El derecho de los pueblos: La cumbre y el Bicentenario

31/10/2005
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A casi 200 años de la etapa culminante de la revolución emancipadora latinoamericana, cuando el barómetro de nuestros males sociales y económicos, políticos y espirituales marca un tiempo de crecientes sinsabores y tormentas, se puede prever que la cumbre de Mar del Plata no hará más que reflejar, como las anteriores, las acometidas colonialistas del Imperio y las agachadas sumisas ó resignadas de la mayoría de los mandatarios criollos. Como dijera el presidente Hugo Chávez: “Los gobiernos van de cumbre en cumbre y los pueblos de crisis en crisis”. ¿Qué relación puede haber entre los acontecimientos de hace dos siglos y la compleja realidad presente? Es que más allá de los festejos triunfalistas y vacíos que prepara la cultura dominante, no se pueden recordar los hechos revolucionarios de nuestro pasado sin develar la esencia del conflicto histórico entre las diferentes clases y sectores sociales en cada uno de nuestros países y entre éstos y los sucesivos intereses imperialistas. Y por ende, sin tomar en cuenta las experiencias y enseñanzas de las luchas populares de ayer que siguen avivando las llamas de las luchas populares de hoy. La verdadera herencia de 1810 es el derecho del pueblo a la resistencia y a la revolución cuando es víctima de un régimen injusto y opresor, que niega y violenta su soberanía y autodeterminación, su capacidad de gobernar y gobernarse asegurando la libertad y la plenitud de su vida. Para los defensores del orden imperante (esclavista ó feudal otrora, capitalista ahora) el movimiento revolucionario de los pueblos es una anomalía histórica, una insurrección enfermiza contra las leyes eternas fijadas por Dios (o la Naturaleza, o la Razón de las élites). Por generaciones las ideas y batallas por la libertad, desde Espartaco y Tupac Amaru a los revolucionarios de 1776 en Norteamérica y 1789 en Francia, fueron aborrecidas como sediciosas y demoníacas por gobernantes y Papas, perseguidos y masacrados sus voceros, arrojados al fuego purificador los textos que las difundían. “Los queman porque les temen”, decía Castelli de los libros prohibidos por los inquisidores. Es que un auténtico proceso revolucionario es algo más que un admirable despliegue de coraje en los campos de la guerra de liberación; implica una tenaz contienda de ideas y proyectos, una eclosión de creatividad, conciencia y solidaridad con que las masas populares y sus más lúcidos dirigentes enfrentan la exasperación de las contradicciones y el salvajismo del régimen opresor, deslegitimando lo viejo e intolerable y abriendo paso a una nueva realidad social y humana. La historiografía oficial presenta la lucha emancipadora, todo lo más, como obra de una minoría ilustrada que aprovecha un momento favorable –la invasión napoleónica de España y la prisión del monarca- para aflojar los lazos con el Imperio. Por un lado, las masas populares, esos millones de campesinos indígenas sometidos a la servidumbre, de afrodescendientes esclavizados, de artesanos y proletarios de las ciudades portuarias y zonas ganaderas y de intelectuales y capas pequeño burguesas criollas y mestizas, que sufrían la doble explotación de las clases dominantes locales y del sistema colonial, no son para aquella crónica más que entes subalternos, sin iniciativa ni cultura propias. Por el otro lado, se oculta que el movimiento emancipador viene de lejos, tiene raíces muy hondas. La historia de Nuestra América sojuzgada, maniatada a la mita, el obraje y la encomienda, víctima del racismo y las prohibiciones de toda índole, objeto del saqueo feroz de sus recursos y condenada a la miseria y la muerte prematura de sus habitantes, está sembrada de insurrecciones indígenas, de palenques y quilombos de negros alzados, de rebeliones de criollos y mestizos comuneros; vibra en la heroica pelea del pueblo de Buenos Aires contra los invasores ingleses en 1806 y 1807 o en la “cholada” popular de Chuquisaca en 1809 que dirige Monteagudo… Es todo este entramado de pensamientos y debates, de organización silenciosa y estallidos combativos que atraviesa el hemisferio y hermana a los pueblos tras una misma causa de independencia y de transformaciones sociales y políticas , el que desemboca en 1810, cuando no había otro camino que pasar “del arma de la crítica a la crítica de las armas” contra la soberbia y violencia de los opresores imperiales y la Santa Alianza de las potencias absolutistas europeas que pretendían eternizar la esclavitud de América. Es cierto que la independencia fue capitalizada por las élites criollas que, apelando al crimen y el destierro de los líderes revolucionarios y traicionando las aspiraciones libertarias, democráticas y americanistas de “los de abajo”, de los que lo dieron todo por la emancipación, reemplazaron en el poder político y económico a los viejos amos y se entrelazaron con los flamantes dueños anglosajones del mundo capitalista. El antiguo orden colonial dejó paso al orden oligárquico, dependiente, neocolonial, a nuevas formas, más perversas y despiadadas, de explotación social y nacional. El proceso revolucionario quedó tronchado, la libertad incompleta, la unidad americana mutilada por la balcanización y el sojuzgamiento. . Y hoy seguimos pagando las consecuencias de esta frustración histórica. La segunda y definitiva independencia respecto del despotismo necrófilo del imperio yanqui, la justicia social para las grandes mayorías expoliadas, hambreadas y excluidas, y su derecho de participar como actores determinantes en cuanto hace a su vida y su futuro son, entre otras, tareas apremiantes que sólo podremos resolver aprendiendo de los inmensos méritos y de las insuficiencias del pasado, así como de la mirada crítica y la disposición militante y solidaria con que debemos afrontar los desafíos de nuestro tiempo. Sólo habrá soluciones y esperanza con los pueblos como protagonistas de su historia. Como decía Martí: “Las etapas de los pueblos no se cuentan por sus épocas de sometimiento infructuoso, sino por sus instantes de rebelión”
https://www.alainet.org/es/articulo/113373?language=en
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