Por que la Jerarquía Eclesiástica se opone al cambio de la moral sexual
26/06/2002
- Opinión
La pregunta es pertinente. Llevamos décadas esperando el cambio. El concilio Vaticano II
dio razones para el cambio. Investigaciones y publicaciones de muchos téologos
formularon exigencias y aplicaciones de ese cambio. El pueblo (los simples fieles) ha
contemplado con impaciencia ese cambio y, al final, ha visto con casancio y hasta con
decepción cómo se reafirmaban las normas de siempre.
La pregunta, ciertamente, apunta a la jerarquía eclesiástica, porque es ella la que sella, al
parecer como inmutables, las normas recibidas, se empeña en hacerlas cumplir y vela para
que no se altere el depósito de la ortodoxia católica. Crece así la opinión de una jerarquía
dogmática, insensible, poco menos que incompetente para abordar temas que requieren una
respuesta actualizada.
No habría mayor dificultad en admitir que la jerarquía procede así, llevada de su celo por
conservar la verdad, ya que lo contrario significaría para ella apartarse de la tradición y ser
infiel al Evangelio. Pero, con no menos seguridad se puede afirmar que su posicionamiento
es desfasado.
En cuestiones morales importantes, de poco sirve empeñarse en caminar ciega o
impositivamente.Vivimos, es cierto, en un mundo contradictorio y mil veces incoherente,
pero al que no se le puede argumentar con tópicos, abstracciones o recomendaciones.
Necesita razones.
La realidad empuja a no zafarse sino a dar la cara y comprobar la consistencia de las
propuestas morales. Las encuestas nos dicen que en un porcentaje, que va del 60 al 75 %,
las acciones y conducta de los cristianos de a pie, -el pueblo fiel- no se acomoda a la
normativa oficial. En relación con el control de la natalidad, las relaciones sexuales
prematrimoniales, la indisolubibilidad matrimonial, la masturbación, la homosexualidad, el
uso del preservativo en caso del sida, la valoración del placer sexual, el estatuto de
inferioridad de la mujer, etc., por una parte va la normativa oficial y por otra la vida. Hay
una disociación.
Este hecho delata un desajuste, una disfunción grave, que no es razonable desatender.
Cuando una persona muestra síntomas de desarreglo, su salud cae bajo sospecha y
enseguida inicicia estudios sobre esos síntomas para poder establecer el diagnóstico y luego
el tratamiento.
La Iglesia es como un organismo vivo, en el que los órganos dirigentes forman parte de él y
a los que no les puede resultar indiferente el estado de su funcionamiento. Lo dice el
mismo concilio Vaticano II: "Hay instituciones, mentalidades, normas y costumbres
heredadas del pasado que no se adaptan bien al mundo de hoy. De ahí la perturbación en
el comportamiento y aún en las mismas normas reguladoras de éste" ( GS, Nº 7).
¿Se puede sostener, hoy en día, científica, antropológica, filosófica, teológica y
bíblicamente que el matrimonio es un contrato exclusivamente para procrear; que el goce
sexual es, por sí mismo, antinatural e ilícito; que la relación sexual cobra razón de ser sólo
en su subordinación a la procreación; que el grado de acercamiento a Dios depende del
grado de apartamiento y renuncia de la sexualidad; que la masturbación es objetivamente
pecado grave; que la homosexualdiad es una desviación y que su actuación es una
perversión; que la indisolubilidad del matrimonio es un valor absoluto, que nunca y por
ningún motivo se puede derogar; que todo bautizado casado, que se recasa civilmente, vive
en un estado de concubinato y de pecado público; que el condón no puede usarse ni siquiera
en caso de sida, etc.?
Frente a esta disociación entre la normativa oficial y la vida real, se dan dos posiciones: una
más dura, conservadora y pegada al pasado; y otra, más flexible, progresista y abierta al
futuro.
La tensión existe y, lejos de disminuir , parece aumentar, decantándose hacia la derecha en
escalada progresiva. Dos posturas, de externa y aparente tolerancia, pero de activa y
secreta intransigencia.
¿Es imposible una solución?
Como otros muchos, pienso que sí hay solución, pero a condición de que se quiera
reconocer el hecho del cambio. O se admite el cambio y entonces habrá renovación; o no
se lo admite, y entonces las cosas seguirán como siempre.
Y me apresuro a decir que es aquí donde está la cuestión. Porque nos encontramos en el
siglo XXI, cuya situación no podemos parangonar con la de siglos anteriores. Este siglo
viene precedido de un hecho que marca la civilización occidental: la modernidad. Y la
modernidad significa igualdad, democracia y pluralismo.
Pero la Iglesia se atrincheró en la Edad Media y se puso a la defensiva contra la
modernidad. Por lo que la Iglesia se opuso a la ciencia, la libertad, los derechos humanos y
el progreso. Todo un corte, que distanciaba y contraponía, y que hacía que al cristianismo
se lo considerara como sinónimo de reaccionario, integrista y antirrevolucionario. El
concilio Vaticano II acabó, teóricamente al menos, con esa escisión y trató de establecer un
puente de encuentro, respeto, diálogo, colaboración y convergencia con el mundo.
Conviene, pues, hacer de nuevo la pregunta: ¿Por que la jerarquía eclesiástica se opone al
cambio de la moral sexual?
Para mí, la cosa va apareciendo cada vez más clara.
