Un clic que significa tener el poder
Sobre una polémica: ¿Censura o regulación?
27/05/2007
- Opinión
Fue una semana muy dura de digerir. Comenzó con las declaraciones de algunos personajes vinculados a los medios culturales, quienes afirmaron que Uruguay vive un oasis de libertad mal utilizada (o libertinaje cultural) y por lo tanto existen vehículos de expresiones bochornosas, y de libertades mal utilizadas y se necesita de censores para poner las cosas en orden y que sea “el gobierno” el que dirija las programaciones. Otros hablaron de un grupo de “notables”, lucidos buenos ciudadanos que pensarán por todos nosotros y nos dirán que podemos ver y que no. Para culminar, el domingo asistí a la función de la película alemana, “La vida de los otros”, y me dije: cartón lleno.
Luego volví a reflexionar sobre Uruguay, que es un país en que - por suerte- se habla de todo y, obviamente, en el que algunos defienden de manera abstracta mecanismos que, en realidad, no se aplican, y también demonizan políticas, como las reguladoras, que deberían estar en el centro de un debate que se hace necesario para el desarrollo de la sociedad democrática, especialmente cuando desde algunos sectores de la cultura aparecen estos pujos favorables a la censura. Y todo ello ocurre porque existen algunos parámetros ideológicos que son repetidos con insistencia, que colocan a las mass media en un lugar que solo le correspondería si se desbrozara el camino de obstáculos y vicios que hoy oscurecen esas libertades.
Pero, vayamos por partes. ¿Hay diferencias entre los medios escritos, radiales y televisivos? Por supuesto que las hay y son fundamentales para una valoración de las políticas que se deben aplicar en torno a los mismos. Los diarios, semanarios y otras publicaciones escritas, son generalmente propiedad de empresas editoriales que actúan comercialmente, casi siempre, vinculadas a sectores políticos e ideológicos bien definidos. El riesgo les es inherente y, por supuesto, su permanencia es reflejo de sus aciertos editoriales, sus virtudes comunicacionales o comerciales.
Es un sector el escrito, para caracterizarlo de alguna manera, donde el Estado, como entelequia de derechos ciudadanos, tiene poco para hacer. Solamente colaborar, a través del gobierno, brindando todos los mecanismos de cristalinidad, para que la información pueda llegar y democratizar al trabajo comunicacional. Por supuesto, y como no queremos ser sospechados de otra cosa, que extendemos este mismo criterio a los medios electrónicos, pues la libertad de información debe ser un denominador común para el desarrollo y la profundización de la democracia.
Pero, es bueno señalarlo también, existe una diferencia muy marcada entre unos y otros. Las emisoras de radio y televisión funcionan en base a las ondas que les otorga el Estado, las qué usufructúan sin medida, en una explotación comercial que nadie les impide y que ha determinado pingues ganancias y/o mayúscula influencia para algunos. ¿Por qué, entonces, no establecer contrapartidas en estas empresas o medios que existen gracias a la concesión de las ondas que son de todos? ¿Por que no regular, en común acuerdo, derechos y obligaciones? ¿Por qué no establecer, por ejemplo, contrapartidas culturales, educativas, sociales, que favorezcan al desarrollo de la sociedad en su conjunto?
¿Por qué no plantear la necesidad de que quienes explotan gratuitamente ondas que les otorga el Estado, deban - más allá que desde el punto de vista informativo y editorial tengan todas las libertades - comprometerse a cumplir con un cúmulo de contrapartidas, claramente definidas, vinculadas todas ellas a los grandes cursos de nuestra sociedad? ¿Acaso no son bienes supremos el pluralismo, la igualdad racial y de género, los valores culturales universales, la paz, la defensa de la democracia, la vigencia de los derechos humanos?
Algunos dirán que tras una "regulación" que tienda a defender en los medios electrónicos algunos valores vinculados a nuestra esencia como país y, fundamentalmente, como Nación, existen los peligros de que la norma se convierta en una tiránica manera de establecer cortapisas a la información e intentar contar con una prensa domesticada. Claro, esos males, pueden estar en el centro del pensamiento de muchos que tienen otras concepciones. Pero otros - la mayoría de los atentos receptores de los mensajes - se han quemado con leche, observando como a través de las ondas que el Estado ha entregado gratuitamente, se transmiten mayoritariamente programas de cualquier nivel, muchos para llenar horas de transmisión, donde el entretenimiento pasatista desplaza a la educación y la tontería se impone a los mecanismos comunicacionales que afiancen el desarrollo cultural. Claro, tiene que haber de todo, pero algunos elementos esenciales deben preponderar en el acuerdo que necesariamente debe existir entre unos y otros.
