El napalm de Monsanto

La guerra de la soja

05/05/2005
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El pequeño país sudamericano se ha convertido, en pocos años, en el tercer exportador y el cuarto productor mundial de soja, desplazando a cientos de miles de campesinos de sus tierras, y acorralando a los que resisten entre la represión y la intoxicación por fumigaciones masivas. El cuerpito del pequeño Antonio, de 11 años, sentado casi desnudo en su cama del Hospital Regional de Encarnación, es la imagen viva de la desolación. Presenta lesiones cutáneas en todo el cuerpo como consecuencia de uno de los tantos casos de contaminación que afecta a miles de campesinos paraguayos que viven en zonas “sojeras”. En diciembre de 2003, unas 300 familias del departamento de Itapúa, a 270 kilómetros de Asunción, fueron contaminadas por dos grandes productores de soja de la zona, uno de origen japonés y el otro alemán, que fumigaron sus cultivos con glifosato y paraquat, producidos por Monsanto (1). Según relata Ramona, la mamá de Antonio Ocampos, el niño comenzó a presentar llagas en la piel unos dos meses antes de que las familias lo llevaran al hospital. Antonio y otros amigos, también contaminados, se bañaban a diario en un arroyo cercano a sus casas, donde un colono alemán limpia su pulverizadora de herbicidas. Pero los agrotóxicos no sólo llagan la piel de los niños sino que destruyen los cultivos de subsistencia: las aves de corral y el ganado de los campesinos, forzándolos a menudo a emigrar a las ciudades y dejar sus tierras en manos de los negociantes de la soja. Enero de 2003 El 7 de enero de 2003 fue un parteaguas en la historia reciente del movimiento campesino paraguayo. Ese día, Petrona Talavera enterraba a su pequeño Silvino, también de 11 años, contaminado con herbicidas en el mismo departamento. Cinco días atrás, Silvino regresaba en bicicleta a su casa luego de comprar carne y fideos para el almuerzo familiar. El camino está rodeado de sojales, que llegan casi hasta la puerta de su humilde vivienda. Tuvo la mala suerte de que Herman Schelender se encontrara en el camino, fumigando sus plantaciones. Justo cuando Silvino pasaba frente a la máquina fumigadora, Schelender activó el dispositivo empapando al niño. Una vez en la casa, Petrona sin saber lo sucedido preparó la comida con los comestibles mojados por herbicidas mortales. Al cabo de unas horas, toda la familia sufría nauseas, vómitos y cefaleas, pero Silvino llevó la peor parte, ya que había inhalado el líquido involuntariamente. El 6 de enero le dieron el alta y volvió a su casa. Pero ese mismo día, otro plantador de soja, Alfredo Laustenlager, fumigó sus cultivos a apenas 15 metros de la casa de Silvino. Esta vez el niño no se repuso y murió al día siguiente. Una parte de su familia (Silvino tenía once hermanos) y otras 20 personas fueron trasladadas a Asunción para recibir tratamiento. Petrona comenzó un largo periplo que la llevó a los tribunales de justicia, apoyada por la Conamuri (Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres Trabajadoras Rurales e Indígenas), en la que participa hace años. Contumaz, consiguió algo casi imposible para una mujer pobre del campo: poco más de un año después de la muerte de Silvino, el 12 de abril de 2004, un tribunal de Encarnación condenó a Laustenlager y Schelender por homicidio culposo a dos años de cárcel y a una indemnización de 25 millones de guaraníes cada uno. Pero poco después, los dos empresarios brasileños apelaron y la condena quedó sin efecto. Pese a la impunidad, la denuncia de las fumigaciones y el debate sobre el modelo agrícola quedaron inscriptas como dos de las demandas centrales del activo movimiento campesino paraguayo. República sojera En Paraguay la soja transgénica comenzó a cultivarse en el ciclo agrícola 1999-2000. Se trata de la segunda oleada de agricultura intensiva; la primera se había registrado en los 70, con el ingreso de agricultores