El papel del periodismo en la búsqueda de la verdad
31/08/2007
- Opinión
A la pregunta de “qué rol deben jugar los medios de comunicación en la búsqueda de la verdad en el contexto colombiano” este artículo responde con un conjunto de reflexiones que buscan llamar la atención sobre la situación del periodismo, especialmente del periodismo regional, en nuestro país.
Situación del periodismo en Colombia
En octubre de 2005, las FARC paralizaron el departamento de Arauca. La orden perentoria era que nadie ni nada podía moverse. El paro armado era un desafío al Ejército y un mensaje directo al gobierno: la guerrilla de las FARC no estaba arrinconada ni derrotada. Los periodistas de Arauca registraron el hecho sin adjetivos: “no hay taxis”, “no hay lanchas”, “no hay transporte de alimentos”. Como se volvió costumbre en los medios de la región, las noticias guardaban cautela notarial.
Mientras tanto el gobierno nacional afirmaba desde Bogotá que la situación estaba controlada. Por supuesto el mensaje llegó a los mandos militares de la región, quienes a su vez les llamaron la atención a los periodistas locales. “No le hagan el juego al terrorismo”, les dijeron. Poco después el parte de normalidad de la Fuerza Pública comenzó a difundirse por los medios de comunicación. En respuesta a ello, varios transportadores y habitantes de la región intentaron reanudar su rutina. Sin embargo, más de uno pagó con su vida por ello. Los periodistas, por su parte, fueron amenazados. Su acto, seguramente, los convirtió, a los ojos de las FARC, en “portavoces del gobierno”.
Estos hechos y las estadísticas de años anteriores confirman que Arauca es una zona particularmente difícil para el ejercicio del periodismo. Tan solo en el mes de abril de 2003, 13 periodistas abandonaron la región por amenazas. A esto se suma el homicidio de Efraín Alberto Varela Noriega y Luis Eduardo Alfonso Parada, directores de la emisora “Meridiano 70”, en junio de 2002 y marzo de 2003, respectivamente.
Si bien es cierto que la mayoría de los periodistas amenazados regresaron a Arauca, lo han hecho en condiciones que dificultan el ejercicio de su profesión. Muchos de ellos se desplazan escoltados, en vehículos blindados y tienen que hacer su cubrimiento conjuntamente y con protección permanente. La ciudadanía recibe cinco o seis versiones idénticas sobre la misma información, usualmente basada en las fuentes oficiales.
Pero Arauca no es la única región del país donde el ejercicio periodístico resulta en extremo peligroso. Durante el año 2006, en el departamento de Córdoba, un periodista fue asesinado, Gustavo Rojas Gabalo, y por lo menos cinco recibieron amenazas de muerte. Uno de ellos, Rafael Gómez Gómez, quien investigaba irregularidades en el manejo de los recursos de salud del departamento, salió de Montería en agosto de 2006. Un par de días después, un par de colegas suyos de la emisora “La Voz de Montería” tuvieron que hacer lo mismo.
En Tierralta, otro municipio del departamento de Córdoba –según lo denunció recientemente el periódico El Tiempo- un número indeterminado de periodistas sufrieron golpes y amenazas por miembros de grupos paramilitares que actuaron en complicidad con funcionarios públicos. Y digo “indeterminado” porque la negativa de varios de los afectados a denunciar y exponer públicamente sus casos por temor a represalias ha dificultado el registro preciso de estas violaciones.
En la mayoría de los casos, las amenazas contra periodistas provienen de grupos paramilitares que buscan acallar las denuncias sobre la existencia de alianzas y pactos secretos entre los líderes de estos grupos y funcionarios de las administraciones locales. Lo paradójico de esto es que Córdoba es precisamente el epicentro del proceso de paz entre el gobierno nacional y los grupos paramilitares.
Por otra parte, también resulta paradójico que el número de periodistas amenazados en Córdoba hayan aumentado desde el inicio del proceso de paz entre el gobierno y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). No obstante, es posible que este fenómeno se explique por la decisión de muchas víctimas de denunciar las violaciones. En efecto, es posible que este hecho haya alentado a los periodistas a empezar a hablar sobre los temas espinosos. Pero en su lucha por romper el silencio, los periodistas han encontrado un obstáculo insalvable: no existen aún plenas garantías de seguridad para ellos y sus familias.
En el resto del país la situación es igualmente preocupante. En lo que va corrido del año, tres periodistas han sido asesinados, se han registrado casi 50 amenazas, 15 casos de tratos inhumanos o degradantes y diez de obstrucciones al trabajo periodístico. En total, se han documentado alrededor de 85 violaciones a la libertad de prensa [1]. Es probable que al finalizar el año las cifras superen las de 2005.
Estos números, sin embargo, son insuficientes para dar una idea completa de lo que sucede en Colombia. Los gobiernos suelen manejan un discurso equivocado. Argumentan que si hay menos periodistas en los cementerios y hospitales, hay mayor libertad de prensa. Pero no son concientes –o no quieren serlo– de la ley del silencio que opera por cuenta de la autocensura en las salas de redacción de los medios de comunicación regionales: los temas se quedan guardados en cajones, olvidados en libretas de apuntes o relegados en la memoria de los periodistas.
