Katrina y Bush
04/09/2005
- Opinión
Los últimos años, el Japón ha sufrido una serie de terremotos de magnitud que en otras partes del mundo hubieran tenido efectos devastadores. Pero sabemos que el número de víctimas en cada caso han sido mínimas y los daños materiales se han recuperado en corto tiempo. En ningún momento ha colapsado el Estado y los sistemas de auxilio han funcionado exitosamente sin desorganizarse. Cierto que esto ha representado fuertes inversiones y un sentido de disciplina excepcional para todo un pueblo. Pero que se justifica a la vista de los resultados.
Hace pocos años, el Caribe fue azotado por un huracán que causó enorme destrucción en Haití y otros países. También su furia recayó sobre Cuba, que había trabajado semanas para enfrentar el fenómeno. Y que ha educado largamente a su gente sobre el peligro que llega del viento. El sistema funcionó. El número de víctimas fatales se redujo sustancialmente y los daños materiales pudieron ser revertidos a pesar de las carencias de la isla. El violento fenómeno empezó a decaer al tocar la costa de La Florida y el impacto en Estados Unidos fue menor a lo que se temía.
El ejemplo de los dos países muestra que no existe la fatalidad natural y que no es correcta la idea de que lo único que queda después de los desastres ajenos, es desear que nunca nos ocurra. Algo así como que no hay que ponerse a discutir de política cuando hay gente que sufre. Pero el problema de que haya mucha gente sufriendo hoy en día por efecto del huracán Katrina, que el abrumador Estado imperialista estadounidense haya desaparecido casi una semana y que en vez de ayuda ordenada, se haya tenido un caos, más militarista que asistencial, que por momentos parecía reproducir Irak en el sur de los Estados Unidos, depende definitivamente de decisiones políticas. Las anteriores políticas que dan el rumbo a la gran nación, las que debieron adoptarse cuando se anunciaba el fenómeno y las que se han aplicado a la emergencia.
El país más rico del mundo, que cuenta con medios para ocupar y someter por las armas a cualquier otro país a decenas de miles de kilómetros, no ha mostrado tener sistemas para minimizar los riesgos de tormentas tropicales que se suceden cíclicamente cada año. Si los japoneses saben que hacer ante los terremotos porque son conscientes de que viven en una zona símica, ¿por qué, los estadounidenses revelan no haber aprendido a dominar los huracanes que son la amenaza constante en el sur del país?, si ellos invierten sus impuestos en prevenir, ¿por qué no los gringos?
En países pobres podría explicarse –no justificarse-, la falta de previsión ante lo obvio. Pero no en la nación más rica del mundo. Ni mucho menos que sobre la inminencia del Katrina, que anunciaba su ominosa presencia con varios días de anticipación, no se hiciera nada, y todo quedara librado a la suerte de las decisiones individuales. Podían salir de la zona de peligro los que disponían de automóviles y de elementos para trasportar sus familias y sus bienes. A los demás, sólo les quedaba encomendarse a lo alto.
Las imágenes de Nueva Orleáns y Missisipi, donde la población afectada, herida, desvalida, buscando familiares perdidos, etc., es casi unánimemente negra, que hace pensar que la tragedia hubiese ocurrido en África, es un testimonio que reafirma que aún en un país rico, los que sufren son los pobres y marginados. Hay en esas imágenes algo de las cárceles yanquis y de los ejércitos de Estados Unidos, que siempre tienen una proporción de internos o de soldados de raza negra, superior a la proporción de este segmento dentro de la población de la gran potencia.
Ya el sistema bushiano del poder debe estar preparando una relectura mesiánica sobre el caso Katrina, de manera que las muchas deudas de la administración gubernamental queden fuera de la vista: negativa del gobierno de Estados Unidos a suscribir el protocolo de Kyoto y a asumir compromisos contra la tendencia al calentamiento global (causante de los disturbios climáticos), que supondría grandes inversiones del Estado y las trasnacionales gringas; brutal sobregasto militar para llevar adelante la guerra antiterrorista en distintos países (Afganistán, Irak), en desmedro de las necesidades nacionales; incorporación de elementos de incertidumbre en el mercado petrolero con las guerras de medio oriente, que han contribuido a la actual carestía del crudo; políticas de inversión pública y tributación que han favorecido a los ricos y aumentado la desprotección social de los pobres; inconsciencia frente al peligro natural eminente; frivolidad presidencial; etc.
George W., al que tanto le costó dejar la granja donde hacía unas largas vacaciones, bajo el asedio de las madres de los soldados muertos en Irak, ha llegado por fin al lugar de los hechos, con la misma cara de desconcierto del 11 de septiembre, mientras su gobierno todavía no ha resuelto si la misión de las tropas que han trasladado a la zona es disparar sobre los hambrientos y desesperados que toman lo que existe, o protegerlos y alimentarlos para controlar y mejorar la situación. Muchos deben estarse preguntando si fue por esta clase de líder que dieron su voto. Y lamentablemente así fue, en efecto.
La lección es muy dura. Estados Unidos ha sido sacudido nuevamente en su soberbia, con una segunda tragedia de proporciones en el espacio de cuatro años. Y sus habitantes: ¿aprenderán esta vez?, ¿o volverán a ser engañados por el sistema de los intereses estratégicos y de la gran economía que subyace tras de Bush?
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