Guerra de corporaciones

17/10/2001
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Es probable que todos aquellos que querramos analizar con seriedad lo que está sucediendo en el mundo a partir de los ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono, nos sintamos un poco parecidos al señor Weaver, el personaje principal de la novela A conspirancy of paper, del norteamericano David Liss. Editado en español en junio de este año, el libro de Liss cuenta las alternativas protagonizadas por un investigador privado de la Londres de fines del siglo XVIII. El señor Weaver se propone aclarar dos crímenes que parecen inconexos entre sí pero que resultan ser ambos consecuencia de una de las primeras especulaciones bursátiles que acontecieron en la capital del imperio británico. Es muy probable que la tarea esté por encima de nuestras habilidades. Sin embargo, existen datos a partir de los cuales es posible comenzar a trabajar. I. Los atentados del 11 de septiembre pasado obligan a dos preguntas: ¿Quién? y ¿Por qué? Allí están las claves de tanta hojarasca comunicacional, de tanto simplismo interpretativo, de tantos intentos de respuestas fáciles, de tanta pirotecnia política y de tantos aprestos bélicos de tanta o más amoralidad que los que se dicen querer combatir. Porque las dudas y reflexiones que se leerán a continuación hablan de eso sobre lo que nadie quiere hablar: dicen que, aunque se declame y jure lo contrario, las muertes del 11 de septiembre, así como las otras tantas muertes que vienen multiplicándose a lo largo de los años, no le quitan el sueño a los dueños del poder mundial. Las víctimas de los atentados del 11 de septiembre aún desgarraban con sus gritos de espanto, cuando el stablishment político y mediático ya tenía elaborado su juicio y condena: fue un ataque islámico, decían; fue obra del terrorista Osama ben-Laden, y no tenían ni tienen, al 20 de septiembre, ninguna prueba fehaciente de que ello haya sido así. Por supuesto que Israel no demoró en sumarse al coro, reanudó sus ataques a los territorios palestinos y su jefe político no escatimó en provocaciones. "Israel tiene a su propio Ben- Laden y se llama Yasser Arafat", largó muy suelto de cuerpo. Con el correr de las horas, el simplismo fundamentalista del presidente George W. Bush fue resquebrajándose y Tel Aviv tuvo que dar marcha atrás: aceptó el cese del fuego propuesto por Arafat. Sin incurrir en teorías conspirativas ni mucho menos en engendros tales como que los atentados fueron obras de una facción interna de los Estados Unidos -política, militar o económica- que lucha por el poder, ¿por qué no ponderar la posibilidad de que estos hechos se inscriban en un marco mucho más complejo que el que se pretende presentar, signado por disputas en torno del dominio de áreas estratégicas en materia energética y, muy especialmente, por un nuevo tipo de guerra entre las distintas facciones del corporativismo financiero global, todos fenómenos de compleja comprensión? El 26 de febrero de 1998, convocado para analizar la situación de entonces en el Golfo Pérsico, cuando la ONU salió a hacer gestiones para frenar un bombardeo norteamericano sobre Irak, quien escribe publicó un artículo en el diario La Nación, de Buenos Aires, en el que decía: Patrick Howie, de la organización especializada en asuntos energéticos The Dismal Scientist, de los Estados Unidos, reveló que, para Washington, la mejor opción consiste en que Irak siga fuera del mercado mundial de proveedores de petróleo porque la cuota que le correspondía a ese país antes de la Guerra del Golfo, en 1991, pasó a manos de Arabia Saudita y de Kuwait, los dos principales aliados de la Casa Blanca y de Gran Bretaña en la región. Según datos de la OPEP, más del 82 por ciento del petróleo que importan los Estados Unidos proviene de Arabia Saudita (...) Detrás del escenario visible se mueven los hilos de la puja petrolera. En octubre del año último, las empresas francesas Total y Elf tuvieron conversaciones adelantadas con las autoridades de Bagdad, tendientes a concretar suculentas inversiones en dos centros estratégicos. (...) Cuando Washington amenazó a París con sanciones y litigios por los acuerdos de inversión que las mismas Elf y Total habían hecho en Irán -país vetado por Estados Unidos por sus supuestas actividades terroristas- los diplomáticos de Jacques Chirac respondieron con su oposición a la salida militar que Clinton propone para