La respuesta
01/10/2001
- Opinión
Probablemente, cuando este artículo vea la luz ya se habrá
producido la respuesta de las armas sobre Afganistán, el régimen
talibán, Osama Bin Laden o su gente. Tanto da, parece ser, uno
como otros. Pero permanecer callado y a la espera de esta
especie de teatro de operaciones en el que estamos siendo
actores, porque de nuestro futuro se trata, es una omisión
gravísima o una aceptación culpable de los proyectos bélicos
reiteradamente proclamados por los gobernantes de los Estados
Unidos, y exigidos por los ciudadanos americanos que reclaman
'venganza'. A quien discrepa, casi se le considera traidor, y
se le vigila cuando se manifiesta para que no sufra daño.
La callada aceptación oficial de Occidente, esencialmente la de
los países europeos, me lacera en lo más profundo del corazón y
debe llenarnos de desesperación. Se oyen grandes discursos, se
emiten importantes acuerdos de principio, pero se acepta e
incluso se comparte la respuesta violenta.
Que Estados Unidos iba a reaccionar como anuncia que lo hará, o
como ya ha podido hacerlo -invasión de Afganistán, acciones
bélicas de comandos, bombardeos, acciones encubiertas-, era
lógico y esperado, pero la sumisión simiesca de todos no era
previsible. Así, resulta preocupante que países como Francia o
España no hayan alzado la voz en forma clara para decir no, para
no aceptar la solución violenta como única posible, para develar
la gran mentira de la 'solución final' contra el terrorismo; es
lo que me ha hundido en una profunda depresión de la que apenas
me recupero con la resolución 1373 del Consejo de Seguridad de
la ONU de 30 de septiembre de 2001 sobre medidas contra el
terror.
No es posible que viva en un país que sufre el terrorismo desde
hace más de treinta años y que día a día clama por la legalidad
y el Estado de derecho para hacerle frente, y que ahora se ponga
el casco militar y decida ayudar sin límite a un hipotético
bombardero de la nada, a una masacre de la miseria; a un
atentado a la lógica más elemental, de que la violencia engendra
violencia y que la espiral del terrorismo, de los terrorismos -
porque no todos son iguales ni en sus génesis, ni en desarrollo
o finalidad-, se alimentan con más muertos, sean del color que
sean, y ese aumento de víctimas garantiza la justificación de su
actitud e incluso le otorga más 'legitimidad' para continuar su
acción delictiva.
Alguien ha dicho que el terrorismo, especialmente el integrista
islámico, o fundamentalista, es una amenaza difusa, pero sobre
todo es una realidad preocupante y cruel desde hace tiempo, y
constituye un fenómeno al que, entre todos, y especialmente los
países occidentales -respecto a los cuales no apuesto por su
supremacía como desgraciadamente ha dicho el primer ministro
italiano-, hemos contribuido a dar forma con nuestra propia
intransigencia, con la diferencia, con la imposición de 'lo
nuestro' frente a 'lo otro', con el rechazo de todo aquello que
es diferente a nuestra cultura o incluso a nuestra 'religión
civilizada'.
Occidente y sus jerarquías políticas, militares, sociales y
económicas han estado más ocupados del progreso abusivo y
vergonzante de la producción, la especulación y el beneficio
globalizados, que de una adecuada redistribución de la riqueza,
de una política de exclusión social, que de una mayor atención a
la integración de los pueblos o de una política de inmigración
progresista y solidaria; del mantenimiento y exigencia de la
deuda externa, que de la implementación de recursos en esos
países a los que ahora se les pide ayuda o comprensión, o a los
que se amenaza con la guerra final, con la 'justicia infinita' o
con la paz duradera. Por esas omisiones conscientes ahora se
sufren las consecuencias terribles de una violencia irracional
extrema y fanáticamente religiosa.
