Ecuador: Sobre la corresponsabilidad de los acreedores

01/11/2001
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A
"Siempre los tiranos se han ligado y los libres jamás. ¡desgraciada condición humana!
Simón Bolívar, 10 de noviembre de 1824 James Wolfensohn, presidente del Banco Mundial, repitió una vez más el mensaje, "la culpa de la crisis la tienen los gobiernos" de los países pobres. Con esta afirmación, expresada en el marco de la Asamblea Anual del FMI y del Banco Mundial en 1999, se ratificó, una vez más, aquella apreciación unilateral que endilga los problemas a los países subdesarrollados. Esta declaración se inserta en aquella posición defendida a ultranza por los países del Norte, que niegan cualquier corresponsabilidad en su calidad de acreedores. Es cierto que en el problema del endeudamiento externo hay una gran culpa en los gobiernos y, en especial, en las elites dominantes de los países endeudados. Los gobiernos de dichos países, muchos de ellos dictatoriales en la década de los setenta, recurrieron irresponsablemente al endeudamiento externo en lugar de introducir las reformas estructurales que habrían sido indispensables, al tiempo que transferían masivamente recursos a favor de las clases propietarias. Por eso, a primera vista, condonar la deuda representaría un error, pues podría beneficiar a los ricos... Sin embargo, esa apreciación es incorrecta, pues no eliminar el peso de la deuda sería mantenerlo sobre los pobres… hay una relación inversamente proporcional entre servicio de la deuda e inversiones sociales, y una vinculación perversa entre deuda y ajuste estructural. El punto de partida de estas diez reflexiones, como acertadamente considera Javier Iguiñiz, pasa por reconocer que "los conquistadores y las oligarquías, los gobiernos y las elites en general no han sido ajenos al problema, y los acreedores de los últimos años conforman uno de los elementos de la punta más reciente de un proceso de siglos". Así, reconociendo las dificultades para individualizar las variables y complejas responsabilidades existentes, pues éstas son sistémicas, tengamos presente que el análisis de la situación no puede realizarse al margen de la acción de los agentes que han participado en ella, como recomienda Amartya Sen, Premio Nobel de Economía de 1998. Análisis que nos conduce a dilucidar el problema desde una perspectiva global y no desde una simple sumatoria de situaciones individuales. Para entender la lógica de la deuda externa, en consecuencia, hay que enmarcarla en un contexto sistémico. La deuda en sí es otra manifestación de las evoluciones del propio sistema capitalista. Y como tal las crisis de deuda se suceden cíclicamente, con una serie de elementos nuevos y otros que ya se repitieron en épocas anteriores: a mediados de la década de los 20, a principios de los años 70 o en los años 90 durante el siglo XIX; o durante la famosa depresión de los años 30 o en los años 80 y 90 ya en el siglo XX. Epocas en las cuales la deuda no simplemente fue un problema financiero, sino que desempeñó un papel importante como palanca para imponer la voluntad de los países acreedores sobre los deudores. Imposición que revistió diversos caracteres, inclusive violentos. Vistas así las cosas, la demanda de préstamos no es la única razón de su existencia. La crisis de sobreendeudamiento encuentra sus orígenes en la sobreoferta de recursos financieros en los países desarrollados, especialmente en los EEUU. Recordemos que el surgimiento del sobreendeudamiento en los años setenta tuvo su origen con los eurodólares a fines de los años sesenta, mucho antes del alza de los precios del petróleo. La masa de eurodólares se amplió masivamente con la eliminación unilateral de la convertibilidad del dólar en oro, en agosto de 1971. Luego creció el monto de recursos financieros con los petrodólares, los cuales, al no encontrar utilización productiva en el Norte, fueron canalizados alegremente hacia el Sur, tradicionalmente marginado de los mercados financieros internacionales. En los EEUU se generó, también, la reversión del flujo de capitales, sobre todo en los años 80, en tanto sus desequilibrios económicos le transformaron en una aspiradora de capitales: la transferencia neta negativa - desembolsos menos pago de capital e intereses- desde América Latina fue de unos 238 mil millones de dólares de 1982 a 1990, monto superior en más de tres veces a los valores anualizados del Plan Marshall, con el que los EEUU ayudaron a la reconstrucción de Europa. En este contexto, hay estudios que demuestran que la deuda de América Latina, solo por concepto de su servicio, ya estaría pagada. Dicha reversión tuvo como detonante la multiplicación por tres y hasta por cuatro de las tasas de interés vigentes en la época del endeudamiento agresivo: 1974-1981; alza provocada, en especial, por la política económica