Los males de este contexto
“La vida de los otros” es un filme interesante del que se ocupa Esteban en otra parte de este ejemplar de Bitácora, pero cuya trama y especialmente, título, vienen al caso cuando intentaremos analizar ese contrasentido tan uruguayo, propio de una cultura semi provinciana llena de tabúes, que tiene vinculaciones tan nefastas con hechos de nuestra historia, de incorporar un ordenamiento propio (en esta caso gubernamental) a la cultura de los demás, decisivamente cuestionando ideologías, gustos, tachando expresiones que no se comparten, especialmente ahora, las provenientes de la Argentina que tienen alto rating, de lamentables, bochornosas, perniciosas para la cultura nacional y otras adjetivaciones lapidarias y lapidantes para los miles y miles de espectadores que vieron esos programas. Cuando hablamos de regular, ello no significa censurar expresiones de ningún tipo ni presionar a nadie, para que las “estrellas” del firmamento propio sustituyan a las del firmamento ajeno.
Por supuesto que nunca las voces más drásticas analizan la dilapidación de horas que ha significado para la televisión nacional expresiones a las que se les podrían aplicar las mismas calificaciones o peores y que ni siquiera contaron con la justificación del rating, algunas que han sido levantadas por la cordura de las autoridades del Canal oficial. Pero no de otras que han persistido en pantallas que son de responsabilidad comunal, estatal o privada, que deberían manejarse con objetivos más claros, porque si bien es atendible tener programas sobre el Carnaval, que es una expresión interesante y eminentemente popular, no es inteligente agobiar a los teleespectadores con horas y horas de una programación repetitiva, cansadora y poco atractiva que, claramente, hace que el espectador prefiera apretar el botón del control remoto y enfrentarse a la opción de un Tinelli, que por lo menos ofrece el interés del entretenimiento propio, en una modalidad del espectáculo chabacano, que puede gustar o no, pero que es propio de la llamada farándula porteña. Tampoco es televisivamente lícito poner a buenos profesores a dar cátedra desde un escritorio, frente a una cámara, en uno de los más tediosos programas que hayamos visto en los últimos tiempos.
Podríamos hablar largamente de la televisión nacional, de sus carencias insuperables, de su lucha en un medio chico por un rating esquivo y su dependencia de factores, como el político, que la ha acostumbrado a hacer una labor poco atractiva, en que programas de fuerte denuncia, revulsivos y creadores de agenda (tenemos ejemplos recientes, Zona Urbana y Lanata), por razones distintas son jaqueados. Dejaron de salir porque les resultó en algunos casos insoportable y en otros imposible de sortear, las presiones, de los propios canales o de una opinión pública sesgada, que generalmente victimiza a los periodistas duros, transgresores, pero que a la vez – como la vida misma – tienen perfiles frívolos, como cualquier ser humano. (Si lo habemos experimentado, en otra dimensión, quienes hemos realizado nuestra lucha por un país distinto desde las páginas de LA REPUBLICA)
Una televisión nacional que lucha también en contra los canales cable que aumentan una multi oferta altamente competitiva y enfrentan al teleespectador con propuestas del más alto nivel de producción televisiva, mientras aquí no aparece rentable armar programas interesantes que salgan de ciertos márgenes: si son transgresoras, porque los anticuerpos creados en la sociedad y en el poder de inmediato actúan, tampoco si exigen medios medianamente costosos de producción dado que en el país no existe respuesta publicitaria suficiente como para financiar el esfuerzo.
Ello no ocurre en la Argentina, donde el apoyo publicitario abre la posibilidad del mantenimiento de programas y les da a los periodistas y conductores algún margen mayor de libertad profesional del que viven los esforzados orientales.
