La izquierda argentina
Viejos problemas, nuevas oportunidades.
10/04/2002
- Opinión
La izquierda argentina ha experimentado, en estos últimos seis meses, un
verdadero ‘salto cualitativo’ en su influencia y expectativas. El llamativo
avance electoral de los comicios legislativos de octubre de 2001 (donde la
estrella fue el ‘voto bronca’, pero el sufragio por Autodeterminación y Libertad,
Izquierda Unida y otras expresiones, alcanzó proporciones de pequeño ‘batacazo’)
fue el punto de partida. Y emergió un cambio más sustantivo desde el 19 y 20 de
diciembre de 2001, cuando después de las grandes movilizaciones que echaron abajo
al gobierno y su ‘superministro’ las fuerzas de izquierda fueron las únicas que
quedaron en condiciones de presentarse y hablar en público sin sufrir un abucheo
o rechifla inmediata, como los dirigentes y militantes de los dos partidos
tradicionales y sus ‘escoltas’ del Frepaso o la derecha tradicional.
Militantes de los distintos partidos de izquierda o de organizaciones no
partidarias pero claramente insertas en ese campo, se encontraron con que su
larga tradición de moverse como minorías opositoras de dirigencias impulsadas por
los partidos tradicionales o al menos bien ancladas en el establishment, quedaba
de lado, para colocarlos en un lugar más central. A diferencia de lo que ya es
histórico en las organizaciones sindicales, o en el movimiento estudiantil, las
asambleas, y también amplios espacios del movimiento piquetero, aparecen sin
presencia de las muy desprestigiadas dirigencias tradicionales. Son fenómenos
nuevos, que convierten en acto la consigna ¡Que se vayan todos¡, de un modo
concreto y práctico: En ellos no entra ninguno, o casi, de ese ‘todos’ de límites
imprecisos pero sustancia clara: el colectivo de los protagonistas y cómplices,
por acción u omisión, de un cuarto de siglo de concentración capitalista y
empobrecimiento colectivo.
La nueva situación de movilización masiva y deliberación callejera, tiene mucho
de un sueño largamente soñado para la militancia de izquierda. Las jornadas
recientes han proporcionado a los agrupamientos de esa tendencia la posibilidad
de alcanzar un nivel de incidencia muy elevado entre los movilizados, y amplias
posibilidades para ampliar su militancia. Incluso se han producido síntomas de
rápida radicalización que han hecho que, en la puja entre propuestas más
moderadas y las de la izquierda ‘neta’, esta última lleve frecuentemente las de
ganar. Como ejemplo, las organizaciones de piqueteros, donde las agrupaciones de
izquierda (agrupadas el grueso de ellas en el Bloque Piquetero Nacional) lograron
generar un bloque de posiciones radicales que rápidamente alcanzó una presencia
callejera y una capacidad de movilización comparables a las de las organizaciones
de arraigo algo más antiguo en ese campo, como el MTV y la Corriente Clasista y
Combativa. Y en las asambleas populares, muchas de las consignas y decisiones
votadas se acercan a postulados tradicionales de esas fuerzas, que no solían
tener ese nivel de repercusión en ámbitos públicos y heterogéneos como las
asambleas.
Quizás sea éste el momento de poner en cuestión el papel jugado por la izquierda
en esta coyuntura, que aparece como muy favorable en relación a otros momentos de
su historia.
En primer lugar, las circunstancias actuales no deberían hacer olvidar que la
izquierda argentina es una corriente política en crisis, que arrastra importantes
limitaciones que pueden rastrearse desde bastante atrás en su trayectoria. La
izquierda argentina arriba a esta coyuntura con al menos dos líneas de problemas.
La primera, de más larga duración, referida a su condición de relativa
marginalidad en nuestro país, que la confinó durante décadas a ser una minoría
opositora (a veces muy pequeña) en los sindicatos de trabajadores y otras
organizaciones populares dirigidas por el peronismo, muchas veces desde
posiciones con fuertes componentes conservadores y anticomunistas, o por el
radicalismo, sobre todo en el caso del movimiento estudiantil. La segunda, de
más breve trayecto, es una crisis al interior de las organizaciones de izquierda
y del campo de la izquierda en general, en la que tienen que ver desde el
derrumbe de los ‘socialismos reales’ en 1989-91, hasta que los partidos de
izquierda no han salido incólumes de la crisis general de la dirigencia política
en Argentina, y con frecuencia sino el repudio, al menos la fuerte desconfianza
se extiende hacia ellos. Por añadidura, esto se produjo en un escenario de
división y pérdida de militantes de los partidos de izquierda, que quedaron
atomizados como nunca.