Aunque las estadísticas no den cuenta de este fenómeno no hay duda que la autocensura existe y que muchos periodistas en distintas zonas del país la utilizan como medida de protección. En el informe preliminar de 2005, la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, concluyó: “Inhibidos por el miedo a ser amenazados o agredidos, muchos periodistas en Colombia han optado por dejar de informar sobre temas sensibles a intereses ilegales. Asuntos como la corrupción, el narcotráfico y la acción de los grupos armados ilegales han salido de las agendas informativas de los medios regionales, o apenas se registran escuetamente. La autocensura es la característica predominante del periodismo en Colombia. Así, en varias regiones del país el mercado informativo es reducido”.
Pero no es sólo el temor a volverse blanco de ataques y amenazas lo que alimenta la autocensura en Colombia. Los periodistas en las regiones son muy vulnerables a otro tipo de manipulación que, aunque un poco más sutil, es igualmente efectiva: la manipulación económica.
Y es que, además de producir información, el periodista regional debe salir a venderla, debe comercializar su espacio radial, su hoja de periódico, su minuto en televisión. Contratados a través de cupos publicitarios, comisiones por venta o notas publicadas, la mayoría de los periodistas hipotecan su independencia: “la manera como las entidades públicas distribuyen la publicidad oficial entre los medios de comunicación se convirtió en un instrumento para presionar a los medios para que publiquen información favorable”, afirma también la FLIP en su informe.
Esto, por supuesto, se ha convertido en terreno fértil para las prácticas periodísticas más nocivas. Entre otras, el informe identifica casos de “periodistas que pidieron contribuciones en pauta oficial como condición para cubrir alguna información; periodistas que le dieron prelación a una fuente y parcializaron la información que presentaron, y periodistas que sin tener clara la distinción entre la información y la propaganda, terminaron sirviendo con su trabajo a intereses políticos”.
- Artículo publicado en: “El mosaico de la memoria: Experiencias locales, no oficiales o parciales de búsqueda de la verdad histórica” de la Fundación Social, ICTJ y Alcaldía de Medellín, con el apoyo de la Alcaldía de Medellín, la Agencia Canadiense para el Desarrollo Internacional y el gobierno de la Confederación Suiza y la Agencia Suiza para el Desarrollo y la Cooperación, COSUDE.
Nota
[1] Se dan cifras aproximadas, ya que las estadísticas de la FLIP se han depurado en los últimos meses. Las cifras precisas se divulgan en los informes anuales.
Carlos Cortés Castillo
Director de la Fundación para la Libertad de Prensa
Situación del periodismo en Colombia
En octubre de 2005, las FARC paralizaron el departamento de Arauca. La orden perentoria era que nadie ni nada podía moverse. El paro armado era un desafío al Ejército y un mensaje directo al gobierno: la guerrilla de las FARC no estaba arrinconada ni derrotada. Los periodistas de Arauca registraron el hecho sin adjetivos: “no hay taxis”, “no hay lanchas”, “no hay transporte de alimentos”. Como se volvió costumbre en los medios de la región, las noticias guardaban cautela notarial.
Mientras tanto el gobierno nacional afirmaba desde Bogotá que la situación estaba controlada. Por supuesto el mensaje llegó a los mandos militares de la región, quienes a su vez les llamaron la atención a los periodistas locales. “No le hagan el juego al terrorismo”, les dijeron. Poco después el parte de normalidad de la Fuerza Pública comenzó a difundirse por los medios de comunicación. En respuesta a ello, varios transportadores y habitantes de la región intentaron reanudar su rutina. Sin embargo, más de uno pagó con su vida por ello. Los periodistas, por su parte, fueron amenazados. Su acto, seguramente, los convirtió, a los ojos de las FARC, en “portavoces del gobierno”.
Estos hechos y las estadísticas de años anteriores confirman que Arauca es una zona particularmente difícil para el ejercicio del periodismo. Tan solo en el mes de abril de 2003, 13 periodistas abandonaron la región por amenazas. A esto se suma el homicidio de Efraín Alberto Varela Noriega y Luis Eduardo Alfonso Parada, directores de la emisora “Meridiano 70”, en junio de 2002 y marzo de 2003, respectivamente.
Si bien es cierto que la mayoría de los periodistas amenazados regresaron a Arauca, lo han hecho en condiciones que dificultan el ejercicio de su profesión. Muchos de ellos se desplazan escoltados, en vehículos blindados y tienen que hacer su cubrimiento conjuntamente y con protección permanente. La ciudadanía recibe cinco o seis versiones idénticas sobre la misma información, usualmente basada en las fuentes oficiales.
Pero Arauca no es la única región del país donde el ejercicio periodístico resulta en extremo peligroso. Durante el año 2006, en el departamento de Córdoba, un periodista fue asesinado, Gustavo Rojas Gabalo, y por lo menos cinco recibieron amenazas de muerte. Uno de ellos, Rafael Gómez Gómez, quien investigaba irregularidades en el manejo de los recursos de salud del departamento, salió de Montería en agosto de 2006. Un par de días después, un par de colegas suyos de la emisora “La Voz de Montería” tuvieron que hacer lo mismo.
