La cultura del buffet

05/01/2007
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Los diarios españoles han denunciado que 172.000 personas podrían comer durante un año entero con las 86.000 toneladas de alimentos que desechan dos grandes supermercados en el mismo periodo de tiempo.

Este argumento presenta como únicos culpables del desperdicio a los supermercados. Además, plantear como única solución distribuir entre las personas más desfavorecidas los restos de los alimentos antes de que caduquen, crea una ciudadanía de segunda categoría para que coma mientras perpetúa un modelo de consumo indeseable, y quizá se convierta en dependiente de lo que otros desperdician. Si el desperdicio es el medio y comer es el fin, fomentaremos el despilfarro que denuncian los medios de comunicación.

Ofrecer restos de comida antes de que se pudran a miles de personas se parece a lo que tanto se le criticó a una compañía neozelandesa cuando ofreció un envío de comida en polvo para perros a Kenia, “porque tenía algunos elementos nutritivos”, para alimentar a las gentes más pobres del país. Indignado, el Gobierno de Nairobi respondió que los niños no estaban tan desesperados como para comer alimentos precisamente para unos animales que la cultura de su país desprecia.

Junto con la propuesta de la ONG Banco de Alimentos de mejorar la distribución de alimentos entre los más desfavorecidos con un margen de tiempo mayor a los cinco días actuales que ofrecen los supermercados, la clave está en reducir las cantidades que se desperdician, un reto para una sociedad regida por la falacia de que cuanto más, mejor.

No sólo despilfarran España y los países industrializados, sino que muchos otros países emergentes comienzan a imitar un modelo de consumo que destruye el medioambiente, que empobrece a los pueblos, que provoca guerras y hambrunas, de un lado, y obesidad y problemas de salud del otro.

El concepto de buffet ejemplifica en menor escala lo que sucede en los supermercados. Las personas que comen en esos buffets, muy comunes en muchos países industrializados, se sirven en su plato montañas de comida que luego no se terminan. El éxito de estas cadenas reside en ofrecer al cliente grandes cantidades a precios bajos.

Algo similar le sucede al consumidor que acude a un gran supermercado. En la misma estantería puede encontrar decenas de marcas distintas para un mismo producto, presentado en distintos envases. Como resultan más rentables los más grandes, los consumidores los compran y, en consecuencia, el supermercado demanda a sus distribuidores una mayor cantidad de ese producto para satisfacer las crecientes “necesidades” de los compradores, que cada vez desperdician más. Los distribuidores exigen entonces cada vez más cantidad del producto a los comerciantes, que hacen lo mismo con los productores. Así hasta llegar a la cadena más baja de la producción, que suele ser la agrícola. De esta manera se benefician los grandes productores en detrimento de los más pequeños y del medioambiente, que padece las consecuencias de las producciones masivas.

Antes se podía saber en qué estación del año estábamos sólo con ver la fruta que se vendía en el supermercado. Hoy es posible comprar casi cualquier producto en cualquier época del año. Todo con tal ofrecer al consumidor un buffet de productos que le permitan aliviar la ansiedad provocada por la inseguridad inducida por el sistema socioeconómico.

Los consumidores pagan barato. Pero las tierras deforestadas y erosionadas por el monocultivo y por la plantación de productos incompatibles con el tipo de suelo pagan la diferencia. El consumo responsable pasa por muchas personas en el proceso que comienza con la plantación de las especies agrícolas y que termina en el producto consumido: los agricultores, los recolectores y ganaderos, los comerciantes, los distribuidores y cadenas compradoras y, finalmente, los consumidores.

En última instancia, el consumo responsable recae en el comprador, que debe informarse sobre la procedencia del producto que compra según unos criterios similares a los del comercio justo que para muchos es una moda utópica divulgada por hippies y por ecologistas. Una de estas condiciones es que se respete el medioambiente en el proceso de producción. Una vez que el producto cae en manos del consumidor en la tienda, dependerá de él el volumen de la compra, su uso o su desperdicio. Está en manos de todos que cambiemos el actual modelo de despilfarro por uno más humano que respete a nuestro planeta.

- Carlos Mígueles es periodista.

Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias  (CCS), España.

 ccs@solidarios.org.es

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https://www.alainet.org/es/articulo/119431
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