De la regulación a la censura
La actual conflagración polémica, sobre la que planearemos hoy, se comienza a verificar luego de un sorprendente planteo del director de la Comedia Nacional, Jorge Denevi, que se manifestó partidario de la “censura”, criticando duramente a los programas argentinos de alto rating y, en particular, a la actriz Iliana Calabró, que para Denevi, “no es una estrella”.
Por supuesto que al director de la Comedia Nacional, institución que no ha sido tampoco un dechado de virtudes artísticas con un elenco burocratizado que no depende del éxito de una obra, porque igualmente sus integrantes, a fin de mes, pasan por ventanilla y tienen sus emolumentos asegurados – según lo que afirma mucha gente del ambiente – que ha servido como una especie de freno para el teatro nacional y no como – lo que debiera ser – un elenco de alto nivel artístico que fuera un atractivo constante, especie de boca de salida del arte teatral nacional y de las grandes obras clásicas, otras revulsivas, de denuncia o experimentación artística. Este elenco por años se enclaustró en el Teatro Solís, y fue lentamente muriendo en una actividad exclamativamente anodina, que llevó a los espectadores a buscar otras expresiones.
Denevi, que quiere censurar a los enlatados argentinos, ¿por qué los sustituiría? ¿Qué elementos conforman lo que él denomina una “estrella”? ¿Cuál es la “estrella” uruguaya que supera el ráting que concita la señora Calabró? ¿Se atreve a sostener que un programa por él armado sería tan atractivo como los que criticó con tanta dureza? ¿Por qué este señor, en lugar de orientar con cordura a la institución que tiene a su frente, buscando llenar de bote a bote la sala en cada función del elenco oficial, trata de indicarle a los uruguayos, los miles que se contabilizan en el rating, lo que tienen que ver, que gustos tienen que tener?
Pero esto no queda en las declaraciones de Denevi, ya que posteriormente advertimos que las mismas eran la expresión de todo un hilo ideológico que partía de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación y, particularmente, de su secretario, Luis Mardones, que palabras más palabras menos, sostuvo lo mismo, respondiendo ante la repregunta de un periodista sobre quién debía ser el encargado de determinar las programaciones. El funcionario contestó muy suelto de cuerpo: “el gobierno”.
Le faltó decir “el Estado”, para que su apreciación tuviera connotaciones estalinianas y el cartón estuviera lleno en este mundo del disparate y la soberbia. Allí nos aparecería como vivido lo planteado en “la vida de los otros”, cuando todo estaba referido al “bien del Estado”, y cada funcionario despreciara de manera determinante todo lo que no fuera el pensamiento oficial, calificando de peligrosos los gustos, las pasiones, las diferentes formaciones culturales, y hasta las modalidades personales que salieran de la mediocre normalidad impuesta por los burócratas.
Para Mardones el gobierno tiene derecho a imponer una especie de censura, golpeando económicamente a los canales que exhiban programas enlatados de alto rating, considerados por algún funcionario (el censor) como de bajo nivel cultural o político. Claro, no dijo, ni por qué los sustituiría.
El camino es la regulación democrática
Entonces, ante tanto dislate, es claro que se debe regular la relación entre el Estado que entrega las ondas - que no quiere decir gobierno - y los permisarios de la mismas, es una acción básica que esta vinculada al necesario afianzamiento de valores fundamentales para el desarrollo de la democracia, estableciendo cuotas de pantalla para el autor y el actor nacional y una serie de elementos básicos.
Son esenciales para la construcción de una sociedad democrática - dijimos en alguna ocasión - la libertad de prensa, la libertad de expresión y el derecho a la información mediante la promoción de la ética, la investigación, la precisión y el uso de las nuevas tecnologías en el ejercicio periodístico, así como la protección de los periodistas, sin duda, uno de los eslabones más débiles, junto con los receptores de la información, de todo el proceso comunicacional.
En materia de elegir los programas, tiene todo el derecho del mundo el teleespectador de ver lo que quiere, un enlatado de Tinelli, que los largos y tediosos •”enganchados” de carnaval que ofreció hasta hace algún tiempo el canal de la IMM.
