1945. El ¿recuerdo? del horror.

30/05/2005
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Se han cumplido en estos días 60 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. La televisión nos ha acercado las imágenes de un abigarrado conjunto de jefes de estado reunido para las celebraciones, con George W. Bush a la cabeza, congratulándose del triunfo de la 'democracia y la libertad'. Ver al líder de la agresión contra Afganistán e Iraq e inspirador de los abusos de la prisión de Guantánamo levantando esas banderas, además de provocar cierta repulsión, denota una contradicción flagrante, y actualiza el interrogante sobre qué y quiénes ganaron realmente... Ocurre que el último conflicto mundial es, en sí mismo, un universo de contradicciones. Que el bando del Eje pueda ser identificado, sin temor a equivocarse, con una perspectiva signada por el racismo genocida, la reacción política y cultural y los peores impulsos del capital más concentrado, no quiere decir que del otro lado se hallara, pura y simplemente 'el bien', ni mucho menos. Además de la obvia referencia a las bombas nucleares lanzadas sobre Japón; hechos como el bombardeo de Dresde, la deportación de los norteamericanos de origen japonés, o el trato de sospechosos, cuando no de criminales, dado por la conducción soviética de Stalin a los compatriotas que habían quedado 'detrás de las líneas' de la ocupación alemana, bastarían para desmitificar cualquier visión idílica. El ejército británico reprimió a los partisanos griegos que habían luchado heroicamente contra los ocupantes nazis y fascistas, sin que nadie hiciera nada serio para impedirlo. El bando aliado rebosó de consideraciones de poder y de negocios, que poco tenían que ver con cualquier objetivo libertario y democrático. Franco y Oliveira Salazar pudieron seguir tranquilamente en sus puestos, a sola condición de sumarse al bando anticomunista al terminar el conflicto. El triunfo 'aliado' en la guerra terminó en efecto con los principales estados fascistas, y dio lugar a un proceso de disolución de los imperios coloniales. Sin embargo, la 'guerra caliente' fue reemplazada a poco andar por la 'guerra fría'. El armamentismo se convirtió en una inmensa oportunidad de negocios para la gran empresa, en unos EE.UU que emergían del conflicto como la primera potencia mundial indiscutible. Y en uno de los terrenos en que el otro 'polo', la URSS, trataba de borrar de un plumazo su mucho menor nivel de desarrollo y la terrible devastación sufrida en su población y recursos, para representar un papel de 'superpotencia', lo que a la larga la llevaría a la ruina. No hubo nuevas conflagraciones de alcance global, es cierto; pero los enfrentamientos se trasladaron a las periferias. El imperialismo norteamericano desató un aquelarre de violencia para someter a Corea y a Vietnam, los franceses desplegaron el terrorismo de Estado en Argelia tratando de salvar su imperio colonial. El ejército rojo, por su parte, se encargó de sofocar las tentativas de distintas sociedades de Europa Oriental de dar a los términos 'socialismo' y 'democracia popular' significados distintos que los que el diktat oficial soviético había resuelto establecer de una vez y para siempre. En el 'occidente capitalista' más desarrollado, durante largos años, el panorama pareció en un sentido, prometedor. La producción de bienes de consumo masivo, la innovación tecnológica con efectos rápidamente traducidos a la vida cotidiana, estuvieron a la orden del día. El crecimiento basado en el mercado interno, el rol 'compensador' de 'estados de bienestar' con cada vez más prestaciones, alcanzaron su apogeo en las décadas posteriores a la guerra. La explotación de los trabajadores seguía existiendo (y ampliándose), y la alienación consumista alcanzaba cotas insospechadas, pero muchos encontraron espacio para ilusionarse con un capitalismo 'más humano', con sociedades progresivamente más democráticas. Los gobiernos de esas sociedades desataban persecuciones como el 'macartismo' , o prohijaban dictaduras en América latina y en otras partes del mundo, pero esto podían parecer 'detalles' frente al aumento