brasileños que expandieron la frontera de la soja tradicional desde los estados del sur de Brasil. El sociólogo paraguayo Tomás Palau, experto en cuestiones agrarias, asegura que en esta ocasión, “sin disponibilidad de tierras fiscales, la frontera de la soja se expande sobre tierras campesinas, sobre campos ganaderos reconvertidos y sobre lo que resta de monte” (2). La progresión de cultivos es asombrosa. En 1995 se cultivaban 800 mil hectáreas de soja; en 2003 se llegó a casi 2 millones. En el mismo período la producción pasó de 2,3 millones de toneladas a 4,5 millones. Pero en la misma década la extensión de los cultivos de algodón -de los que viven los pequeños y medianos campesinos- cayó un 20%, mientras el volumen de producción se redujo a la mitad. Palau considera que la explosión sojera tuvo dos efectos: los ambientales, que se agravaron por la desaparición de los últimos bolsones de bosques en la región Oriental y por el uso indiscriminado de herbicidas y pesticidas; y los sociales, que “resultan dramáticos en un país que venía sufriendo un acelerado proceso de empobrecimiento y que ahora debe asistir a una expulsión masiva de familias campesinas de sus tierras”. El 25% de los campesinos paraguayos vive en la indigencia. El país sufrió así, según Palau, una triple pérdida de soberanía: “depende de las exportaciones de un solo producto (soja) cuyas semillas serán proveídas por una sola empresa (Monsanto)”; pierde soberanía territorial, ya que grandes extensiones son adquiridas por extranjeros, en particular brasileños, los llamados “brasiguayos”; y también una pérdida de soberanía alimentaria, porque el monocultivo sustituye la diversidad de cultivos de subsistencia de las familias campesinas. Acción directa La superficie cultivada con soja representa el 5% de la superficie total del país, pero una porción significativa de su área agrícola. A partir de la muerte de Silvino, en enero de 2003, la conflictividad en el campo se agravó a raíz de la expansión de la soja. El punto culminante se dio un año después, en febrero de 2004, en la comunidad de Ypekua en el departamento de Caaguazú. El 20 de enero, campesinos armados se internaron en el bosque y dispararon armas de fuego contra miembros de la Agrupación de Policías Ecológica y Rural (APER), para impedir la fumigación con agrotóxicos de 70 hectáreas de soja. Al día siguiente, un camión que trasladaba 50 campesinos que se desplazaban para apoyar la lucha contra las fumigaciones, fue acribillado con fusiles M-16 por miembros de la APER, resultando dos muertos y diez heridos. En febrero, cientos de campesinos retienen tractores para evitar fumigaciones y se producen incendios de terrenos destinados a cultivos de soja. El 16 de marzo, la Mesa Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas (MCNOC), una de las organizaciones más importantes del país, y la Plenaria Popular Permanente, espacio de unidad de organizaciones populares y partidos de izquierda, convocan movilizaciones bajo el lema “Por la Vida y la Soberanía Nacional”. La jornada, en la que se cerraron rutas en cinco departamentos, expresó el repudio a la utilización de agrotóxicos pero también al modelo agro-exportador. El gobierno de Nicanor Duarte Frutos respondió criminalizando la protesta, llegando a calificar como “guerrilleras” a las organizaciones campesinas. Según Palau, la respuesta campesina ante el desalojo por la expansión de la soja tiene tres características. La primera, y la más frecuente, es la “aceptación pasiva del desalojo”. Sólo en el ciclo agrícola 2002-2003 los campesinos perdieron unas 150 hectáreas de cultivos familiares de subsistencia que fueron a parar a manos de los grandes productores de soja. Se trata de 14 mil familias, unas 100 mil personas, que ya no viven en el campo y engrosan los cordones de miseria de las ciudades. Un segundo grupo reaccionó de forma “institucional”, a través de las organizaciones de campesinos (además