Qué el señor Denevi, que manifiesta tener las cosas tan claras, defina sus gustos y diga que programa quiere que se vea en la TV, que quizás algún director de programación le hace caso. Pero que recuerde que los canales privados viven de los avisos y estos dependen de la cantidad de pantallas prendidas (rating) existan. Y todos nosotros, las víctimas de esa situación, los que miramos la colorida pantalla boba, en un momento pasamos a comandar el proceso, dándoles la razón a unos o defenestrando las ideas de uno o de otro, con una simple acción.
Haciendo clic en el botón y cambiando de canal.
Carlos Santiago
Periodista.
Luego volví a reflexionar sobre Uruguay, que es un país en que - por suerte- se habla de todo y, obviamente, en el que algunos defienden de manera abstracta mecanismos que, en realidad, no se aplican, y también demonizan políticas, como las reguladoras, que deberían estar en el centro de un debate que se hace necesario para el desarrollo de la sociedad democrática, especialmente cuando desde algunos sectores de la cultura aparecen estos pujos favorables a la censura. Y todo ello ocurre porque existen algunos parámetros ideológicos que son repetidos con insistencia, que colocan a las mass media en un lugar que solo le correspondería si se desbrozara el camino de obstáculos y vicios que hoy oscurecen esas libertades.
Pero, vayamos por partes. ¿Hay diferencias entre los medios escritos, radiales y televisivos? Por supuesto que las hay y son fundamentales para una valoración de las políticas que se deben aplicar en torno a los mismos. Los diarios, semanarios y otras publicaciones escritas, son generalmente propiedad de empresas editoriales que actúan comercialmente, casi siempre, vinculadas a sectores políticos e ideológicos bien definidos. El riesgo les es inherente y, por supuesto, su permanencia es reflejo de sus aciertos editoriales, sus virtudes comunicacionales o comerciales.
Es un sector el escrito, para caracterizarlo de alguna manera, donde el Estado, como entelequia de derechos ciudadanos, tiene poco para hacer. Solamente colaborar, a través del gobierno, brindando todos los mecanismos de cristalinidad, para que la información pueda llegar y democratizar al trabajo comunicacional. Por supuesto, y como no queremos ser sospechados de otra cosa, que extendemos este mismo criterio a los medios electrónicos, pues la libertad de información debe ser un denominador común para el desarrollo y la profundización de la democracia.
Pero, es bueno señalarlo también, existe una diferencia muy marcada entre unos y otros. Las emisoras de radio y televisión funcionan en base a las ondas que les otorga el Estado, las qué usufructúan sin medida, en una explotación comercial que nadie les impide y que ha determinado pingues ganancias y/o mayúscula influencia para algunos. ¿Por qué, entonces, no establecer contrapartidas en estas empresas o medios que existen gracias a la concesión de las ondas que son de todos? ¿Por que no regular, en común acuerdo, derechos y obligaciones? ¿Por qué no establecer, por ejemplo, contrapartidas culturales, educativas, sociales, que favorezcan al desarrollo de la sociedad en su conjunto?
¿Por qué no plantear la necesidad de que quienes explotan gratuitamente ondas que les otorga el Estado, deban - más allá que desde el punto de vista informativo y editorial tengan todas las libertades - comprometerse a cumplir con un cúmulo de contrapartidas, claramente definidas, vinculadas todas ellas a los grandes cursos de nuestra sociedad? ¿Acaso no son bienes supremos el pluralismo, la igualdad racial y de género, los valores culturales universales, la paz, la defensa de la democracia, la vigencia de los derechos humanos?
Algunos dirán que tras una "regulación" que tienda a defender en los medios electrónicos algunos valores vinculados a nuestra esencia como país y, fundamentalmente, como Nación, existen los peligros de que la norma se convierta en una tiránica manera de establecer cortapisas a la información e intentar contar con una prensa domesticada. Claro, esos males, pueden estar en el centro del pensamiento de muchos que tienen otras concepciones. Pero otros - la mayoría de los atentos receptores de los mensajes - se han quemado con leche, observando como a través de las ondas que el Estado ha entregado gratuitamente, se transmiten mayoritariamente programas de cualquier nivel, muchos para llenar horas de transmisión, donde el entretenimiento pasatista desplaza a la educación y la tontería se impone a los mecanismos comunicacionales que afiancen el desarrollo cultural. Claro, tiene que haber de todo, pero algunos elementos esenciales deben preponderar en el acuerdo que necesariamente debe existir entre unos y otros.