del confort y el progreso técnico en el mundo 'desarrollado'. Erosión de derechos Cuando la expansión de posguerra comenzó a mostrar sus límites; la industria intensiva en consumo de energía se enfrentó a precios del petróleo en alza, y los patrones comenzaron a decir basta frente a derechos obreros y políticas sociales que directa o indirectamente recortaban sus ganancias, las ilusiones comenzaron a disiparse aun en el 'primer mundo'. La caída de la URSS empeoró más las cosas, poniendo al descubierto cuántos de los 'avances' sociales y políticos posteriores al 45 debían más a la necesidad de poner diques al vuelco al socialismo de los trabajadores, que a cualquier preocupación 'humanista' sincera. Y comenzó a expandirse la sensación de que reinaba el 'capitalismo salvaje', que bien mirado no es otra cosa que el capitalismo en estado puro, librado de ciertos límites y 'pudores' que debió mantener en las décadas en que la 'amenaza comunista' aparecía más o menos cercana, cuando no inminente. ¿Podemos decir entonces que vivimos en un mundo más justo, más humano que el de hace 60 años? La respuesta, rotunda, es no. Otra pregunta surge entonces, acuciante: ¿qué rescatar de la Segunda Guerra Mundial? Probablemente la contestación esté en los rasgos de heroísmo, de espíritu emancipador, de voluntad crítica y reflexiva desarrollada aun en las peores condiciones que ese conflicto produjo por todas partes. En pensar la herencia dejada por los partisanos que enfrentaron como podían a los ocupantes, en quienes combatieron contra toda esperanza en el gueto de Varsovia, o los que fugaban de los campos y las prisiones para seguir luchando; o morían en el intento. Y también en quienes meditaron sobre su propio sufrimiento en los campos de concentración o exterminio, buscando aun en ese lodo sanguinolento nuevas esperanzas para el género humano, como Primo Levy (Si esto es un hombre, Los hundidos y los salvados), Jorge Semprún (La escritura o la vida), Bruno Bettelheim (Sobrevivir) . O en los millones de soldados regulares y guerrilleros que hicieron la guerra ansiando que de ella emergiera un mundo nuevo, signado por una perspectiva no capitalista. Vale la pena preguntarse una y otra vez, con energía y pasión, qué se puede hacer para que sus legados no cedan ante la decepción o el olvido... Una de las viejas verdades del pensamiento socialista clásico era que la guerra está en la esencia misma del capitalismo. Hechos e imágenes actuales le prestan actualidad: los seres humanos son aniquilados, la naturaleza y las obras del ingenio humano se destruyen, las leyes se violan y las palabras se corrompen. Todo en el supuesto nombre de la libertad y la justicia; pero verdaderamente en aras de las ganancias de las grandes corporaciones y de la soberanía indisputada de la potencia que aspira al dominio mundial. La barbarie no reside en una ideología determinada, ni en la maldad intrínseca de personas o grupos. Es el conjunto del sistema social el que se alimenta de explotación, alienación, injusticia. Y cuando lo necesita, de muerte o esclavitud masiva. Las 'buenas maneras' del liberalismo político y la democracia parlamentaria ceden el paso a la represión y el terror de Estado, cada vez que la búsqueda de las ganancias o de la destrucción de quienes las amenazan lo hace aconsejable. Al menos dos cosas tendrían que estar claras: a) Nos debemos un mundo diferente; y b) Alcanzarlo es incompatible con que los actuales dueños del poder lo mantengan y acrecienten. Jugarnos a fondo contra todo lo siniestro que representaron el nazismo y el fascismo nos lleva, más temprano que tarde, a la lucha contra la prepotencia del gran capital, la negación del 'ciudadano libre' reducido a 'consumidor'; la uniformidad ideológica disfrazada de pluralismo. Una y otra vez se ha levantado la pregunta de cómo hacer para eliminar la posibilidad misma de que los horrores de la Segunda Guerra se repitan. Muchos seguimos creyendo que mientras existan desigualdad y explotación, el horror puede encontrar el camino de retorno...
https://www.alainet.org/es/articulo/116276
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