Irak. Respecto de Rusia, la cuestión corre por carriles parecidos. La empresa estatal Gazprom está asociada a los emprendimientos de Total y de Elf en Irán. Pero lo que más molesta a los norteamericanos es cómo las autoridades de Moscú intentan utilizar sus alianzas con Teherán y Bagdad para cerrar sus pinzas petroleras sobre un territorio que incluye las regiones productoras del Cáucaso y de Asia Central. En septiembre del 2001, aquellas mismas empresas integran el conglomerado de intereses corporativos enfrentados en torno a la apropiación y explotación de las principales reservas gasíferas del planeta y a la construcción del gasoducto que podrá proveer de energía barata al mercado de la Unión Europea. El escenario de esos intereses es nada menos que el territorio de Afganistán. Arabia Saudita sigue siendo el principal aliado de Estados Unidos en el mundo del Islam. Una de las familias más ricas de ese país del Golfo participa en las propiedades accionarias de seis empresas radicadas en los Estados Unidos y que aparecen en los registros de proveedores del Pentágono; una de esas empresas es Iridium, especializada en telefonía satelital; Iridium es proveedora también de la red de aeropuertos norteamericanos. Los principales accionistas de Iridium son miembros de la familia Ben-Laden; su presidente es hermano del terrorista más buscado por el gobierno de los Estados Unidos, y su directorio contó con el apoyo de Washington cuando intentó ganar, en Brasil, una licitación para la compra de sistemas de radar y monitoreo informático del Amazonas. A principios de la década del ´90 las autoridades financieras norteamericanas lanzaron una operación en profundidad para que buena parte de los capitales de origen saudita que habían ingresado en la titularidad compartida de bancos norteamericanos tradicionales fuesen adquiridos por accionistas norteamericanos. La operación llegó a "buen puerto", pero en la Reserva Federal es vox populi que muchos de esos compradores no árabes no son más que simples testaferros. Se sabe, porque los norteamericanos lo han reconocido, que la organización Talibán y el propio Osama ben-Laden fueron creaciones de Washington durante los últimos años de la Guerra Fría. Pero lo que no se sabe tanto, aunque la inteligencia francesa se encarga de difundirlo cada vez que puede -porque París terminó perdiendo influencia en Africa- es que la mayor parte de las organizaciones armadas del fundamentalismo islámico también fueron creaciones de los Estados Unidos, con el soporte financiero de Arabia Saudita. Así sucedió en Argelia, en Sudán, en Egipto e incluso entre los palestinos, para socavar, en este último caso, el poder de representación de la OLP y de Yasser Arafat. II. ¿No aparecen acaso elementos suficientes para comenzar a pensar que el conflicto de Medio Oriente y las relaciones aparentemente conflictivas de Estados Unidos con el Islam corren más por los sórdidos caminos secretos de las pujas financieras y económicas internacionales que por las pistas de los enfrentamientos nacionales y sociales conforme se conocieron a lo largo de toda la modernidad? Si se recuerda, en la década del '30 del siglo XX, en su afán por dominar lo que consideraban entonces como principal reserva petrolera de América latina, las empresas norteamericanas más representativas del sector, con la familia Rockfeller a la cabeza, no dudaron en fogonear y financiar la llamada Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia. ¿Por qué hoy los intereses de cualquier corporación multinacional no podrían contemplar aquello que desde la modernidad suena a imposible, es decir por qué no podrían recurrir a un atentado como el del 11 de septiembre último, sobre todo si lo que está en juego es el dominio de buena parte de la economía del siglo XXI? Debe de tenerse en cuenta, entre otras cosas, que entre los principales asesores de las empresas norteamericanas que pujan contra sus colegas rusas y de la Unión Europea por los gasoductos de Afganistán figuran George Bush padre y Henry Kissinger. Este último es uno de los principales teóricos de la nueva doctrina militar de los Estados Unidos, para la cual el enfrentamiento entre Occidente y el Islam es la principal hipótesis de conflicto bélico para las primeras décadas de este siglo. A esta altura de los acontecimientos es lícito decir que los atentados de Nueva York y Washington podrían formar parte de una guerra que parece no ser otra cosa que un enfrentamiento intercorporativo financiero y económico global. Como ilustración del párrafo anterior baste la cita de un artículo aparecido el 18 de septiembre último en el diario La Nación de Buenos Aires: (...) Las autoridades financieras alemanas, japonesas y norteamericanas confirmaron ayer que investigan una serie de extrañas operaciones bursátiles concretadas días antes de los ataques que conmocionaron al mundo.