Los males de este contexto
“La vida de los otros” es un filme interesante del que se ocupa Esteban en otra parte de este ejemplar de Bitácora, pero cuya trama y especialmente, título, vienen al caso cuando intentaremos analizar ese contrasentido tan uruguayo, propio de una cultura semi provinciana llena de tabúes, que tiene vinculaciones tan nefastas con hechos de nuestra historia, de incorporar un ordenamiento propio (en esta caso gubernamental) a la cultura de los demás, decisivamente cuestionando ideologías, gustos, tachando expresiones que no se comparten, especialmente ahora, las provenientes de la Argentina que tienen alto rating, de lamentables, bochornosas, perniciosas para la cultura nacional y otras adjetivaciones lapidarias y lapidantes para los miles y miles de espectadores que vieron esos programas. Cuando hablamos de regular, ello no significa censurar expresiones de ningún tipo ni presionar a nadie, para que las “estrellas” del firmamento propio sustituyan a las del firmamento ajeno.
Por supuesto que nunca las voces más drásticas analizan la dilapidación de horas que ha significado para la televisión nacional expresiones a las que se les podrían aplicar las mismas calificaciones o peores y que ni siquiera contaron con la justificación del rating, algunas que han sido levantadas por la cordura de las autoridades del Canal oficial. Pero no de otras que han persistido en pantallas que son de responsabilidad comunal, estatal o privada, que deberían manejarse con objetivos más claros, porque si bien es atendible tener programas sobre el Carnaval, que es una expresión interesante y eminentemente popular, no es inteligente agobiar a los teleespectadores con horas y horas de una programación repetitiva, cansadora y poco atractiva que, claramente, hace que el espectador prefiera apretar el botón del control remoto y enfrentarse a la opción de un Tinelli, que por lo menos ofrece el interés del entretenimiento propio, en una modalidad del espectáculo chabacano, que puede gustar o no, pero que es propio de la llamada farándula porteña. Tampoco es televisivamente lícito poner a buenos profesores a dar cátedra desde un escritorio, frente a una cámara, en uno de los más tediosos programas que hayamos visto en los últimos tiempos.
Podríamos hablar largamente de la televisión nacional, de sus carencias insuperables, de su lucha en un medio chico por un rating esquivo y su dependencia de factores, como el político, que la ha acostumbrado a hacer una labor poco atractiva, en que programas de fuerte denuncia, revulsivos y creadores de agenda (tenemos ejemplos recientes, Zona Urbana y Lanata), por razones distintas son jaqueados. Dejaron de salir porque les resultó en algunos casos insoportable y en otros imposible de sortear, las presiones, de los propios canales o de una opinión pública sesgada, que generalmente victimiza a los periodistas duros, transgresores, pero que a la vez – como la vida misma – tienen perfiles frívolos, como cualquier ser humano. (Si lo habemos experimentado, en otra dimensión, quienes hemos realizado nuestra lucha por un país distinto desde las páginas de LA REPUBLICA)
Una televisión nacional que lucha también en contra los canales cable que aumentan una multi oferta altamente competitiva y enfrentan al teleespectador con propuestas del más alto nivel de producción televisiva, mientras aquí no aparece rentable armar programas interesantes que salgan de ciertos márgenes: si son transgresoras, porque los anticuerpos creados en la sociedad y en el poder de inmediato actúan, tampoco si exigen medios medianamente costosos de producción dado que en el país no existe respuesta publicitaria suficiente como para financiar el esfuerzo.
Ello no ocurre en la Argentina, donde el apoyo publicitario abre la posibilidad del mantenimiento de programas y les da a los periodistas y conductores algún margen mayor de libertad profesional del que viven los esforzados orientales.
De la regulación a la censura
La actual conflagración polémica, sobre la que planearemos hoy, se comienza a verificar luego de un sorprendente planteo del director de la Comedia Nacional, Jorge Denevi, que se manifestó partidario de la “censura”, criticando duramente a los programas argentinos de alto rating y, en particular, a la actriz Iliana Calabró, que para Denevi, “no es una estrella”.
