Basta ser tolerantes

Conflicto o cooperación intercultural

08/11/2007
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  • Opinión
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En el 2007 varias conferencias internacionales debatieron sobre la comprensión entre las culturas y religiones, y su valor para contribuir a la convivencia, el desarrollo y la paz[1]. En varios de esos cónclaves participaron diversas representaciones de la “sociedad civil”. Pero, aunque estas reuniones fueron un progreso en el tratamiento del tema, falta bastante más  para implementar sus conclusiones a escala mundial.

Lograrlo demandará perseverantes esfuerzos y respaldos a muchos niveles, lo que a menudo sobrepasa la capacidad política y material de los gobiernos. Hacer realidad los propósitos enunciados en esas reuniones reclamará, entre otras cosas, amplias movilizaciones ciudadanas en cada país. Las organizaciones sociales --con la pluralidad de sus enfoques y campos de acción-- pueden impulsarlas si les dan el necesario enfoque constructivo; de  no ser así, conducirán a otros resultados.

Por supuesto, promover la tolerancia y la comprensión entre las culturas y religiones es muy importante para armonizar naciones y grupos sociales. Sin embargo, eso  no es suficiente para garantizar lo que se desea, ni su perduración. La convivencia fructífera entre comunidades de diferentes culturas y creencias sólo se consolida cuando ellas comparten expectativas y proyectos importantes para sus vidas, y confían en poder realizarlos mediante esfuerzos conjuntos.

En realidad, es preciso abordar ambos aspectos también en el orden inverso: cuando se dan las condiciones para convivir y colaborar en el desarrollo de objetivos comunes, es tanto más factible cultivar mejor entendimiento y compenetración interculturales. Por supuesto, ello demanda solucionar los principales requerimientos de la aproximación sociomaterial, además de promover compatibilidad sociocultural.

Aunque las discordancias y reencuentros culturales y religiosos tienen su propia dinámica, es necesario examinarlos en su circunstancia, esto es, en interacción con otros factores de su entorno histórico. Tal como algunas de las mencionadas conferencias internacionales ya lo reconocieron, la rivalidad de intereses económicos, territoriales y ambientales suele motivar tensiones que pueden ser exacerbadas y manipuladas en el campo étnico, cultural y religioso. Pero el problema es mucho más complejo cuando además hay interferencia de intereses foráneos, ya sean empresariales o geopolíticos.

Por consiguiente, para que pueda hacerse efectivo, todo proceso conciliador necesariamente comienza por evitar, eliminar y remediar injerencias extranjeras y, en especial, por poner término a la expoliación y la imposición foráneas. Aparte de restaurar capacidades de autodeterminación, esto también implica reconocer que las naciones y empresas que han depredado recursos de un país son deudoras de las comunidades que la pueblan, y deben aportar a la solución del problema.

Cuando esa condición básica se resuelve o está en proceso de resolverse, es tanto más factible propiciar cooperaciones y sinergias entre las comunidades humanas involucradas, si dichas cooperaciones contribuyen a generar un aprovechamiento mutuamente provechoso -‑y crecientemente prometedor‑- de los recursos naturales y materiales allí disponibles. Eso concretará la posibilidad de superar desavenencias y propiciar acercamientos y cooperaciones entre las mismas.

Este es el marco que puede resolver la cuestión nacional, es decir, la integración ‑‑que con gran frecuencia es pluriétnica‑- de conglomerados sociales, económica y culturalmente abarcadores, articulados y sostenibles, cuyos diversos componentes humanos y territoriales se pueden hacer progresivamente más capaces de compartir tanto una memoria histórica como unas instancias de elaboración de decisiones y expectativas.

Por lo contrario, en el último período del siglo XX la ofensiva ideológica del extremismo neoliberal predicó la obsolescencia de las colectividades nacionales y su descomposición en entidades parciales e insolidarias. Induciendo la rivalidad más que la eficiencia competitiva; se exaltaron las diferencias y contraposiciones en lugar de las estrategias de integración nacional y regional, y se degradó la autodeterminación de los países en desarrollo a favor de la hegemonía de los intereses transnacionales.

En cada país, esa política desintegradora acentuó la marginación y empobrecimiento de los grupos sociales de menor atractivo mercantil, negándose la utilidad de que el sector público invierta en atender, capacitar e incorporar  a esas poblaciones. Junto al incremento de la injusticia y desigualdad sociales, se exacerbó la discriminación de las minorías étnicas y las regiones menos lucrativas.

