Saber comer, saber vivir
10/07/2003
- Opinión
Uno de los puntos centrales del programa Hambre Cero es la
educación nutricional. Los brasileños somos analfabetos en
materia de nutrición. No sabemos por qué comemos, qué comemos y
los efectos que los alimentos producen en nuestro organismo.
Comemos motivados por la vista y por el paladar. Sin noción del
valor nutricional de los alimentos, corremos el riesgo de
transformarlos en veneno, ingiriendo grasa saturada en exceso o
más azúcar de lo que el cuerpo permite.
Los monjes antiguos sabían que la moderación en la mesa es
condición para una buena vida espiritual. Por eso recomendaban
terminar las comidas sin saciar enteramente el apetito. Nuestra
ansiedad, sin embargo, nos lleva a hartarnos, con el agravante
de comer sin masticar con calma, como si el estomago exigiera
prisa en la captación del bolo alimenticio. Así, la química de
la saliva deja de ejercer su función de preparar una digestión
saludable, y los dientes sirven tan solo para embellecer la
boca.
Descubrí cuán analfabetos somos en materia de nutrición al
visitar China, donde se da el fenómeno contrario. No es por
casualidad que a los orientales les guste té. El agua caliente
facilita la digestión. "Alfabetizados" en materia de nutrición,
los chinos comen movidos más por la salud que por el sabor.
Fui a comer en un monasterio budista de Pekín. El guía avisó
que toda la carta era rigurosamente vegetariana. Sin embargo,
comí camarones, carne en rodajas, quiso de pescado. Al final,
pregunte al guía si los monjes habían hecho una excepción por
tratarse de una delegación brasileña, eminentemente carnívora.
El se rió, llamó a uno de los monjes y le transmitió mi duda.
El monje también sonrió y me llevo a ver a la mesa de las
fuentes de comida. Me mostró, entonces, que todo aquello era
vegetal. A lo largo de los siglos, la culinaria budista había
logrado preparar vegetales ¡con aspecto y sabor de carnes!.
Una de las mayores contradicciones que Hambre Cero encuentra en
materia de educación nutricional, reside en la escuela. Toda
ella está pensada a partir de parámetros pedagógicos: de la
disposición de las mesas en la sala de clase al modo como los
profesores y funcionarios se relacionan. Con todo, la pedagogía
termina a las puertas de la cafetería. Allí se vende la misma
porquería ofrecida por el vendedor de la esquina. Ni sánduches
naturales se encuentran. Casi todo es producto industrializado
rico en azúcares o grasa saturada.
Ahora, ¿por qué los alumnos no cultivan una huerta en la
escuela? ¿Por qué no plantan árboles frutales? Un niño que no
soporta las verduras verá como se rompe su tabú el día en que
encuentre en la mesa la lechuga o la coliflor que el mismo
plantó. En el marco de esa horticultura otro referencial
pedagógico estaría reduciendo el excesivo cartesianismo de
nuestro sistema escolar: el trabajo manual. En la escuela se
trabaja tan poco con las manos , que no me sorprendería si solo
las cabezas de los alumnos entraran en la sala de clase. El
cuerpo se podría quedar afuera. Pues en este país de tan larga
y trágica historia esclavista, el trabajo con las manos queda a
cargo de la multitud de los no escolarizados.
¿Será que cultos son aquellos que poseen diploma? Un tornero
mecánico en la presidencia de Brasil ayuda a romper ese
prejuicio. Pero es injustificable pasar tantos años en bancos
escolares, como fue mi caso, y salir sin saber cocinar, lavar,
planchar, hacer en casa pequeñas reparaciones hidráulicas o
eléctricas, conocer un mínimo de mecánica automotriz.
En el convento en el que yo vivía en São Paulo trabaja, como
cocinera, Eliete. Posee una vasta cultura culinaria, aunque
tiene poca escolaridad. ¿Quién puede vivir sin la cultura del
otro: yo que estudié periodismo, antropología, filosofía y
teología, o ella que domina el arte culinario? La respuesta es
obvia, pero nuestro prejuicio la hace menos evidente. (Traducción ALAI)
* Frei Betto es escritor, autor, en colaboración con Maria
Stella Libanio Christo, de "Fogãzinho -culinaria infantil en
histórias" (Mercury Jovem), y otros libros.
https://www.alainet.org/es/articulo/107881
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