de los EEUU, el reaganomics. Esta elevación repentina y arbitraria de las tasas de interés, que llegó casi al 20%, provocó dicho reflujo masivo de capitales: los países pobres endeudados fueron "amarrados a la pesada rueda del interés compuesto". Con tasas de interés altas, los EEUU atrajeron capitales de América Latina. Fueron una gran aspiradora. En ese flujo entraron, a más del servicio de la deuda, el deterioro de los términos de intercambio, la fuga de capitales (en muchos países superior al monto global de la deuda externa), la remesa de utilidades y la repatriación de capitales de las inversiones extranjeras, la transferencia por regalías, la fuga de cerebros, etc. Con estos recursos los países ricos, con los EEUU a la cabeza, financiaron y financian sus transformaciones tecnológicas. Que se sepa nunca los países ricos han frenado estos bienvenidos flujos de recursos del Sur, algo por demás beneficioso para ellos desde la época colonial. Resaltemos lo difícil, sino imposible, que es recuperar los depósitos de los dictadores escondidos en los países ricos: "en Suiza se lava más blanco". Qué pasaría si los gobiernos del Norte establecieran un impuesto especial a los depósitos e inversiones de los habitantes del mundo pobre realizados en el Norte, tanto para desalentar dichas transferencias como para financiar programas de desarrollo… No hacer nada también es otra forma de complicidad. Y demorar las soluciones también ayuda a agravar los problemas; cuanta razón tuvo el Papa Juan Pablo II cuando, el 23 de septiembre de 1999, al recibir a un grupo de destacados músicos, preguntó "¿por qué los avances para resolver el problema de la deuda son tan lentos? ¿Por qué tantas vacilaciones? ¿Por qué tanta dificultad para proporcionar los fondos necesitados, incluso para las propuestas ya acordadas? Son los pobres los que pagan el costo de la indecisión y del retraso". En varios y prolongados períodos, los países deudores han sufrido, además, una profunda caída de los precios de sus materias primas; precios que experimentan una evolución inestable: basta observar la situación del petróleo, cuya reducción en 1982-83 contribuyó a debilitar las economías de los países exportadores de crudo altamente endeudados. Problema agravado por el neoproteccionismo de los países industrializados, los acreedores; basta con recordar las dificultades que tiene el banano latinoamericano para ingresar al mercado europeo. En el listado de corresponsables brilla con luz propia la banca privada, que actuó en forma consciente y muchas veces coordinada, con los “préstamos sindicados”. Sus prácticas no sólo que fueron inapropiadas, sino que muchas veces fueron imprudentes o abiertamente corruptas: pensemos en los créditos innecesarios que banqueros internacionales obligaron a contratar a varios países subdesarrollados (Brasil, por ejemplo), en la multiplicidad de préstamos sin “objeto lícito”, en aquellos créditos entregados a empresas privadas sin garantía gubernamental y que luego fueron transformados en deuda pública -"sucretizados"- por presión de los acreedores, a la cabeza los organismos multilaterales: Banco Mundial y FMI. Existió una pésima administración de los créditos por parte de los acreedores en su desesperación por prestar, cuando los recursos financieros les sobraban o no encontraban una ubicación productiva en el Norte. Muchas veces recurrieron a comisiones y “spreads” cuestionables jurídicamente. En suma, la banca prestó en forma precipitada cuando tenía exceso de fondos y luego encareció de manera drástica los créditos o aún los frenó cuando vislumbró dificultades. Y, por último, la corresponsabilidad de los acreedores privados ha sido públicamente aceptada por los organismos multilaterales, que hoy les convocan a compartir la carga de una renegociación de la deuda. Junto a los bancos asoma una multitud de compañías extranjeras, muchas de ellas transnacionales, que participaron activamente en la danza de los millones, vendiendo incluso tecnologías obsoletas. Hay casos paradigmáticos de empresas que con tal de vender sus productos propiciaban cualquier locura: la construcción de una planta termonuclear por un valor de 2.500 millones de dólares en las Filipinas sobre terreno sísmico y que no funciona por estar rajada, por ejemplo. En esta línea de actos donde la corresponsablidad de los acreedores es indiscutible, a más de que la corrupción es inocultable, cabe la fábrica de papel de Santiago de Cao en el Perú, que no pudo operar por no tener suficiente agua, o el inconcluso tren eléctrico de Lima; la refinería de estaño de Karachipampa en Bolivia, la cual, por estar ubicada a 4.000 metros de altura, no tiene suficiente oxígeno para trabajar; la procesadora de basura para Guayaquil, que se compró y pagó, pero que nunca se instaló y cuyos restos se incendiaron; la acería ACEPAR en Paraguay, que