Sin embargo, la paz o la libertad duraderas sólo pueden venir de
la mano de la legalidad, de la justicia, del respeto a la
diversidad, de la defensa de los derechos humanos, de la
respuesta mesurada, justa y eficaz. Como decía Víctor Hugo: 'El
Derecho está por encima del Poder', y debe mostrar a éste el
camino y el respeto a esos principios tradicionales que
constituyen la esencia de la civilización moderna y que le dan
forma y contenido a la misma. En definitiva, no se puede
construir la paz sobre la miseria o la opresión del fuerte sobre
el débil; y, sobre todo, no se puede olvidar que habrá un
momento en el que se tengan que exigir responsabilidades por las
omisiones y por la pérdida de una oportunidad histórica para
hacer más justo y equitativo este mundo.
No estoy pensando ahora en las responsabilidades criminales de
los que idearon y ejecutaron los terribles hechos del 11 de
septiembre. Ésas corresponde fijarlas a la Justicia Nacional o
Internacional, como a los servicios policiales o de inteligencia
compete buscar y mostrar las pruebas para que el juicio sea
factible y justo. No es de recibo decir: 'Tengo las pruebas,
pero no las hago públicas porque puedo perjudicar las fuentes'.
¡No!; esto no es serio. Esto, sencillamente, es ilegal. Por
cierto, todos han establecido la definitiva responsabilidad de
Osama Bin Laden, y probablemente la tenga, como último líder
indiscutible del terrorismo fundamentalista islámico, o como
inductor inmediato de los crímenes, pero no debemos olvidar que
estamos ante un delito atroz, pero ante un delito al fin y al
cabo que necesita un proceso de acreditación e imputación y de
un juicio público. Sin embargo, lo cierto es que,
simultáneamente al hecho de aprobarse la resolución del Consejo
de Seguridad y de la que ayer inició su debate en la Asamblea
General, todos los países occidentales aceptan la eliminación
física de aquél y sus adeptos. Es decir, se predica la
legalidad y a la vez se prescinde de la misma, aduciendo la
necesidad y la urgencia para acabar con el peligro que la
organización terrorista representa, e igualmente se exige la
aceptación sin condiciones de que 'existen' pruebas que,
curiosamente, están siendo analizadas por los políticos y no por
los jueces y, con base a ello, se sentencia a los 'culpables' y
a los que no lo son. Realmente grave.
Tampoco me refiero ahora a las posibles responsabilidades, por
omisión culpable de todos los servicios de seguridad,
inteligencia y policiales de EE UU, en la no prevención de la
masacre. Supongo que ésta, antes o después, se conocerá y se
exigirá en la justa medida de la magnitud de la catástrofe.
Realmente, la responsabilidad de la que quiero hablar es aquella
que se puede reprochar no sólo a los talibán, por su régimen de
opresión y represión en Afganistán, sino a los gobernantes de
los países occidentales que, de forma irresponsable, han
generado y siguen generando, a través de la cobertura de los
medios de comunicación, una psicosis de pánico en el pueblo
afgano ante la inminencia de la invasión y a la previsible
masacre, y que les ha obligado a una huida hacia una supuesta
seguridad y libertad, pero que realmente les conduce hacia una
más que segura catástrofe humana. ¿Quién responderá de estas
muertes?; ¿y del hecho en sí de las migraciones forzadas?
Probablemente a nadie de aquellos interese que mueran unos
cuantos miles de afganos porque, a pesar de los grandes
discursos, su suerte ya está echada.