Si bien nadie implica seriamente a la izquierda en los negociados y la corrupción
(consumados desde posiciones estatales a las que no ha tenido acceso, por otra
parte), ni en el servilismo perenne hacia el ‘poder real’ de los conglomerados
económicos y comunicacionales de que ha hecho gala el sistema político
tradicional entero, pesan sobre los partidos de izquierda acusaciones de
divisionismo y exacerbación de las diferencias, de tendencia a sustituir al
movimiento real, carencia de una cultura del debate, propensión a subalternizar
los problemas e intereses concretos de ‘las masas’ frente a objetivos políticos
supuestamente ‘grandiosos’... Esas críticas han resonado en estos últimos meses,
sobre todo en relación con las asambleas, con la urgencia por imponer decisiones
o ‘controlar’ sus deliberaciones. Conviene sin embargo discriminar las que son
objeciones fundamentadas, que salen al paso de comportamientos reales, de las
monsergas que, en nombre de un enfoque más ‘nacional y popular’ , dan una visión
‘esencialista’ de la izquierda, de acuerdo a la cual las corrientes socialistas
adolecen de irremediable incomprensión de la sociedad argentina, obturada por la
profesión de un internacionalismo abstracto, o de despreocupación por los
problemas reales de los trabajadores y el pueblo, preteridos frente a esquemas
doctrinarios inflexibles. Creo que estas últimas pueden desecharse, pero las
primeras constituyen un fuerte llamado de atención, que sería muy costoso desoir.
En la actual ebullición colectiva, las asambleas vecinales y otros espacios
deliberativos, ponen a prueba la posibilidad de superar, o al menos atenuar los
efectos, de arraigadas falencias. Son espacios heterogéneos por definición, de
participación abierta sin ninguna calificación previa, basados en la deliberación
directa, concebidos sobre la aspiración a un funcionamiento horizontal, que
tiende a no reconocer ninguna jerarquía o representatividad previa o externa a la
misma. Allí pueden estrellarse viejas predisposiciones, sobre todo de la
izquierda partidaria. En los auténticos movimientos de masas, y este lo es,
suelen perderse votaciones, lo incontrolado e imprevisible brota todo el tiempo,
los militantes deben interactuar con otra gente, que no comparte su sensibilidad
política, ni su terminología, manejo de los tiempos, y métodos de interpretación
de la experiencia que se está viviendo. Y se necesita para desenvolverse en
ellos, deponer la soberbia que tiende a silenciar o a excluir a todo lo que
resulta no controlable, no asimilable a las propias previsiones, a riesgo de
sofocar la expresión colectiva. El movimiento social tiene una riqueza enorme,
mayor cuánto más avanzado y radicalizado está, que jamás se asimila a ninguna
idea de ‘pureza’, a ninguna supuesta ‘ley’ previamente formulada. Ignorar esto
es ignorarlo todo.
El afrontar los desafíos renovados con el viejo bagaje resulta peor que
insuficiente. La izquierda (la argentina y la mundial) tiene un pesado legado en
ese sentido; el de pensarse como ‘vanguardia’ de un movimiento que no puede
alcanzar por sí mismo la perspectiva revolucionaria, sin la dirección de una
minoría esclarecida. La metáfora maoísta del ‘pez en el agua’ es, a su pesar,
suficientemente expresiva: El partido es el ‘pez’ (ser vivo, móvil, a su manera
inteligente) en el ‘agua’ (inorgánica, inerte) de las masas. Se requiere,
creemos, desechar ese vanguardismo apriorístico, para sumergirse en la difícil
tarea de construir una voluntad colectiva que se oponga con éxito a la colusión
del gran capital con la elite política a su servicio.
