hecho en Colombia con la Unión Patriótica (1985). Para este sistema gobierna Uribe. A él responde la institucionalidad colombiana. Contra esta realidad es que algunos, ojalá fueran muchos más, resisten.
URIBE Y LAS FARC (V) (3)
La ejecución de un Plan ‘Patriota’ marca el acceso de Álvaro Uribe a la presidencia de Colombia (2002). El plan identifica a las FARC como una “amenaza terrorista” negándole carácter de actor de una guerra civil. La postura de Uribe se sigue tanto de motivos personales (su padre murió al resistir un secuestro ejecutado por las FARC) como del deseo de “pacificar” el país, tarea pendiente desde el reparto de Colombia entre sus propietarios en 1958 (Frente Nacional). Las FARC existen como ejército revolucionario desde 1964, pero su antecedente está en las guerrillas liberal-comunistas que resistieron a La Violencia brutal desatada a fines de los cuarenta.
El Plan 'Patriota' se inscribe además en la geopolítica de guerra global preventiva contra el terrorismo de G. Bush Jr. y, más específicamente, en su idea de acosar y abortar el proyecto de integración bolivariana liderado por el gobierno de Venezuela. EUA tildó primero como narcoguerrilla a las FARC y, ahora, como narcoterrorista. Uribe asume los conceptos (y el Plan Puebla-Bogotá y el TLC) y deviene o socio o subordinado de Estados Unidos en el área.
Hacer de las FARC-EL un grupo terrorista, seña cuyo alcance inmediato torna a sus integrantes no-personas y facilita su exterminio por cualquier medio, borrando derechos humanos, fronteras y soberanías, no es compartido en América Latina por países como Brasil, Argentina, Chile y Venezuela, y ha sido cuestionado incluso por Amnistía Internacional, organización que paró en seco en enero de este año a Uribe señalándole que, en lugar de enredarse en debatir sobre cómo calificar a las FARC “…el gobierno colombiano debería preocuparse por el hecho de que las partes en conflicto, sea la guerrilla, los paramilitares o las fuerzas de seguridad, siguen ignorando derechos humanos y la legislación humanitaria internacional”.
En efecto, si bien el estigma de “terrorista” para las FARC es disputable, no hay duda de que su acción en la guerra, al igual, sin ser idéntica, que la del Estado colombiano y la de los paramilitares (Autodefensas Unidas de Colombia), incluye violaciones sistemáticas al Derecho Internacional Humanitario (que protege a la población civil no beligerante). Particularmente duro es el empleo de minas unipersonales (dificultan la acción de tropas aerotransportadas) y su alcance para la población infantil y civil en zonas rurales y limítrofes.
Es polémico el vínculo de las FARC con el tráfico de drogas. Es conocido que su política consiste en cobrar un impuesto (“gramaje”) a los productores y comercializadores, pero es dudoso que, como estructura político-militar, se ocupe del tráfico para financiarse. Además, ni el gobierno de EUA ni la oligarquía colombiana poseen legitimidad para denunciarlos en este tema. Lo emplean básicamente para criminalizar a su enemigo.
Las FARC(12 ó 20 mil efectivos, según quien estime) no se muestran hoy como alternativa de poder en Colombia. Han perdido incidencia en las grandes ciudades y muestran flacuras ante un acoso militar nutrido por la tecnología yanqui. Pese a ello, Uribe no ganará la guerra en que se empeña porque su Plan 'Patriota' ataca solo efectos e invisibiliza causas. Si estas FARCson aplastadas, asunto por verse, el pueblo colombiano las recreará, con otros hombres, con otras formas de lucha, pero con la misma voluntad de hacer de Colombia un emprendimiento colectivo desde todos los colombianos de buena fe y para ellos.
(1) La referencia es al artículo de William Baumol, Robert E. Litan y Carl Schramm, "Capitalismo bueno, capitalismo malo", en www.project-syindicate.org, traducido en La Nación (periódico) 16/03/08, San José de Costa Rica.
(2) En este artículo se utilizaron referencias de trabajos de Robertr A. Dahl (La democracia y sus críticos), Michael Ignatieff (Los derechos humanos como política e idolatría) y del cable de AP.
(3) El nombre actual de las FARC es Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo.
- Helio Gallardo es filósofo chileno y catedrático de la Universidad de Costa Rica.
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