Manual para presidentes
08/02/2008
- Opinión
El Presidente deberá tener siempre enemigos y sabrá cómo escogerlos. Nunca abusará de las abstracciones ni de la complejidad. El lenguaje que los descubra será como sus ideas: sencillo, accesible, a veces torpe y humano. Accesible, torpe y humano incluso para el propio Presidente. Tres frases de la poesía política serán el límite de sus excesos intelectuales. No obstante, siempre deberá dejar entender que detrás de sus palabras hay algo más. La luz cuando es pobre sólo brilla en la oscuridad y la oscuridad es siempre más poderosa que cualquier insoportable resplandor.
En tiempos difíciles, el pueblo deberá creer que el Presidente no puede dar toda la información que dispone ni puede exponer al público toda la complejidad de las ideas que guían su buen gobierno. Si su gobierno no tiene ideas, esta tarea será aún más verosímil. Una gran Nación debe tener fe; pero la fe en el Presidente no se construye sin el misterio de arriba y sin la inocencia de abajo. El pueblo deberá saber que no toda la comprensión del mundo está a su alcance y que el Presidente es el único capaz de mediar entre él y la realidad. Sobre todo si la Nación está enfrentada a un gran peligro. La renuncia del pueblo al poder será siempre una renuncia voluntaria, porque el pueblo es libre gracias a nuestra protección y por medio de su infinita voluntad de vencedores.
Por esta razón, el buen presidente siempre será condescendiente con su pueblo. Sus demostraciones y sus dichos tendrán ese único destinatario. Aún a su esposa y en su propia mesa hablará bien de su pueblo y comentará sobre sus buenas intenciones, como si en ese momento estuviese siendo escuchado por el Soberano. El Presidente deberá convencerse que es un servidor de su patria y no al revés. De esta forma podrá creer en lo que dice.
La sobrevivencia de un presidente democrático radica en saber decir lo que el pueblo quiere escuchar. Nosotros y las instituciones nos encargaremos de sus deseos. El pueblo sabrá defender a su presidente pero también deberá exigir otro en su lugar, porque esto demuestra tolerancia y, sobre todo, que el cambio es posible. Pero el pueblo nunca olvidará que sin el Orden seguirá el Caos, ni el Presidente olvidará que sin el caos es imposible pregonar el orden.
Desde las campañas electorales, el Presidente demostrará habilidades especiales, no sólo para la oratoria romana sino en el manejo de las ciencias modernas de las emociones. El Presidente será diestro y mesurado en el arte de llorar y sabrá perder con mucho hábito en la lucha dialéctica. Su pueblo, nuestro pueblo, se solidarizará con él, porque es solidarizase consigo mismo. Si el presidente es inteligente, nunca lo demostrará en una contienda pública. Tampoco en las acciones de su gobierno. La inteligencia o el ejercicio de ésta es un vicio de seres inferiores y casi siempre conduce al fracaso y, sobre todo, al resentimiento. Lo demuestran los ricos y famosos por un lado y los hombres y mujeres de ciencia por el otro.
Los enemigos del orden y de la verdadera religión, aunque habitantes de la noche y del mundo subterráneo, tendrán rostros visibles, distintos al nuestro; sobre todo distinto a los rostros del pueblo y aún más distinto al luminoso rostro del Presidente. Para comprender esto, el Presidente sabrá inspirarse en al arte de su tiempo, en las leyes de la publicidad que promueven lo que reprimen en un eterno coitus interruptus. Imitará el carácter de los victoriosos héroes y observará los hábitos de los temibles villanos, representados en el arte popular que hemos creado y dibujado para la sana distracción del pueblo.
El Presidente no solo deberá aprender de la respuesta que el pueblo da a sus palabras; también deberá aprender de los rebeldes que en cierta medida son nuestros hermanos caídos. Como el ángel caído es una entidad personal, no un sistema abstracto ni un logos de la historia, así los enemigos del Presidente serán hombres y tendrán rostros. Porque el mundo está compuesto de individuos y dividido en buenos y malos. Así lo enseña la sagrada tradición y así ha de ser mientras cuidemos la moral del mundo. Así como el bien y el mal se representan a sí mismo por la belleza y la fealdad, los rostros crueles que imprimirán los diarios y describirán los heraldos no han de ser nunca hermosos, aunque el Ángel caído lo sea. Serán rostros y nombres de la periferia que cada once años puedan ser eliminados por el justo brazo del Presidente. El presidente entenderá y hará entender que las adargas de los bárbaros asesinan hombres y mujeres concretos y por esta razón el trueno de los cañones bendecidos suprimen esos demonios con rostros y masas sin nombres. Los rostros crueles nunca faltarán en número y en espanto, porque en la periferia del mundo los bárbaros recurrirán siempre al espectáculo de la crueldad en su vana pretensión de igualar la inevitable crueldad del espectáculo.
Nuestro creador ha querido que la lucha sea despareja, concediéndonos por siempre la victoria a nosotros y la agonía eterna a nuestros enemigos. Es el sabio equilibrio del mundo que existan unos y otros. Pero el Presidente deberá entender que nuestro trabajo por mantener este equilibrio deberá ser intenso y sin tregua. Porque una fuerza aún indescifrable mantiene al pueblo en un secreto estado de rebeldía. Por alguna razón oscura, con frecuencia y cada vez más, actúa como si supiera lo que hace. O como si quisiera saberlo. O como si fuese capaz de moverse por sí solo, ordenarse por sí solo, creerse a sí mismo.