(...) La voz de alarma fue dada en Frankfurt, donde los operadores recordaron con sospecha la caída en hasta el 15 % del valor de las acciones de Munich-Re, la compañía aseguradora más grande del mundo, la semana anterior a la tragedia. (...) Uno de los datos que más intrigan a las autoridades es que la reaseguradora suiza Swiss Re y la francesa Axa también hayan experimentado bruscas caídas en las jornadas previas a los atentados. Esto es algo rarísimo, ya que su sector es lo que se considera un "título defensivo", es decir que suele mantenerse firme cuando los mercados entran en un período de baja. (...) De acuerdo con el diario Corriere della Sera, el multimillonario Osama ben-Laden está acostumbrado a especular en los mercados bursátiles e incluso contrató hace unos años a un agente de negocios de Milán para que concretara sus transacciones. Gracias a él es que habría realizado inversiones en Luxemburgo, Zurich, Montecarlo y en Chipre.(...) Informaciones procedentes de Nueva York dos días después de los atentados sostenían que los montos totales de seguros a pagar como consecuencia de los ataques a los Torres Gemelas podrían llegar a los 30.000 millones de dólares, lo que significaría un verdadero crash para el sector. Por consiguiente, cualquier inversor en papeles del rubro seguros hubiese querido retirarse antes de los ataques del 11 de septiembre, y si las acciones de las aseguradoras y de las reaseguradoras más grandes cayeron, como dice La Nación, en un 15 por ciento como promedio, ello sólo pudo ser posible si alguna fuente calificada avisó con tiempo suficiente, para poner a los inversores en conocimiento de que algo catastrófico estaba por suceder. Y esas filtraciones de información solamente pueden tener lugar en los escritorios más importantes del mercado bursátil internacional, es decir entre las grandes agencias especializadas y entre los grandes bancos de inversión, los mismos que manejan la suerte de las economías de los países subdesarrollados, eufemísticamente llamados mercados emergentes. La humanidad esta siendo testigo de un nuevo tipo de guerra, en la que los verdaderos protagonistas son los principales agentes del capitalismo corporativo financiero del siglo XXI, lo que equivale a decir que son los dueños del poder mundial que trabajan en las penumbra de grandes discursos políticos e ideológicos. Mientras las acciones de las aseguradoras bajaban "inexplicablemente", las de las petroleras trepaban en la misma proporción, y siguen trepando a una semana de los atentados. En ese mismo sentido cabe recordar que a los pocos minutos de ser golpeadas la Torres Gemelas, el precio del barril de crudo llegaba a un precio impensable veinticuatro horas antes: 30 dólares por unidad. A la vez que recomendaban vender papeles del sector seguros, los mismos agentes bursátiles y los bancos de inversión sugerían comprar acciones del sector petrolero. Así, "todo el mundo" contento, los inversores, porque ganaron millones en cuestión de días y los asesores (es decir, los agentes bursátiles y la banca de inversión) porque vieron aumentar sus comisiones. Y todo porque en las mesas del gran poder financiero global sabían lo que iba a suceder; y si sabían lo que iba a suceder por qué no pensar que también pueden ser capaces de hacer que ello suceda. El paso de la complicidad necesaria a la autoría es muy breve, muy estrecho. Cuando los informantes desde Wall Street anunciaron el lunes 17 que la bolsa de Nueva York reabría con la peor caída de su historia, no estaban haciendo otra cosa que mentir o por lo menos tergiversando lo hechos, pues cayeron todas las acciones no pertenecientes a los sectores que integran la economía del complejo industrial-militar de los Estados Unidos. En el resto de las grandes bolsas del mundo sucedió algo parecido; repuntaron los papeles de las empresas directa o indirectamente vinculadas al negocio de la guerra. Llegaríamos así a una conclusión aterradora: los salvajes atentados del 11 de septiembre último pudieron haber