No se trata de que, en la Iglesia, esté cundiendo una corriente peligrosa de secularismo, de
permisividad, de contemporización con la paganización del mundo presente. Podrá haber
de todo eso, pero no es esa la cuestión. Quienes defendemos el "aggiornamento" de la
Iglesia no lo hacemos porque nos creamos más virtuosos, más fieles, con más amor a la
Iglesia, sino por una operación de simple honestidad: ¿Hay razones o no para el cambio?
Si lo desecháramos, estaríamos anunciando la muerte de la inteligencia y propugnaríamos
el despotismo, pues resulta perentorio que la búsqueda de la verdad de las generaciones
pasadas no ha llegado a su término, ni hace supérflua la nuestra.
La búsqueda se alimenta del conocimiento y éste es evolutivo. Como a su vez lo son las
normas que guían el comportamiento. El código ético reposa sobre un determinado estado
o momento del conocimiento. ¿Por qué, entonces, dar como definitivo el conocimiento de
un momento histórico, de unos pensadores, de una escuela?
Este es el asunto. Se quiere dar como conocimiento inapelable lo que es un parcial
conocimiento del pasado. Inapelable porque en algún momento fue formulado, valió para
entonces y está bien que así fuera. Pero el problema surge cuando se lo quiere mantener
como válido para el presente. Se olvida que el Evangelio es universal, válido para todos los
tiempos, pero que en su aplicación histórica utiliza el vehículo cultural de cada época, sin
que eso suponga ecuación entre uno y otra.
¿Por que la jerarquía eclesiástica se opone al cambio de la moral sexual?
Está a la vista: porque confunde la defensa de un modelo cultural determinado con la
defensa del Evangelio.
Es más que evidente que la evolución del pensamiento nos permite hoy una mejor
comprensión de la realidad. Hasta hoy la comprensión disponía de menos datos e informes
sobre la realdiad. Por eso precisamente ha entrado en crisis.
Muchas de las normas sexuales actuales se remontan a los primeros siglos (Patrística), se
prolongan en la Edad Media y se mantienen hasta nuestros días. Pero hay que tener en
cuenta que muchas de esas normas son expresión de la cultura de entonces y no
precisamente del Evangelio. Esas normas son deudoras de un contenido cultural específico
( platonismo, aritotelismo, estoicismo, maniqueísmo,...) y no sería acertado darles valor
como si procedieran del Evangelio.
Los Santos Padres (Orígenes, Jerónimo, Ambrosio, Agustín, Tomás de Aquino,...) grandes
doctores y grandes crsitianos, llevan en sus cabezas esas culturas , dialogan con ellas y las
utilizan como paradigma y vehículo para entenderse con los hombres de su tiempo y
hacerles comprender la novedad del Evangelio. Pero cultura oriental y cultura helénico-
romana han evolucionado, han mostrado carencias y contradicciones enormes y es normal
que se las pretenda sustituir a través de la historia por otras más afines y conformes con la
naturaleza del ser humano y del Evangelio.
Creo sinceramenrte que está aquí el núcleo de la cuestión. Yo no dudo de que muchos
hombres de Iglesia, con autoridad institucional, cuando defienden la fidelidad a estas
normas, lo hacen creyendo defender la fidelidad al Evangelio. Pero ese es el quívoco:
defienden un modelo cultural (cosmológico, antropológico, filosófico, teológico,
jurídico)hoy superado y en buena parte científicamente insostenible.
Es lo que se trata de comprender. Una moral sexual con apoyo en una antropología
dualista, maniquea, procreacionista, condenatoria del placer sexual y exaltatoria de la
castidad; una moral sexual con apoyo en una concepción de pareja patriarcal-machista,
con primacía del varón y postergación de la mujer, basada en la desigualdad y en una
complementariedad meramente biológica; una moral sexual con una visión de la persona
dicotómica, con hostilidad entre el espíritu y la materia, en situación de impotencia por el
pecado original y sin integración posible de ambos; una moral sexual forjadora de una
espiritualidad que centra su lucha en la anulación de uno mismo, en la negación y
maceración del cuerpo, en la huída del mundo y en el menosprecio de las realidades
terrenas, que persigue una implantación idealista, suprahistórica del Reino de Dios, una
moral así no tiene por qué durar siempre, presenta serios límites y está muy lejos de la
moral evangélica. ¿Qué títulos puede presentar para ser identificada como cristiana?.
La evolución, pues, obliga a un cambio de paradigma cultural. Simplemente. Sin que por
ello seamos infieles al Evangelio ni nos sea vedado buscar otro paradigma más en
consonancia con las ciencias actuales y que vierta mejor las exigencias del seguimiento de
Jesús.
Acaso lo más preocupante del tema sea que la Iglesia Católica no se ha inculturado en el
nuevo paradigma de la modernidad, críticamente por supuesto, y se ha atrincherado contra
ella. Sería esta una señal, muy reveladora, de que la modernidad no ha hecho mella en
ella.Con razón muchos pueden preguntarse: ¿Pero es que tiene cabida la democracia en la
Iglesia? ¿Puede implantarse en un régimen tan extremadamente autoritario? Sin
democracia, no hay participación ni libertad. Y sin participación y libertad no hay cambio
ni reforma.
La Iglesia Católica, sin dejar de lado sus grandes principios y sin renunciar a su
peculiaridad, tiene que elaborar una moral universal en conjunción con el resto de la
humanidad. El cristianismo no tiene respuesta específica a muchos de los problemas y
debe, como exigencia de su fe, compartir la búsqueda de una ética de la dignidad de la
persona y de sus derechos. La Carta Universal de los Derechos Humanos recoge unas
pautas de moral mínima que vincula a todas las personas y pueblos.
* Benjamín Forcano, Teólogo.
https://www.alainet.org/es/articulo/106048
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