Por supuesto que al director de la Comedia Nacional, institución que no ha sido tampoco un dechado de virtudes artísticas con un elenco burocratizado que no depende del éxito de una obra, porque igualmente sus integrantes, a fin de mes, pasan por ventanilla y tienen sus emolumentos asegurados – según lo que afirma mucha gente del ambiente – que ha servido como una especie de freno para el teatro nacional y no como – lo que debiera ser – un elenco de alto nivel artístico que fuera un atractivo constante, especie de boca de salida del arte teatral nacional y de las grandes obras clásicas, otras revulsivas, de denuncia o experimentación artística. Este elenco por años se enclaustró en el Teatro Solís, y fue lentamente muriendo en una actividad exclamativamente anodina, que llevó a los espectadores a buscar otras expresiones.
Denevi, que quiere censurar a los enlatados argentinos, ¿por qué los sustituiría? ¿Qué elementos conforman lo que él denomina una “estrella”? ¿Cuál es la “estrella” uruguaya que supera el ráting que concita la señora Calabró? ¿Se atreve a sostener que un programa por él armado sería tan atractivo como los que criticó con tanta dureza? ¿Por qué este señor, en lugar de orientar con cordura a la institución que tiene a su frente, buscando llenar de bote a bote la sala en cada función del elenco oficial, trata de indicarle a los uruguayos, los miles que se contabilizan en el rating, lo que tienen que ver, que gustos tienen que tener?
Pero esto no queda en las declaraciones de Denevi, ya que posteriormente advertimos que las mismas eran la expresión de todo un hilo ideológico que partía de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación y, particularmente, de su secretario, Luis Mardones, que palabras más palabras menos, sostuvo lo mismo, respondiendo ante la repregunta de un periodista sobre quién debía ser el encargado de determinar las programaciones. El funcionario contestó muy suelto de cuerpo: “el gobierno”.
Le faltó decir “el Estado”, para que su apreciación tuviera connotaciones estalinianas y el cartón estuviera lleno en este mundo del disparate y la soberbia. Allí nos aparecería como vivido lo planteado en “la vida de los otros”, cuando todo estaba referido al “bien del Estado”, y cada funcionario despreciara de manera determinante todo lo que no fuera el pensamiento oficial, calificando de peligrosos los gustos, las pasiones, las diferentes formaciones culturales, y hasta las modalidades personales que salieran de la mediocre normalidad impuesta por los burócratas.
Para Mardones el gobierno tiene derecho a imponer una especie de censura, golpeando económicamente a los canales que exhiban programas enlatados de alto rating, considerados por algún funcionario (el censor) como de bajo nivel cultural o político. Claro, no dijo, ni por qué los sustituiría.
El camino es la regulación democrática
Entonces, ante tanto dislate, es claro que se debe regular la relación entre el Estado que entrega las ondas - que no quiere decir gobierno - y los permisarios de la mismas, es una acción básica que esta vinculada al necesario afianzamiento de valores fundamentales para el desarrollo de la democracia, estableciendo cuotas de pantalla para el autor y el actor nacional y una serie de elementos básicos.
Son esenciales para la construcción de una sociedad democrática - dijimos en alguna ocasión - la libertad de prensa, la libertad de expresión y el derecho a la información mediante la promoción de la ética, la investigación, la precisión y el uso de las nuevas tecnologías en el ejercicio periodístico, así como la protección de los periodistas, sin duda, uno de los eslabones más débiles, junto con los receptores de la información, de todo el proceso comunicacional.
En materia de elegir los programas, tiene todo el derecho del mundo el teleespectador de ver lo que quiere, un enlatado de Tinelli, que los largos y tediosos •”enganchados” de carnaval que ofreció hasta hace algún tiempo el canal de la IMM.
Qué el señor Denevi, que manifiesta tener las cosas tan claras, defina sus gustos y diga que programa quiere que se vea en la TV, que quizás algún director de programación le hace caso. Pero que recuerde que los canales privados viven de los avisos y estos dependen de la cantidad de pantallas prendidas (rating) existan. Y todos nosotros, las víctimas de esa situación, los que miramos la colorida pantalla boba, en un momento pasamos a comandar el proceso, dándoles la razón a unos o defenestrando las ideas de uno o de otro, con una simple acción.
Haciendo clic en el botón y cambiando de canal.
Carlos Santiago
Periodista.
https://www.alainet.org/es/articulo/121361
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