prácticamente no funciona desde su culminación a mediados de los años 80; o, la imprenta del Ministerio de Educación de Quito, instalada en 1991, 12 años después de haber sido comprada (y que aún no funciona), cuando el país de origen de la maquinaria ya no existía: la República Democrática Alemana. Estos y otros muchos proyectos, que resultaron improductivos, constituyen grandes elefantes blancos, a pesar de contar con la costosa asesoría de consultores y empresas extranjeras y la supervisión de los organismos multilaterales, y hoy permanecen como un pasivo oficial a ser pagado por los países pobres. En otros tantos proyectos su costo final fue muy superior al inicialmente presupuestado. La venta de armas es otra muestra de esta complicidad. 8. Un puesto destacado corresponde a las instituciones financieras: el Banco Mundial, el FMI y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), controlados por los Estados de los países más ricos. Durante el festín crediticio, estos organismos entregaron préstamos a manos llenas en el mundo subdesarrollado o ayudaron a contratarlos, aún por parte de las ahora tan criticadas empresas estatales. Esa era la mejor salida frente a la recesión en los países centrales. Además, estos organismos, al tiempo que alentaban la contratación de créditos externos, no avizoraban -ni siquiera a inicios de los años ochenta cuando la crisis de la deuda era un hecho- cambios sustanciales para el mercado petrolero: el BID, por ejemplo, afirmaba en 1981, que "dada la elasticidad de ingreso de la demanda de energía, tanto a corto como a largo plazo, y los probables cambios en la estructura de la economía, la aceleración de la tasa de crecimiento de la actividad económica conducirá a un mayor consumo de energía en general y a una mayor demanda de petróleo en particular, por lo menos durante los próximos diez años". Aún cuando los precios del crudo ya había descendido desde la segunda mitad del año 1982 y daban señales de un debilitamiento de tipo estructural que les llevó a su valor más bajo en 1986, el Banco Mundial en 1985 todavía aseguraba "que es probable que vuelvan a aumentar en términos reales durante el presente decenio". En este contexto había escenarios con precios crecientes del crudo, que fluctuaban entre los 30 y los 48 dólares por barril para mediados de los ochenta y entre los 30 y 78 dólares a mediados de la década de los noventa, en valores constantes de 1980. Los efectos de este clima permisivo, fomentado por las entidades multilaterales de crédito tanto para los países importadores como para los exportadores de petróleo, conducían necesariamente a continuar con el proceso de endeudamiento. Para los primeros, ante las expectativas de un continuado incremento de los precios del crudo, la salida obligada era endeudarse para diversificar la oferta energética y reducir la dependencia petrolera; sin embargo, de la revisión del endeudamiento de estos países, es fácil concluir que no fue el alza del precio del petróleo el único detonante para esta demanda masiva de créditos, enmarcada en un contexto sistémico. Para los segundos, lo lógico, en términos financieros, era seguir contratando créditos, que al momento no estaban tan caros, para posteriormente pagarlos con los esperados incrementos de los precios del hidrocarburo. Estas previsiones erróneas en el campo hidrocarburífero se repitieron en el caso de muchos otros productos primarios para los años ochenta, así, si para el petróleo el error estuvo entre 150 y 160%, para los minerales metálicos llegó al 62%, para las grasas y aceites al 180%, para otros productos agrícolas no alimenticios al 10 % y así por el estilo... Posteriormente, ya en plena crisis, estos organismos -con funcionarios subsidiados por los cuatro costados- asumieron el papel de cobradores y ajustadores de las economías que ellos contribuyeron a endeudar. Fueron los responsables de los costosos y muchas veces inútiles programas de estabilización y ajuste estructural; y en este contexto volvieron a endeudar a los países pobres con créditos destinados a planes de transformación estructural, que en más de una ocasión concluyeron en enormes fracasos o en proceso de corrupción masiva, como lo han sido varios de los costosos salvatajes de la banca privada en México y Ecuador, para citar apenas dos casos. Con las diversas opciones de “solución” al problema de la deuda -inspiradas e impuestas desde el Norte: renegociaciones, Plan Baker, menú de opciones, Plan Brady, Iniciativa para las Américas, Programa para países pobres muy endeudados (HIPC), etc.