El retorno de las periferias
25/05/2006
- Opinión
El 5 de julio de 1962, en el marco de una aguda escasez especulativa de arroz y frijol y de un paro general decidido por los sindicatos, las multitudes hambrientas de la Baixada Fluminense, periferia pobre de Río de Janeiro, asaltaron y saquearon 2 mil comercios en busca de alimentos. En la jornada hubo 42 muertos y 700 heridos; la furia popular se concentró en almacenes y panaderías. La policía militar se limitó a impedir que los saqueadores llegaran a los barrios cariocas, mientras la asociación comercial e industrial convocaba a los fusileros navales. Estos episodios aceleraron la formación de los escuadrones parapoliciales financiados por comerciantes e industriales para contar con una suerte de policía privada.
La dictadura militar instalada en 1964 profundizó la separación cada vez mayor de las elites de la población pobre, y la criminalización de la pobreza. Aunque los escuadrones habían surgido a finales de los 50 para aplicar la "solución final" a delincuentes, la práctica de la ejecución sumaria -su seña de identidad- se consolidó en el régimen militar, y fue usada no sólo contra el delito, sino para aniquilar a la militancia de izquierda. La policía militar, siempre mal pagada, se involucró en la represión ilegal, el juego ilícito y el tráfico de drogas con la complicidad del Estado -dominado por las mismas elites que la corrompieron para asegurarse protección ante los desbordes de los marginados- para sellar la impunidad de los asesinos.
Violencia y pobreza van de la mano en el país más desigual del mundo. Francisco de Oliveira sostiene que la criminalización de la pobreza permite a las elites descargar su violencia desde arriba como "forma de domesticación de la violencia de los pobres". En 1993, las masacres de la Candelaria, donde los escuadrones ametrallaron a 45 niños de la calle matando a ocho, y la de la favela Vicario General, en Río, donde asesinaron a 21 personas, se saldaron con la más absoluta impunidad. En 2005, en la misma Baixada Fluminense -donde la mitad de las viviendas no tiene saneamiento-, la policía militar asesinó a 31 personas que... estaban en la calle. La violencia estatal y paramilitar se descarga en las periferias porque las clases dominantes sienten a los jóvenes pobres como enemigos.
Los recientes sucesos de Sao Paulo -la ofensiva del Primer Comando de la Capital que provocó 172 muertes en 299 ataques- pone en negro sobre blanco el fracaso de las políticas represivas, en el estado brasileño donde las condiciones carcelarias son más rigurosas. Pocos dudan que Brasil atraviesa una guerra social no declarada, cuya raíz es la mayor crisis social en la historia del país, con niveles sin precedentes de subempleo y desempleo: 27 por ciento de los jóvenes de 15 a 24 años no trabajan ni estudian. El periodista Leonardo Sakamoto recuerda que Sao Paulo vive un conflicto armado hace tiempo, y que la única diferencia durante la tercera semana de mayo fue que "el campo de batalla, antes restringido a la periferia, se trasladó al centro". Pero el hecho más escandaloso son las masacres de la policía militar: una parte de los 109 civiles muertos fue asesinada con tiros en la nuca o por la espalda. No eran combatientes como dijeron las autoridades, sino simple venganza de la policía militar. Las víctimas son siempre pobres, negros y viven en las periferias. Las autoridades de un estado rico como Sao Paulo, gobernado por la derecha, se niegan a identificar los cuerpos y se presume que unos cuantos cadáveres fueron enterrados a escondidas.
Entrevistado por Folha de Sao Paulo, Claudio Lembo, el ultraconservador dirigente del Partido del Frente Liberal que apoyó abiertamente la dictadura, mostró desprecio por sus pares de clase, lo que revela la profundidad de la crisis moral de las elites y la derecha brasileñas.
Las gigantescas desigualdades en Brasil son un verdadero insulto a la sensibilidad y la inteligencia humanas. Millones de jóvenes sin futuro están condenados a vincularse a la pequeña delincuencia y al tráfico de drogas como única alternativa para sobrevivir. Más aún: a menudo en los barrios los jefes mafiosos hacen obras, que corresponde hacer al Estado. En las cárceles, la situación de los 360 mil presos de San Pablo es degradante: no pocos, ante la falta de espacio, se cuelgan de los barrotes para dormir. La demanda de los amotinados en más 80 cárceles eran televisores para ver el Mundial.
La guerra contra los marginados agrava las cosas. Las periferias siempre retornan. Henry Lefebvre leyó la Comuna de París como "una suerte de réplica popular a la estrategia de Haussmann" y las elites: "Los obreros, expulsados hacia los barrios y comunas periféricas, se volvieron a apropiar del espacio". Ahora en las periferias urbanas del mundo viven mil millones de pobres. Y siguen creciendo. Mike Davis equipara las cada vez más frecuentes revueltas de las periferias, como la que vivió Los Angeles en 1992, a "un motín por el pan con formas posmodernas". Al final de su último libro, Planeta de ciudades miseria, estampa una frase que retrata la situación actual: "Si el imperio puede utilizar tecnologías orwellianas de represión, sus marginados tienen a los dioses del caos de su parte".
De París a Sao Paulo se cuece una misma realidad: millones de pobres condenados a vivir sin futuro están diciendo basta, y lo hacen como pueden. Mil millones de potenciales amotinados, concentrados en las periferias de las grandes ciudades del tercer mundo, prometen que la guerra social en curso será una conflagración devastadora.
La Jornada, 26 de mayo
https://www.alainet.org/es/articulo/115353
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