sido sólo simples aunque macabras operaciones de los mercados financieros y bursátiles internacionales. Los aviones de pasajeros como misiles estratégicos son las nuevas armas creadas a la perfección para este nuevo tipo de guerra terrorista. Las conflagraciones mundiales que se registraron en el siglo XX eran visibles, se trataban de ocupaciones y defensas de territorios y de recursos tangibles; esta nueva guerra, que más que generales necesita de expertos en finanzas, requiere asimismo del sigilo y del disimulo del terrorismo como técnica militar, con tropas no identificadas, escurridizas y mimetizables entre la población civil. Por eso, en vez de misiles, en esta guerra se usan aviones de pasajeros en pleno vuelo. Si aceptamos lo dicho hasta aquí, aunque sea como hipótesis, resulta comprensible la confusión que se produjo cuando el Congreso de los Estados Unidos, la Casa Blanca y el Consejo de Seguridad de la ONU aparecieron convalidando una guerra que no tenía enemigo identificado. Sucedió que el stablishment mundial reaccionó con las herramientas del pasado inmediato -en el que los contenciosos políticos y militares funcionaban a partir de naciones estados- sin darse cuenta de que el "enemigo" estaba en casa, que el enemigo es el mismo poder económico y financiero que lo sustenta, que le paga y que, hasta ahora, lo necesitaba para vivir. Todo indica que el corporativismo financiero global decidió hacerse cargo de la situación, sin la intermediación de instituciones políticas del pasado. La consigna de estos tiempos de principios de siglo parece ser todo el poder a los bancos, aunque al viejo stablishment le resultó más fácil no pensar y, gracias a la CNN, crear nuevas brujas y nuevas Inquisiciones. Resulta más fácil echarle la culpa al mundo islámico, al nuevo Satán, que pensar hacia dónde ha derivado este orden internacional injusto; y todo porque si se animaran a pensar en ello no verían otra alternativa que modificarlo, y eso no les conviene. Los que braman contra el terrorismo son los que viven de los verdaderos terroristas. III. En su libro El color del dinero (un ensayo periodístico sobre el lavado de dinero y sus consecuencias), publicado por el Grupo Editorial Norma, en Buenos Aires, en 1999, el autor de este artículo demuestra que los paraísos fiscales y las complejas operaciones que se esconden detrás de la denominación lavado de dinero, no son otra cosa que creaciones del modelo capitalista mundial, concebidas durante los orígenes mismos del sistema y perfeccionadas a lo largo del tiempo. En ese libro queda demostrado también que sin la coexistencia de los dos tipos de riquezas -la blanca o legal y la negra o ilegal- el desarrollo capitalista no hubiera sido posible y que las grandes lavadoras de dinero se encuentran en el corazón mismo del sistema financiero legal. Ahora bien, siguiendo el razonamiento y las pruebas de carácter periodístico que ofrece ese libro, se puede afirmar que este nuevo tipo de guerra terrorista -que poco tiene que ver con la lucha armada de las organizaciones revolucionarias de los años '60 y '70- servirá como la más perfecta lavadora de dinero negro de toda la historia. Al menos eso es lo que parecen demostrar los atentados del 11 de septiembre pasado. Es altamente probable que la economía norteamericana, y por consiguiente la economía global capitalista, vivan un breve período signado por la recesión y tal vez por la falta de liquidez inmediata en los circuitos financieros. En primer lugar, la Reserva Federal y el conjunto de bancos centrales del G-7 se verá obligado a liberar los 40.000 millones de dólares que el Congreso norteamericano puso a disposición de la Casa Blanca, y los 120.000 millones con que se comprometió el G-7. Hay que tener en cuenta también que a los costos y a las pérdidas inmediatas ocasionadas por los atentados habrá que sumar el valor global de la parálisis temporal y de la desacelaración que sufrirán algunos sectores de la economía, por no recordar otra vez el crash financiero del área seguros. Las fábricas de aviones civiles norteamericanas ya anunciaron despidos; las empresas aéreas reconocieron caídas promedio del 50 % en sus ventas, lo que las llevó a pedirles al gobierno federal una ayuda estimada en los 24.000 millones de dólares, e importantes sectores de los servicios, como hotelería y gastronomía, han anunciado disminuciones en los puestos de trabajo. Todas estas cuentas en rojo se recuperarán a