- vienen atadas las condicionalidades de política económica y los propios esquemas de ajuste estructural. La deuda, entonces, no es sólo un problema cuantitativo, sino eminentemente cualitativo. Su pago o su renegociación sirven de gran palanca para profundizar los ajustes estructurales: privatizaciones, reducción del tamaño del Estado, recorte de las inversiones sociales, flexibilización laboral, apertura de la economía, liberalización de los mercados, dolarización... en suma, disminución de la capacidad de desarrollo nacional. Parecería que lo que importa, en última instancia, no es cobrar la totalidad de la deuda, sino lograr que los países subdesarrollados participen sumisamente en la economía mundial, aceptando las condiciones del nuevo (des)orden internacional capitalista. Esta constatación es vital: la deuda resulta la continuación de la política imperial por otros medios, para ponerlo en términos de Karl von Clausewitz. Para completar este decálogo de corresponsabilidades, incluyamos la deuda ecológica, en la cual los deudores son los países ricos y los acreedores los pobres. Esta deuda, que se originó con la expoliación colonial -la tala masiva de los bosques naturales, por ejemplo-, se proyecta tanto en el "intercambio ecológicamente desigual", como en la "ocupación gratuita del espacio ambiental" de los países pobres por efecto del estilo de vida depredador de los países industrializados. Así, hay que incorporar las presiones provocadas sobre el medio ambiente a través de las exportaciones de recursos naturales -normalmente mal pagadas y que tampoco asumen la pérdida de nutrientes y de la biodiversidad, para mencionar otro ejemplo- provenientes de los países subdesarrollados, exacerbadas últimamente por los crecientes requerimientos que se derivan del servicio de la deuda externa y de la propuesta aperturista a ultranza. Propuesta que, al estimular al máximo las exportaciones, ha devenido en promotora y aceleradora de los monocultivos, del uso incontrolado de agrotóxicos, de la deforestación masiva, de la mayor e indiscriminada presión sobre los recursos naturales. Adicionalmente, desde la lógica de recortes fiscales de los programas de ajuste estructural y de las políticas de estabilización se han reducido sustantivamente las escasas inversiones destinadas a aquellos proyectos de protección y aún de restauración ecológica que serían indispensables para reducir la sobre-explotación de la oferta ambiental. Y la deuda ecológica crece, también, desde otra vertiente interrelacionada con la anterior, en la medida que los países más ricos han superado largamente sus equilibrios ambientales nacionales, al transferir directa o indirectamente "polución" (residuos o emisiones) a otras regiones sin asumir pago alguno. A todo lo anterior habría que añadir la biopiratería, impulsada por varias corporaciones transnacionales que patentan en sus países de origen una serie de plantas y conocimientos indígenas. Por eso bien podríamos afirmar que no solo hay un intercambio comercial y financieramente desigual, sino que también se registra un intercambio ecológicamente desequilibrado y desequilibrador. Desde esta perspectiva y si consideramos que la deuda externa financiera ya habría sido pagada, la pregunta que surge es quién debe a quién. Es más, hasta podríamos pensar en club de acreedores conformado por los países empobrecidos. Insistamos para concluir, durante el libertinaje financiero de los setenta y también aunque en menor medida en la primera mitad de los noventa, los gobiernos (muchos de ellos dictatoriales) y los grupos dominantes en los países periféricos -apoyados por EEUU y sus aliados- encontraron la oportunidad para satisfacer, aunque sea parcial y temporalmente, el déficit crónico de financiamiento. Y lo hicieron sin preocuparse demasiado por el uso de los créditos, que mayormente fueron en provecho de los grupos dominantes y que, adicionalmente, contribuyeron para postergar reformas estructurales indispensables, como pudo ser el establecimiento de un sistema tributario socialmente equitativo. Posteriormente, en la época del pago, aquellos sectores marginados de los "beneficios" del endeudamiento foráneo fueron convocados a asumir su servicio. La deuda, entonces, fue, al decir de Horacio Verbitsky, "el gran mecanismo reciclador de las relaciones de poder porque unos gozan del crédito y otros lo pagan". Los gobiernos latinoamericanos siempre han mantenido su actitud sumisa, condescendiente con la banca internacional, las transnacionales, los organismos multilaterales de crédito, los gobiernos de los países ricos. Además, las elites dominantes de los países pobres, por su complicidad con los acreedores, sea por que se habían transformado en tenedores de papeles de la deuda o sea por el miedo al "gran garrote", nunca plantearon salidas conjuntas, siempre se impusieron los clubes de los acreedores (Club de París, Club de Londres o comités de gestión). "¡Desgraciada condición humana! Siempre los tiranos se han ligado, los libres jamás", clamaba con angustia Simón Bolívar.
https://www.alainet.org/es/articulo/105423
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS