Los halcones en problemas
La madre de todas las soberbias
27/03/2003
- Opinión
Resolver la crisis de hegemonía económico-financiera por la vía
militar, supone para Estados Unidos, o sea para Wall Street, un
riesgo demasiado grande: enfrentarse al resto del mundo y abrir
un frente interno de incalculables consecuencias.
¿Qué ganó Estados Unidos con la guerra contra Irak en 1991?
Militarmente, fue un triunfo completo. "Demostró al mundo que
era efectivamente la mayor potencia militar. Pero por primera
vez desde 1945, tuvo que salir a demostrarlo, desafiado por un
acto deliberado de provocación militar. Ganar en tales
circunstancias ya es perder en parte. Porque si uno se atreve a
desafiar, es posible que empiece a prepararse un segundo
desafiador más cuidadoso", apunta Immanuel Wallerstein. Y añade,
con presagiante ironía: "Hasta Joe Louis se cansó".*
Hace tan sólo dos décadas, ante la revolución iraní de 1979 que
derribó a uno de sus más fieles aliados, Estados Unidos se
abstuvo de intervenir directamente. Utilizó precisamente a Irak
para contener la posible expansión de la revolución islámica
chiita encabezada por el ayatolá Jomeini. Durante la Guerra
Fría, en esa zona usó al propio Irán contra la Unión Soviética y
a Arabia Saudí contra el nacionalismo panárabe encarnado en el
presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, a quien los
estadounidenses visualizaban como el peligro mayor para sus
intereses. Poco después de la muerte de Nasser, en 1970, Estados
Unidos utilizó toda su capacidad de presión diplomática y
política, para promover la "apertura" del nuevo gobierno egipico
hacia Occidente. Ese proceso llegó a su fin en 1979, luego de
una verdadera contrarrevolución interna que deshizo todos los
logros del régimen nacionalista, con el acercamiento a Israel y
la firma de los acuerdos de Camp David. Desde ese momento,
Egipto es uno de los puntales de Estados Unidos en la región.
Así actúa una verdadera superpotencia. Utilizando regímenes
amigos, en esta región, apoyándose en Israel, su mejor aliado en
el mundo; influyendo a través de su potencia económica y
política, enfrentando a unos con otros para debilitarlos,
amenazando inclusive, como en la crisis cubana de comienzos de
los sesenta, pero sin implicarse directamente.
Lo que estamos viendo estos días es todo lo contrario. Ocupar un
territorio lejano para desbancar un gobierno enemigo, por más
cruel que sea, no es más que un signo de debilidad. Algo que no
sucedió ni en la guerra de Corea, fruto del enfrentamiento entre
la Unión Soviética y Estados Unidos, ni en Vietnam, donde la
intervención militar fue para apoyar un gobierno amigo que se
tambaleaba ante levantamientos populares.
Los nuevos desafíos
Nunca antes Estados Unidos había sido desafiado por una potencia
regional menor y nunca, hasta la invasión iraquí de Kuwait en
1991, ese desafío provino de un país mucho más débil militarmente
y que no contaba con aliados. Por eso la guerra contra Irak debe
analizarse exclusivamente en el terreno político.
La actual confrontación es hija de dos graves problemas que
enfrenta Estados Unidos, ambos como consecuencia de dos éxitos.
El primero se deriva de la caída de la Unión Soviética. Esta
superpotencia actuaba como reaseguro al impedir que sus aliados,
y en sus zonas de influencia, traspasaran ciertos límites
previamente fijados en el reparto mundial. Los soviéticos
actuaron, durante décadas, moderando la revolución palestina;
convencieron a los líderes cubanos de ceder ante Washington en la
crisis de los misiles en 1962 y lo hicieron cada vez que la
situación mundial se encrespaba. Por otro lado, la Unión
Soviética mantenía cierto orden en su área de influencia; incluso
en aquellos países que estaban bajo la zona de dominio
estadounidense, procuraba que la insurgencia popular no
traspasara ciertos límites, algo que puso en práctica en América
Latina durante las críticas décadas del 60 y del 70. La caída
del socialismo real introdujo una enorme dosis de desorden que ya
nadie puede controlar, pero que dispara las apetencias de la
superpotencia y de las candidatas a sustituirla.