Pero la respuesta que yo quiero y que estoy seguro desean el
pueblo americano y el mundo entero civilizado, si se explican
bien y con rigor la situación y el fenómeno, no es desde luego
la militar, sino aquella que parte necesariamente del Derecho
mediante la elaboración y la aprobación urgente de una
Convención Internacional sobre el terrorismo que unifique los
conceptos e incluya las normas que regulen los tipos de
investigación y cooperación policial y judicial; que eliminen
cualquier traba para la investigación en países o enclaves con
opacidad fiscal; o la obligación de descubrir las cuentas,
bienes y denunciar a sus titulares; la desaparición del
principio de doble incriminación; la creación de un espacio
único universal, lo que supone necesariamente la urgente
ratificación del Estatuto de la Corte Penal Internacional, y la
conceptuación del terrorismo como un crimen contra la humanidad
perseguible bajo el principio de justicia penal universal; la
desaparición de la extradición y su sustitución por la simple
entrega de los responsables; la creación de una auténtica
Comunidad de Inteligencia; la creación de un Observatorio
Internacional sobre terrorismo, y la ayuda a los países
afectados para que amplíen sus recursos, no militares, sino
humanitarios, culturales, económicos... Es cierto que en esa
línea se ha pronunciado el Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas; pero, ¿en qué medida no se va a quedar la iniciativa de
principios en una simple norma de estantería? ¿Qué sanciones se
impondrán a los países que no cumplan? Europa ha dado un paso
más, pero también debería no perderse en disquisiciones inútiles
sobre unos u otros terrorismos. Creo que ha llegado el tiempo
de que los principios de soberanía territorial, derechos
humanos, seguridad, cooperación y justicia penal universal se
conjuguen en un mismo tiempo y con un sentido integrador. Éste
y no otro debe ser el fin de la gran coalición de Estados frente
al terrorismo.
Probablemente se me dirá que todo esto es una utopía o incluso
una entelequia. Sin embargo, aspiro a vivir en un mundo en el
que lo racional se imponga ante lo absurdo; a que por una vez el
concepto de Comunidad Internacional sea interdependiente y no
errático y contradictorio; a que se entienda que la razón de la
fuerza no da fuerza a la razón, sino que la elimina. Y, que si
ha sido posible un acuerdo para la aplicación del artículo 5 del
Tratado del Atlántico Norte, aunque no se entiendan ni la
decisión ni el sentido de la misma por cuanto la amenaza del
terrorismo no es externa, en especial en el caso del terrorismo
islámico que surge o puede surgir en cualquier país en el que
prenda la yihad islámica o guerra santa, porque sus raíces se
hunden en conceptos deformados de una religión o en una
convicción extremista de esa manifestación, también debe ser
posible aspirar a algo más que al mero engrase de la maquinaria
de la guerra. En definitiva, a unos acuerdos o decisiones
políticas que ofrezcan una respuesta de alcance equivalente en
el sentido expuesto. Ahora es el momento de descubrir la talla
y la envergadura histórica y ética de nuestros políticos y
gobernantes, como hombres de Estado, y no como títeres en manos
de otros.
Si hay una cosa clara hoy día, después del 11 de septiembre, es
que no existe ninguna zona segura en el mundo y que cualquier
país que minusvalore esta realidad sufrirá, antes o después, las
mismas consecuencias que se han vivido en Nueva York y
Washington. No deben ser la prepotencia y la cólera las que
primen aquí y ahora, sino la humildad y la necesidad de una
coordinación y cooperación efectivas en todos los ámbitos, y
especialmente en lo político, policial y judicial, para combatir
y hacer frente a uno de los retos más graves del nuevo siglo: el
terrorismo, frente al que se debe abandonar la falsa idea
romántica o pseudoprogresista de que hay terrorismos buenos o
'nacionalistas' que se pueden defender, y terrorismos malos o
'extremistas' que se deben combatir, porque ello constituye,
además de una visión miope del fenómeno, una degeneración de la
misma naturaleza de aquél y una concepción políticamente
perversa que perjudica tanto como las propias acciones de las
organizaciones terroristas.
La fecha del 11 de septiembre de 2001 quedará impresa en la
memoria del mundo de forma imborrable; la solidaridad con las
víctimas de todas las nacionalidades, y no sólo americanos,
perdurará por siempre. Pero, precisamente la magnitud de la
catástrofe, la actitud frente al futuro y la decisión para
combatir el fenómeno criminal del terrorismo deben ser
revolucionarias y magnánimas a favor de esa paz que las propias
creencias religiosas de quienes la proclaman exigen. Ya sabemos
cuáles son las consecuencias de la violencia y de las armas;
probemos ahora la fuerza de las manos unidas por la Paz, el
Derecho y Contra el Terrorismo. Ésta es la única respuesta,
aunque probablemente no será la que se aplique.
Baltasar Garzón es magistrado de la Audiencia Nacional.
EL PAIS.ES , Martes, 2 de octubre de 2001
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