Se requiere para ello una amplia disposición a realizar aprendizajes tan rápidos
como decisivos. Y a abandonar ciertos prejuicios, ciertos tics del pensamiento y
de la acción que obturan la acción en una realidad compleja, tales como:
El obrerismo estrecho, que hace esperarlo siempre todo de la clase obrera de la
gran industria, y por la negativa hace posible explicar cualquier falencia por su
falta o escasez de participación en el movimiento. b) El ‘inminentismo’ que
falla en la apreciación de la evolución de los procesos sociales y políticos, y
siempre los hace visualizar más unilineales y breves de lo que son, y hacen
perder la imaginación para apreciar no sólo las debilidades, sino también las
posibilidades de recomposición y de contraofensiva del campo enemigo, en
beneficio de la sempiterna creencia de que ‘el poder está muy cerca’. c) El
‘estatalismo’ que insiste en ver al poder epitomizado en el aparato estatal, y
pensar que el apoderarse de las instituciones estatales es el momento culminante
del proceso de transformación de la sociedad, la línea divisoria cuya sola
trasposición abre las compuertas de un porvenir venturoso.
Sólo una izquierda con un comportamiento generoso, abierto al debate, capaz de
tomar parte activa en lo que no controla, de contribuir a la politización del
movimiento sin ahogar sus aspiraciones reivindicativas, dispuesta a acompañar su
evolución y debatir su orientación sin desesperarse por imponer con rapidez
consignas más radicales, podrá aprovechar en beneficio del movimiento las
críticas justificadas a sus miopías e insuficiencias, y enfrentará con éxito las
objeciones mecánicas de un peculiar ‘macartismo’, arraigado en vastos sectores de
la sociedad argentina. Quiénes pretendan hegemonizar, imponer sus términos de
discusión, ignorar la pluralidad de los sentimientos, las creencias y las
experiencias, probablemente sólo lograrán contribuir al desgaste y desgajamiento
del movimiento, con la consiguiente vuelta a la perversa ‘normalidad’ de los
primeros años 90’, con el gran capital en feroz ofensiva económica, política e
ideológica, rampante sobre el escepticismo y la desmovilización masivos.
La izquierda argentina tiene hoy ante sí oportunidades enormes, sobre todo si se
las compara con su historia de durísimos esfuerzos y luchas, para resultados
proporcionalmente escasos. No debería asimilarse la oportunidad de participar en
el debate y la orientación de movimientos populares masivos, con el haber
emprendido un rápido y lineal camino hacia la ‘toma del poder’, cuyo éxito
depende de que la organización propia (ya que no se piensa en el conjunto de la
izquierda por cierto) hegemonice todo el proceso.
¿Estamos realmente a favor de llevar a su máxima expresión la iniciativa y la
autoorganización popular? o bien, buscamos la forma de sofocarla, reducirla al
mínimo, reproduciendo de algún modo las prácticas de la derecha, aunque se
persigan metas opuestas. El impulso liberador de los escraches generalizados,
del ¡que se vayan todos¡, de la gozosa convergencia entre piquetes y cacerolas,
de la voluntad renovada de ‘meter la cuchara’ en todo, desde el hospital y la
escuela del barrio al no pago de la deuda externa, es un tesoro a ser cuidado y
multiplicado de mil formas. Todo lo que vaya en su contra es políticamente
injustificable.
Con la eclosión de diciembre del año pasado se ha delineado la senda para
construir un movimiento social nuevo. La izquierda tiene muchísimo para aprender
y ‘autorreformarse’, de la dinámica general de ese movimiento, y de los avances y
derrotas que alcance en su seno. Se vive el crucial momento de dejar de ser
secta, pequeño partido con escasa inserción social, y pasar a formar parte de un
movimiento dotado de una fuerza inusitada, que quizás hasta pueda barrer
burocracias enquistadas en las organizaciones populares desde hace décadas, con
la dirigencia sindical en primer término, de terminar de enterrar a los partidos
‘sistémicos’, y construir un espacio de autonomía de una magnitud impensable
hasta hace poco tiempo. Es hora de fundirse en el movimiento, de trabajar y
discutir de igual a igual con un conjunto de gente que no viene de la militancia
tradicional, que por razones generacionales o de repliegue previo en lo privado,
recién ahora se incorpora a la acción colectiva. Y de tomar conciencia que no se
está en la recta final coronada por la mítica ‘toma del poder’. Por el
contrario, emprendemos un camino novedoso y seguramente prolongado, erizado de
dificultades y amenazas, pero fecundado por la presencia del pueblo en las
calles, por la voluntad naciente de ‘dar vuelta la historia’, por la posibilidad
de contribuir a llenar de sentido nuevamente los ideales socialistas. No es poco
a la hora de sentirnos convocados a poner todo el esfuerzo, la inteligencia y el
impulso generoso de que seamos capaces.
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