En Tierralta, otro municipio del departamento de Córdoba –según lo denunció recientemente el periódico El Tiempo- un número indeterminado de periodistas sufrieron golpes y amenazas por miembros de grupos paramilitares que actuaron en complicidad con funcionarios públicos. Y digo “indeterminado” porque la negativa de varios de los afectados a denunciar y exponer públicamente sus casos por temor a represalias ha dificultado el registro preciso de estas violaciones.
En la mayoría de los casos, las amenazas contra periodistas provienen de grupos paramilitares que buscan acallar las denuncias sobre la existencia de alianzas y pactos secretos entre los líderes de estos grupos y funcionarios de las administraciones locales. Lo paradójico de esto es que Córdoba es precisamente el epicentro del proceso de paz entre el gobierno nacional y los grupos paramilitares.
Por otra parte, también resulta paradójico que el número de periodistas amenazados en Córdoba hayan aumentado desde el inicio del proceso de paz entre el gobierno y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). No obstante, es posible que este fenómeno se explique por la decisión de muchas víctimas de denunciar las violaciones. En efecto, es posible que este hecho haya alentado a los periodistas a empezar a hablar sobre los temas espinosos. Pero en su lucha por romper el silencio, los periodistas han encontrado un obstáculo insalvable: no existen aún plenas garantías de seguridad para ellos y sus familias.
En el resto del país la situación es igualmente preocupante. En lo que va corrido del año, tres periodistas han sido asesinados, se han registrado casi 50 amenazas, 15 casos de tratos inhumanos o degradantes y diez de obstrucciones al trabajo periodístico. En total, se han documentado alrededor de 85 violaciones a la libertad de prensa [1]. Es probable que al finalizar el año las cifras superen las de 2005.
Estos números, sin embargo, son insuficientes para dar una idea completa de lo que sucede en Colombia. Los gobiernos suelen manejan un discurso equivocado. Argumentan que si hay menos periodistas en los cementerios y hospitales, hay mayor libertad de prensa. Pero no son concientes –o no quieren serlo– de la ley del silencio que opera por cuenta de la autocensura en las salas de redacción de los medios de comunicación regionales: los temas se quedan guardados en cajones, olvidados en libretas de apuntes o relegados en la memoria de los periodistas.
Aunque las estadísticas no den cuenta de este fenómeno no hay duda que la autocensura existe y que muchos periodistas en distintas zonas del país la utilizan como medida de protección. En el informe preliminar de 2005, la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, concluyó: “Inhibidos por el miedo a ser amenazados o agredidos, muchos periodistas en Colombia han optado por dejar de informar sobre temas sensibles a intereses ilegales. Asuntos como la corrupción, el narcotráfico y la acción de los grupos armados ilegales han salido de las agendas informativas de los medios regionales, o apenas se registran escuetamente. La autocensura es la característica predominante del periodismo en Colombia. Así, en varias regiones del país el mercado informativo es reducido”.
Pero no es sólo el temor a volverse blanco de ataques y amenazas lo que alimenta la autocensura en Colombia. Los periodistas en las regiones son muy vulnerables a otro tipo de manipulación que, aunque un poco más sutil, es igualmente efectiva: la manipulación económica.
Y es que, además de producir información, el periodista regional debe salir a venderla, debe comercializar su espacio radial, su hoja de periódico, su minuto en televisión. Contratados a través de cupos publicitarios, comisiones por venta o notas publicadas, la mayoría de los periodistas hipotecan su independencia: “la manera como las entidades públicas distribuyen la publicidad oficial entre los medios de comunicación se convirtió en un instrumento para presionar a los medios para que publiquen información favorable”, afirma también la FLIP en su informe.
Esto, por supuesto, se ha convertido en terreno fértil para las prácticas periodísticas más nocivas. Entre otras, el informe identifica casos de “periodistas que pidieron contribuciones en pauta oficial como condición para cubrir alguna información; periodistas que le dieron prelación a una fuente y parcializaron la información que presentaron, y periodistas que sin tener clara la distinción entre la información y la propaganda, terminaron sirviendo con su trabajo a intereses políticos”.
- Artículo publicado en: “El mosaico de la memoria: Experiencias locales, no oficiales o parciales de búsqueda de la verdad histórica” de la Fundación Social, ICTJ y Alcaldía de Medellín, con el apoyo de la Alcaldía de Medellín, la Agencia Canadiense para el Desarrollo Internacional y el gobierno de la Confederación Suiza y la Agencia Suiza para el Desarrollo y la Cooperación, COSUDE.
Nota
[1] Se dan cifras aproximadas, ya que las estadísticas de la FLIP se han depurado en los últimos meses. Las cifras precisas se divulgan en los informes anuales.
Carlos Cortés Castillo
Director de la Fundación para la Libertad de Prensa
Fuente: Actualidad Colombiana, Boletín Quincenal, Edición 458
http://www.actualidadcolombiana.org/
https://www.alainet.org/es/articulo/122975
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