Ayuda internacional después del 11 de septiembre: ¿Un retorno a la Guerra Fría?
10/06/2004
- Opinión
El contexto internacional posterior a los atentados del
11 de septiembre y la "guerra global contra el
terrorismo", que llevan a cabo Estados Unidos y sus
aliados, ha tenido un fuerte impacto sobre la ayuda al
desarrollo y la asistencia humanitaria a poblaciones en
crisis. La perspectiva basada en la seguridad y en
garantizar la fidelidad de los aliados geopolíticos ha
impulsado cambios en los destinatarios y los objetivos de
la ayuda, una mayor politización y un fuerte incremento
de la ayuda militar.
Como en la Guerra Fría, la ayuda humanitaria se orienta
por prioridades geoestratégicas y se abandona el consenso
-alcanzado en los años noventa aunque nunca cumplido
totalmente-, sobre la lucha contra la pobreza como
objetivo prioritario. También se ha acentuado la
tendencia a manipular y politizar la asistencia
humanitaria para poblaciones que sufren conflictos
armados y la prioridad que se otorga a las crisis más
mediáticas como Irak provoca que se olviden otras muy
graves.
La ayuda al desarrollo se está utilizando como
instrumento de política exterior y de seguridad. En
primer lugar, se reorienta hacia los aliados geopolíticos
clave, los llamados "Estados de la línea del frente" de
la guerra contra el terror. Entre ellos están Armenia,
Azerbaiyán, Uzbekistán y otras repúblicas de Asia
Central, así como Pakistán, Filipinas, Indonesia o, en el
continente americano, Colombia (cuyo conflicto también se
ha reinterpretado en clave antiterrorista). Muchos de
ellos son gobiernos autoritarios o corruptos, que no
respetan los derechos humanos y se alinean con el
discurso antiterrorista para recortar libertades y
reprimir a la oposición política y grupos disidentes.
El caso de Pakistán es el más destacado: no recibía ayuda
antes del 11 de septiembre por el golpe de Estado que
llevó al poder a Pervez Musharraf en octubre de 1999; por
realizar pruebas nucleares; y por violaciones de los
derechos humanos. Ahora es uno de los principales
receptores de ayuda estadounidense y de la Unión Europea,
con quien además ha firmado acuerdos comerciales
preferenciales. Washington lo designó en marzo "aliado no
perteneciente a la OTAN", un status que le autoriza a
comprar el más moderno armamento a Estados Unidos a
precios especiales. En el año 2000, la ayuda oficial
estadounidense a este país estaba en torno a los 88
millones de dólares. En 2001, había alcanzado los 775
millones.
El presidente Bush ha pedido al Congreso, para el año
fiscal 2005, un incremento del presupuesto para ayuda
militar y de seguridad que lo situaría en un tercio del
total de la ayuda externa: el mismo nivel que en plena
Guerra Fría en los años ochenta, mientras se reducirán en
400 millones de dólares los programas fundamentales en
asistencia al desarrollo y humanitaria como educación y
salud materno-infantil. La ayuda de Washington también se
ha utilizado para presionar a numerosos países a firmar
tratados bilaterales y comprometerse a no entregar
ciudadanos estadounidenses a la Corte Penal
Internacional. Más de ochenta países han firmado ya.
Entre ellos el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, que
pocos días después veía desbloquearse un paquete de
quince millones de dólares.
La cuestión no afecta sólo a Estados Unidos. Existe una
tendencia generalizada a ligar la ayuda a objetivos de
seguridad y lucha contra el terrorismo. La Unión Europea
ha incorporado cláusulas antiterroristas en sus acuerdos
comerciales con Argelia, Chile, Egipto y los países
centroamericanos y andinos, entre otros. Y los
presupuestos globales no aumentan lo suficiente como para
absorber esas nuevas prioridades, lo que en la práctica
significa que se están desviando del objetivo de la lucha
contra la pobreza.
La manipulación y politización tiene especial impacto en
la asistencia humanitaria. Una de las mayores emergencias
humanitarias del mundo tiene lugar en estos momentos en
la región de Darfur, al oeste de Sudán, lejos de la
mirada de los medios de comunicación. Decenas de miles de
personas han muerto y más de un millón han tenido que
huir, muchos cruzando el desierto hacia Chad, donde las
capacidades locales se han desbordado. Organizaciones
como Human Rights Watch y el Alto Comisionado de la ONU
para los Refugiados (ACNUR) han hablado de limpieza
étnica y de crímenes contra la humanidad. Pero, según
denuncian las agencias de la ONU, los llamamientos de
ayuda para atender esta crisis no se cubren ni de lejos.
Darfur es un ejemplo de la situación de muchas crisis
"olvidadas" y de los selectivos -y en ocasiones poco
humanitarios- parámetros que guían la ayuda
internacional. No es un fenómeno nuevo, pero ahora se ha
agravado.
Para cubrir las crisis, la ONU realiza un "llamamiento
consolidado interagencias" (CAP) al que deben responder
los gobiernos donantes. Pero esos llamamientos se cubren
de forma muy diferente según cuál sea la crisis, su
importancia geopolítica o la presencia en los medios. En
el año 2000, se obtuvo más de lo solicitado para Kosovo.
En 2002 el gran beneficiado fue Afganistán, que aunque
recibió la mitad de los fondos totales recaudados, al año
siguiente se le destinó tan sólo una cuarta parte de lo
recaudado el año anterior. En 2003 la prioridad pasó a
ser Irak, que recaudó el 91 % de lo solicitado, frente a
poco más del 40 % para Sudán o el 24 % para Liberia. Esta
orientación de la ayuda por prioridades políticas y
mediáticas rompe con el principio de imparcialidad, clave
de la acción humanitaria porque establece que la ayuda
debe guiarse exclusivamente por el criterio de
necesidades.
Los grandes perdedores de esta situación son los 2.800
millones de personas que, según el Banco Mundial, viven
en la pobreza, y los muchos millones que sufren
conflictos armados y sus efectos en términos de muertes,
desplazamientos, hambrunas y colapso estatal y económico.
Pero al buscarse la seguridad a cualquier precio puede
estar lográndose lo contrario, ya que hay una relación
entre la desesperación causada por la pobreza y la
exclusión, y el auge del terrorismo global y los
fundamentalismos religiosos e identitarios, así como
otras formas de violencia.
La obsesión antiterrorista, paradójicamente, puede lograr
la expansión del terror. Ser efectivos exigiría atacar
sus causas y no agravarlas, y eso significa un compromiso
sostenido con la educación y el desarrollo, normas
comerciales más justas, el apoyo a las libertades y el
fortalecimiento democrático, así como la definición de
marcos multilaterales y normas colectivas para gestionar
la ayuda externa de forma que no sea un mero instrumento
al servicio de otros fines.
* Mabel González Bustelo. Analista del Centro de Investigación para la Paz (CIP-
FUHEM)
Agencia de Información Solidaria
https://www.alainet.org/es/articulo/110074