Pero, a la postre, eso también hizo reverberar y crecer la inconformidad de esas víctimas sociales y su disposición para protestar y reclamar derechos. Las prácticas neoliberales agravaron la crisis social hasta convertirla en un amenazante factor de inestabilidad. En consecuencia, ahora los planteamientos han empezado a buscar otras alternativas.

Así, recientemente, la Declaración que reconoce los derechos culturales y religiosos de los pueblos originarios o indígenas[2] agregó un progreso más, al menos en el plano del derecho internacional. Para promover una convivencia más equilibrada entre los distintos integrantes étnico-culturales de un país, ya se admite que es indispensable reconocer y valorar el legado cultural de los pueblos nativos que -‑junto a las aportaciones de las poblaciones inmigradas y criollas‑- enriquece y le da identidad propia al conglomerado cultural de cada nación.

Ese reconocimiento tiene inapreciable valor para la lucha de esos pueblos por satisfacer otras exigencias del desarrollo humano, como la ciudadanía, la justicia y la igualad de oportunidades, que mitigan las disparidades con los demás grupos sociales y habilitan para reclamar otros derechos. Sin embargo, una errónea interpretación del tema puede generar efectos contraproducentes.

Es natural que, luego de siglos de marginación, muchos pueblos originarios reclamasen el reconocimiento de su cultura y creencias como una ardorosa reivindicación. Sin embargo, no pocas veces esto ha servido para atizar resentimientos e inducir confrontaciones que le restan cohesión, integridad socioeconómica, viabilidad y gobernabilidad a Estados pluriétnicos, rebajándoles capacidad para viabilizar el desarrollo social. El caso extremo ha sido el de guerras y hecatombes civiles que poco han servido para mejorar las condiciones de vida material ni espiritual de los pueblos afectados.

Es inevitable reconocer que la prédica neoliberal también infiltró a ciertos sectores populares, tendiendo a enfrentarlos entre sí. Para evitar que de eso deriven mayores males, es preciso contribuir a que el justo reconocimiento de las culturas indígenas se asuma -‑por unos y otros‑- no como una exaltación de las discrepancias, sino como ocasión de discernir opciones comunes y convertir las diferencias en oportunidades para compartir proyectos. Lo contrario es ir a contrapelo de la corriente histórica, que hoy privilegia los procesos de integración.

La alternativa de construir relaciones orientadas a la cooperación implica resaltar lo mucho que las distintas culturas y religiones tienen en común, como formas diferentes de sustentar aspiraciones morales y humanitarias que son similares o compatibles. Sin embargo, para que el énfasis recalque lo que hay de común, en vez de acentuar las divergencias, se requiere lograr un sostenido apoyo de los sistemas educativos y los medios de comunicación.

En lo que toca al sistema escolar el Estado tiene responsabilidades que las autoridades deben cumplir. Pero, en lo que corresponde a los medios de comunicación, generalmente nos referimos a entidades privadas que invocan un concepto de libertad de expresión renuente a acoger iniciativas estatales o de interés social, al menos sin cobrar por hacerlo. Al respecto las organizaciones sociales pueden desempeñar un papel esclarecedor y crítico para erradicar de dichos medios toda expresión de racismo, xenofobia, intolerancia y exclusión sociocultural, y demandar enfoques incluyentes y constructivos.

Ningún poder alcanza por sí solo a cumplir todos esos objetivos. También los organismos internacionales, gobiernos y organizaciones sociales, políticas y académicas necesitan complementarse, junto a cada comunidad cultural y religiosa, para que la cooperación se concrete como una fuerza incluyente y duradera, esa que viene de la unidad en la diversidad.

- Nils Castro es escritor y catedrático, asesor del Vicepresidente y Canciller de la República de Panamá.



[1]. Por ejemplo: La Resolución “Logro del respeto y la coexistencia pacífica de todas las comunidades y creencias religiosas en un mundo globalizado”, adoptada en la 116ª Asamblea de la Unión Interparlamentaria, Nusa Dua, Bali, el 4 de mayo. También, la “Declaración de Nanjing sobre el diálogo interreligioso”, acordada por el Tercer Diálogo Interreligioso de la ASEM en Nanjing, China, el 21 de junio. Además, la “Declaración y el Programa de Acción de la Reunión ministerial del Movimiento No-Alineado sobre Derechos Humanos y Diversidad Cultural, aprobada en Teherán, República Islámica de Irán, el 3 y 4 de septiembre, así como el “Diálogo de alto nivel sobre la comprensión y la cooperación entre religiones y culturas por la paz”, en la Asamblea General de la ONU, Nueva York, 4 y 5 de octubre..

[2]. Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada por la Asamblea General el 7 de septiembre de 2007

https://www.alainet.org/es/articulo/124128
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