En segundo lugar, la primera Guerra del Golfo, dirigida por
George Bush padre, dejó asuntos sin resolver y creó una gravísima
situación en toda la región, cuyo resultado más visible fueron
los ataques del 11 de setiembre de 2001. En una década, el
aplastante triunfo militar contra Saddam Hussein no le permitió
resolver el problema palestino, ni el kurdo, ni el iraní, ni el
iraquí. Pero sumó a los viejos enemigos otros nuevos y
sorprendentes. Sólo que del desastre se desayunaron cuando, al
revisar la lista de los que protagonizaron los ataques a las
Torres Gemelas y el Pentágono, cayeron en la cuenta de que la
inmensa mayoría eran saudíes. En suma, el problema no era Bin
Laden sino la monarquía saudí, uno de los bastiones de Washington
en la región y el país con el que habían contado desde la Segunda
Guerra Mundial para mantener bajos los precios del petróleo y la
fluidez de los suministros.
Un viraje demasiado radical
Cerrar los ojos durante mucho tiempo tiene efectos perniciosos,
sobre todo cuando se los abre. Ahora los halcones, espantados
por la sucesión de errores y fracasos, en una situación de claro
declive económico y desafiados por la emergencia del euro,
quieren imprimir un viraje completo a su política regional y, por
lo tanto, mundial. Parece exagerado y fuera de la realidad. Las
viejas y corruptas monarquías petroleras son visualizadas ahora
como enemigos potenciales. Después del 11 de setiembre, temen
que Arabia Saudí rompa su alianza y termine por desestabilizar
toda la región
El arabista francés Gilles Kepel sostiene que todo el sistema de
alianzas tejido por la superpotencia desde 1945 ya no le
funciona. En una entrevista publicada por el madrileño El País,
señala que se propone "crear un orden nuevo en Oriente Próximo
cuya dinámica significaría acabar con los factores económicos y
sociales que provocaron el 11-S". Además de controlar las
riquezas de la región, el agua y el petróleo, la apuesta de
Estados Unidos es "lograr que las clases medias tomen el poder en
Irak y que cunda el ejemplo en todo el Cercano Oriente".
Si no fuera por las miles de víctimas que la aventura militar
está provocando, y las decenas de miles que provocará, la apuesta
de los halcones es como para revolcarse de risa. "Nos dicen que
van a revisar las alianzas, pero son tributarios de las alianzas
existentes", dice Kepel. Suena tan ridículo como la esperanza
del Pentágono de que la población iraquí los recibiría con los
brazos abiertos, como libertadores.
Además, no tienen la fuerza suficiente. El creciente declive del
dólar como moneda de los intercambios internacionales, y de Wall
Street como centro económico-financiero del mundo, no puede
resolverse por la vía militar. Recomponer el declive de la
superpotencia supondría desandar el camino recorrido desde 1945,
cuando Estados Unidos impuso el dólar (respaldado porque
controlada el 80 por ciento de las reservas de oro del mundo)
como la divisa hegemónica.
El creciente deterioro de su posición económica por la
competencia de Europa y Japón creó un desorden monetario que
llevó al presidente Richard Nixon, en 1971, a desvincular al
dólar del oro, rompiendo los acuerdos de posguerra. De ahí en
más, todo el camino recorrido fue en realidad una huida hacia
adelante. Convertido en el principal deudor internacional por su
debilidad productiva, y necesitado de la afluencia de dólares
para equilibrar las cuentas corrientes siempre deficitarias,
desató la especulación financiera que a la larga terminó por
minar a sus propias grandes empresas, sacudidas por escándalos
contables. En efecto, los fraudes de Enron, AOL y Worldcom son
cada vez más la norma en una economía dominada por la
especulación. De ahí que para mantener una hegemonía que ya no
posee, deba recorrer el camino de la guerra. Así como la
economía real fue devorada por la burbuja financiera, la guerra
preventiva mundial que encara la administración Bush amenaza con
consumir cualquier pretensión de liderazgo global.
La soberbia, unida a la ceguera, se pagan muy caras. El imperio
está probando su propia medicina. Aunque los estadounidenses
ganen en el campo de batalla, y todo indica que así será, la
forma como obtengan el triunfo pautará la posguerra. La ambición
militar de una guerra corta, se habló de que duraría apenas una
semana, se disolvió entre las tormentas de arena en el desierto
iraquí y la resistencia de las tropas de Saddam. El impúdico
sube y baja de las bolsas, según las noticias que llegan desde
los frentes de combate, y el vergonzoso reparto entre los más
conocidos halcones, como el vicepresidente Dick Cheney, de los
"beneficios" que esperan obtener en la reconstrucción de Irak,
están soliviantando a la segunda superpotencia. En efecto, la
opinión pública mundial, y cada vez más la estadounidense, está
poniendo límites más y más estrechos a la soberbia imperial.
* Immanuel Wallerstein, "Después del liberalismo", Siglo XXI,
México, 1996, p. 135.
https://www.alainet.org/es/articulo/107187
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