corto plazo con el auge de otros sectores, como el petrolero, el de las telecomunicaciones y el del complejo bélico industrial de Occidente. Sin embargo, a corto plazo, la banca mundial no cuenta con esas sumas en efectivo en sus circuitos legales; en ese sentido hay que tener presente que, según los servicios de inteligencia de la Secretaría del Tesoro de los Estados Unidos, sólo el 8 por ciento de la masa dineraria que circula por el mundo es contante y sonante; el resto son asientos electrónicos y en microchips. Los bancos -y sus clientes, por supuesto, entre ellos los tenedores de dineros provenientes de todo tipo de ilícitos, como la evasión fiscal, el contrabando y el narcotráfico- tiene la oportunidad de su historia para movilizar los fondos que necesitan desde sus sucursales off shore de los paraísos fiscales hacia sus casas centrales, concretando así la operación de lavado más gigantesca de todos los tiempos, pues la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos están obligados a hacer la vista gorda. Aunque la CNN y toda las usinas comunicacionales y de inteligencia del stablishment digan otra cosa, el mundo se encuentra ante un fenómeno de nuevo tipo: para asegurar y multiplicar el funcionamiento del capitalismo global, las corporaciones financieras no han tenido otro remedio que recurrir a la guerra, por supuesto a una nueva forma de guerra, que es la del terrorismo que convierte en posible lo que parecía imposible. Los principales responsables e instigadores de los ataques terroristas del 11 de septiembre pasado serían entonces los mismos que controlan las deudas externas de los países en desarrollo, serían los mismos que día a día difunden los índices de riesgo país (un argumento de manipulación política de neto corte terrorista), serían los mismos que, en América Latina por lo menos, han instalado a sus empleados de categoría (casi todos economistas formados en los Estados Unidos) en los ministerios de economía, desde donde pretenden reemplazar el concepto de ciudadanía por el de mercado. Hasta los episodios más trágicos siempre dejan una enseñanza. Que las muertes del 11 de septiembre pasado sirvan entonces para reflexionar sobre lo siguiente: los tan nombrados mercados -es decir, el capitalismo corporativo del siglo XXI, esa nueva forma de fascismo- son capaces de hacer cualquier cosa, incluso volar las Torres Gemelas y parte del Pentágono, pues lo único que les importa es la consolidación y el incremento de la renta financiera global. IV. Más allá de lo dicho hasta ahora, los hechos del 11 de septiembre pasado provocaron dos fenómenos de análisis teórico absolutamente novedosos. El primero tiene que ver con los Estados Unidos en sí mismo y se refiere al quiebre definitivo del sentimiento de invulnerabilidad que reinaba en la sociedad norteamericana; y el segundo es de carácter global y de imprevisibles consecuencias: estalló por los aires uno de los conceptos políticos y militares más importantes de la modernidad, el que clasificaba a algunos hechos como posibles y a otros como imposibles. Si la sociedad norteamericana se sabe ahora vulnerable quizá se ponga a pensar más seriamente -y sería lo deseable- en torno de su papel en el mundo durante todo el siglo XX y lo poco que va del XXI. En ese sentido, los norteamericanos están encerrados en una alternativa de hierro: oyen al pensador Noam Chomsky cuando dice que es hora de que Washington revea su política exterior y al ex presidente Bill Clinton cuando afirma que Estados Unidos es un "acumulador de odios", o se dejan llevar por el actual jefe de Estado, George W. Bush cuando vocifera que se trata de una guerra entre el bien y el mal y que él encarna, por supuesto, el liderazgo del bien. Si los norteamericanos optan por la primera posibilidad quizá se dé un paso adelante en el camino que necesita recorrer el mundo para construir un orden internacional más justo. En cambio, si optan por la segunda, no estarán haciendo otra cosa que darle una vuelta de tuerca al pensamiento talibán, porque en realidad no se ve mucha diferencia metodológica entre los dichos de Bush y las proclamas que surgen de una lectura extremista y por cierto tergiversada de la guerra santa del Islam. Respecto de la desarticulación de los conceptos de lo posible y lo imposible, quizá sea útil recordar que lo sucedido el 11 de septiembre último no estuvo presente ni en la mente más calenturienta del antiyanquismo tradicional, pues, y