de la MCNOC está la Federación Nacional Campesina, FNC), con el apoyo de municipios y sectores de la iglesia, formando coordinadoras nacionales y departamentales en Defensa de la Vida. Este es el sector que ha realizado las movilizaciones más importantes, entre ellas la Marcha por la Vida y la Soberanía que recorrió 80 kilómetros en mayo de 2004, decenas de cortes de rutas y grandes concentraciones campesinas como las realizadas en setiembre pasado. Finalmente, muchos campesinos optaron por la acción directa, que va “desde la disuasión directa a los propietarios de no cultivar determinadas parcelas, a bloquear el paso al personal o vehículos que van a fumigar, hasta la quema de cultivos terminados y listos para la cosecha” (3). Nadie reivindica estas acciones, pero recientemente surgieron voces que se pronuncian por “expulsar a los extranjeros”. Una delgada capa separa las acciones del movimiento campesino de la acción directa espontánea. Las organizaciones del campo suelen realizar acciones ilegales pero legítimas para los campesinos, como los cortes de rutas y las invasiones de tierras. La respuesta del Estado ha sido, mayoritariamente, la represión: desde 1989 hasta hoy murieron 90 campesinos que reivindicaban su derecho a la tierra y otros 1.500 están imputados por delitos vinculados con la lucha social. Pero los hacendados suelen contar también con personal armado que ha provocado muertes que no recoge ninguna estadística. Guerra social En ocasiones, la impotencia lleva a las bases campesinas a desbordar a sus propias organizaciones. El 28 de noviembre de 2004, unos 200 campesinos nucleados en la FNC atacaron con bombas molotov, petardos y palos la sede la Comisaría 13a. de San Juan Nepomuceno, y consiguieron liberar a un dirigente detenido el día anterior. Al día siguiente la policía ocupó el asentamiento del que provenían los campesinos. Dos días después, en otro asentamiento un grupo de campesinos atacó a una comitiva policial que iba a desalojarlos, matando a un oficial e hiriendo a dos. Las organizaciones campesinas, MCNOC y FNC, negaron estar relacionadas con esos hechos. Petrona Talavera y la Conamuri consiguieron que el 7 de junio se reabra el juicio por la muerte de Silvino. Piden justicia, luchan contra la impunidad. Enfrente tienen poderosos enemigos. El 85% de las semillas plantadas en Paraguay pertenecen a Monsanto. “Sus representantes se reunieron con los sojeros, a quienes les obligaron a pagar 20 dólares por cada tonelada exportada por concepto de derechos intelectuales, un monto que sobrepasa en gran medida el 4 por ciento de impuestos que los sojeros ahora se niegan a pagar al Estado paraguayo” (4). Sin embargo, ese Estado despreciado por los grandes hacendados, sigue siendo su fiel aliado. El 30 de septiembre, pasado el presidente Duarte Frutos recorrió siete asentamientos de campesinos sin tierra en el departamento de San Pedro, una de las zonas más conflictivas del país. Les dijo que debían dejar de invadir tierras porque de lo contrario sufrirían las consecuencias: “Va a venir alguien a violar a sus mujeres e hijas y tendrán que callarse. Les darán de beber de su mismo remedio, la violencia” (5). Petrona, como tantas otras mujeres campesinas, conoce la realidad de su país, inscrita con dolor en su cuerpo, en las lágrimas que siguen llorando a Silvino. La gran mancha de aceite que arrasa todo a su paso, como algunos paraguayos definen la soja, puede estar perdiendo su impunidad. 1) Rosalía Ciciolli, "El arsenal agrícola bombardea otra vez", en Rel Uita, 22 de diciembre de 2003. 2) Tomás Palau, "Capitalismo agrario y expulsión campesina”, Ceidra, Asunción, 2004, p. 25. 3) Idem, p. 56. 4) Rosalía Ciciolli, "Impuesto a la exportación de soja. La resistencia de los privilegiados”, Rel Uita, 18 de noviembre de 2004. 5) Revista OSAL No. 15, diciembre de 2004, p. 145.
https://www.alainet.org/es/articulo/111912
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