Athens, febrero 2008
En tiempos difíciles, el pueblo deberá creer que el Presidente no puede dar toda la información que dispone ni puede exponer al público toda la complejidad de las ideas que guían su buen gobierno. Si su gobierno no tiene ideas, esta tarea será aún más verosímil. Una gran Nación debe tener fe; pero la fe en el Presidente no se construye sin el misterio de arriba y sin la inocencia de abajo. El pueblo deberá saber que no toda la comprensión del mundo está a su alcance y que el Presidente es el único capaz de mediar entre él y la realidad. Sobre todo si la Nación está enfrentada a un gran peligro. La renuncia del pueblo al poder será siempre una renuncia voluntaria, porque el pueblo es libre gracias a nuestra protección y por medio de su infinita voluntad de vencedores.
Por esta razón, el buen presidente siempre será condescendiente con su pueblo. Sus demostraciones y sus dichos tendrán ese único destinatario. Aún a su esposa y en su propia mesa hablará bien de su pueblo y comentará sobre sus buenas intenciones, como si en ese momento estuviese siendo escuchado por el Soberano. El Presidente deberá convencerse que es un servidor de su patria y no al revés. De esta forma podrá creer en lo que dice.
La sobrevivencia de un presidente democrático radica en saber decir lo que el pueblo quiere escuchar. Nosotros y las instituciones nos encargaremos de sus deseos. El pueblo sabrá defender a su presidente pero también deberá exigir otro en su lugar, porque esto demuestra tolerancia y, sobre todo, que el cambio es posible. Pero el pueblo nunca olvidará que sin el Orden seguirá el Caos, ni el Presidente olvidará que sin el caos es imposible pregonar el orden.
Desde las campañas electorales, el Presidente demostrará habilidades especiales, no sólo para la oratoria romana sino en el manejo de las ciencias modernas de las emociones. El Presidente será diestro y mesurado en el arte de llorar y sabrá perder con mucho hábito en la lucha dialéctica. Su pueblo, nuestro pueblo, se solidarizará con él, porque es solidarizase consigo mismo. Si el presidente es inteligente, nunca lo demostrará en una contienda pública. Tampoco en las acciones de su gobierno. La inteligencia o el ejercicio de ésta es un vicio de seres inferiores y casi siempre conduce al fracaso y, sobre todo, al resentimiento. Lo demuestran los ricos y famosos por un lado y los hombres y mujeres de ciencia por el otro.
Los enemigos del orden y de la verdadera religión, aunque habitantes de la noche y del mundo subterráneo, tendrán rostros visibles, distintos al nuestro; sobre todo distinto a los rostros del pueblo y aún más distinto al luminoso rostro del Presidente. Para comprender esto, el Presidente sabrá inspirarse en al arte de su tiempo, en las leyes de la publicidad que promueven lo que reprimen en un eterno coitus interruptus. Imitará el carácter de los victoriosos héroes y observará los hábitos de los temibles villanos, representados en el arte popular que hemos creado y dibujado para la sana distracción del pueblo.
El Presidente no solo deberá aprender de la respuesta que el pueblo da a sus palabras; también deberá aprender de los rebeldes que en cierta medida son nuestros hermanos caídos. Como el ángel caído es una entidad personal, no un sistema abstracto ni un logos de la historia, así los enemigos del Presidente serán hombres y tendrán rostros. Porque el mundo está compuesto de individuos y dividido en buenos y malos. Así lo enseña la sagrada tradición y así ha de ser mientras cuidemos la moral del mundo. Así como el bien y el mal se representan a sí mismo por la belleza y la fealdad, los rostros crueles que imprimirán los diarios y describirán los heraldos no han de ser nunca hermosos, aunque el Ángel caído lo sea. Serán rostros y nombres de la periferia que cada once años puedan ser eliminados por el justo brazo del Presidente. El presidente entenderá y hará entender que las adargas de los bárbaros asesinan hombres y mujeres concretos y por esta razón el trueno de los cañones bendecidos suprimen esos demonios con rostros y masas sin nombres. Los rostros crueles nunca faltarán en número y en espanto, porque en la periferia del mundo los bárbaros recurrirán siempre al espectáculo de la crueldad en su vana pretensión de igualar la inevitable crueldad del espectáculo.
Nuestro creador ha querido que la lucha sea despareja, concediéndonos por siempre la victoria a nosotros y la agonía eterna a nuestros enemigos. Es el sabio equilibrio del mundo que existan unos y otros. Pero el Presidente deberá entender que nuestro trabajo por mantener este equilibrio deberá ser intenso y sin tregua. Porque una fuerza aún indescifrable mantiene al pueblo en un secreto estado de rebeldía. Por alguna razón oscura, con frecuencia y cada vez más, actúa como si supiera lo que hace. O como si quisiera saberlo. O como si fuese capaz de moverse por sí solo, ordenarse por sí solo, creerse a sí mismo.
Athens, febrero 2008
https://www.alainet.org/es/articulo/125567?language=es
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