ateniéndonos a las primeras informaciones que dieron los servicios de inteligencia y de seguridad norteamericanos, el presidente de la primera potencia del orbe y comandante en jefe de las fuerzas armadas más poderosas de la historia fue puesto en fuga por un grupo de sujetos armados con cuchillos y cortaplumas. Desde el punto de vista militar, quedó demostrado que hubo quienes fueron capaces de desarrollar la técnica kamikaze hasta límites hasta ahora insospechados, pues la carencia de misiles estratégicos fue suplida por la utilización de aviones de pasajeros en vuelos de cabotaje dentro del territorio elegido como objetivo del ataque. Impensable, imposible, pero real. Ese estallido conceptual debería alarmar no sólo al poder norteamericano sino también a todos los poderes que se construyen y sustentan a partir de la exclusión de países en el concierto internacional y de grupos sociales mayoritarios en los respectivos órdenes domésticos. Y ese sentido de alarma debería ser racional y razonable, a favor de una revisión del orden internacional y social injusto y no sólo para ver cómo se refuerza la seguridad del orden establecido; de lo contrario, la espiral de violencia terrorista irá en aumento. Y es Estados Unidos el que primero debe apelar a la razón y la razonabilidad, porque es Estados Unidos, según palabras de su anterior presidente, la más grande máquina acumuladora de odios. Ese estallido conceptual debe ser considerado con seriedad en los países en desarrollo. ¿Qué sucedería en el mundo, por ejemplo, si esas naciones endeudadas y ancladas en el imposibilismo fatalista que se cacarea desde los centros del poder financiero mundial se diesen cuenta de que hay otras formar posibles de desarrollo, independiente y que desconozca una deuda externa global que sólo fue buen negocio para la banca acreedora? ¿Por qué no? Si lo que parecía imposible resulta que sí lo es. Por supuesto que el mundo acaba de sufrir una escalada de amoralidad -no hay causa que justifique ni siquiera una muerte-, pero esa amoralidad hace mucho que marca a fuego al quehacer de la política internacional, al ejercicio del poder político, económico y militar. La ONU informó que el bloqueo impuesto a Irak hace diez años provocó la muerte de medio millón de niños de ese país, y, como todos saben, la cuenta de inmoralidades cometidas por Estados Unidos contra los pueblos de Africa, de Asia y de América Latina, siempre en ejercicio de ideales democráticos y en defensa de la libertad de mercados, sería sencillamente interminable. Lo dicho hasta aquí no debe ser entendido como justificación de los atentados del 11 de septiembre pasado, pero sí como alerta ante las tantas declamaciones de indignación moral, que, hechas en nombre de una ética parcial, han inundado los medios de comunicación para evitar la reflexión. Los atentados contra Nueva York y Washington deber ser considerados como lo que fueron, como ataques a los símbolos del poder financiero y militar del imperio. V. Pocas horas después del atentando y ante la sorpresa de cualquier ser inteligente, el presidente Bush dijo que las fuerzas armadas y de seguridad garantizaban la vida de los norteamericanos. Acababan de atacar el Pentágono y la Torres Gemelas en un acto terrorista que arrojó varios miles de víctimas mortales. El complejo de inteligencia, seguridad y defensa más caro y extenso del orbe no pudo prever ni evitar lo ocurrido el 11 de septiembre, pero sí estuvo en condiciones, en menos de 24 horas, de determinar un sospechoso principal -el saudita Osama ben-Laden- y de decir, como lo hizo el FBI, que contaba ya con incontables pistas para la investigación. Desde el principio se trató de afirmaciones poco creíbles y si algo faltaba para concluir que Washington comenzaba a tomarle el pelo al planeta a través de la CNN, ello apareció cuando las policías de Alemania y de la Unión Europea informaron que sus investigaciones en torno de la llamada pista alemana estaban cada vez más lejos de Osama ben- Laden. La CNN es una cadena privada que comparte satélites con el Pentágono y que a mediados de la década del '90 coordinó horarios con las fuerzas norteamericanas de invasión a Somalia para que los marines tocasen tierra africana a la hora del principal telediario de la jornada. La CNN tuvo la casi exclusividad de la Guerra de Golfo porque compartió sus canales de transmisión con el alto mando de las tropas aliadas. Para desacreditar a los palestinos en el conflicto de Medio Oriente, y, sometiéndose a una operación de la Mosad, habría fraguado las imágenes televisivas que mostraban a un grupo de palestinos festejando en las calles los atentados contra Nueva York y Washington. El gobierno norteamericano califica a Ben-Laden de "principal sospechoso", no ofrece pruebas, pero moviliza a la ONU y a la OTAN con la intención -lograda, por cierto- de obtener un paraguas político para el lanzamiento de su maquinaria militar contra individuos y estados que no identifica. También logra que el Congreso le otorgue las mismas facultades que la Casa Blanca obtuvo cuando se involucró directamente en la Segunda Guerra Mundial, pero esta vez sin enemigos determinados. Para combatir a un grupo de fanáticos asesinos, el presidente Bush dice que se trata de una lucha entre el bien y el mal; que todo aquel que no esté con Estados Unidos está contra los Estados Unidos y que, por consiguiente, será pasible de persecución y castigo. Pocos días después afirma que la respuesta será devastadora para que el mundo comprenda que Estados Unidos sigue siendo la primera potencia del planeta. Los diarios The New York Times y The Washington Post publican columnas de análisis en las que no se descartan que los Estados Unidos deban recurrir a métodos de terrorismo de Estado, como los son conspiraciones en terceros países y asesinatos de lideres políticos. A la vez que la CIA informa que volverá a reclutar delincuentes para que se encarguen de "tareas especiales", encuestas publicadas en los principales diarios del país demuestran que la campaña propagandística de Washington logró su cometido: cerca del 70 por ciento de los norteamericanos estaría de acuerdo con el asesinato político en defensa de su seguridad. En ese sentido debería recordarse que Washington tiene mucha experiencia en ese tipo de prácticas: el derrocamiento de Salvador Allende en Chile, la creación de los Contras nicaragüenses, las invasiones a Panamá, a Granada y a Santo Domingo, el golpe contra Jacobo Arbenz en Guatemala, la frustrada invasión a Cuba en Playa Girón, las decenas de atentados que planificó contra Fidel Castro y los incontables sabotajes contra intereses cubanos, cometidos dentro y fuera del territorio de ese país. Y acaban de ser citados sólo algunos de los ejemplos que tuvieron escenarios latinoamericanos. Es muy probable, por no decir casi seguro, que Estados Unidos termine lanzando sus armas contra Afganistán o contra algún otro país calificado de enemigo o de sospechoso, pero a la hora del cierre de este artículo -el jueves 20 de septiembre- , a una semana de los atentados, Washington comienza a tener síntomas de aislamiento: la solidaridad manifestada por la casi totalidad de los países del mundo difícilmente pueda traducirse en apoyo incondicional si la salida adoptada por los norteamericanos es la anunciada hasta este momento. En declaraciones reservadas -y no tan reservadas también, como fue la del presidente francés, Jacques Chirac- sus principales socios de la OTAN guardan al menos preocupación por el tono que eligió darle la administración Bush al conflicto. Fue Chirac el encargado de decirle a Bush, en su cara y en Washington, que Francia es un país soberano y como tal analizará cuáles son los mejores métodos para enfrentar al terrorismo. Y fue Tony Blair, primer ministro del principal aliado estratégico de los Estados Unidos, quien le recomendó al actual ocupante de la Casa Blanca que hace falta mesura y prudencia. Al momento de redactarse este artículo el presidente Bush ya le había puesto nombre al ataque que se aprestaría a lanzar contra Afganistán; lo bautizó con un nombre fundamentalista: Justicia Infinita, aunque bien pudo haberse llamado Guerra Santa. ¿Triunfará acaso la versión western del mundo, muy al gusto de los Estados Unidos? Mientras tanto, la verdadera guerra terrorista, la que libran las distintas facciones del corporativismo financiero global, ya está en marcha y sus primeras grandes batallas fueron libradas en Nueva York y en Washington. * Victor Ego Ducrot, Periodista y escritor argentino de larga trayectoria profesional en agencias internacionales de noticias y en medios escritos de distintos países. Autor de varios libros, en 1999 publicó El color del dinero (Grupo Editorial Norma, Buenos Aires). http://www.elcorresponsal.com
https://www.alainet.org/es/articulo/105368
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