La mesa global

10/04/2001
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Frei Betto

Se puede vivir sin estudios, productos industrializados, obras de arte y, en
los trópicos, hasta sin ropa. Imposible es prescindir de comida y de bebida.
La bailarina y el Papa, el Nobel de Química y tornero, el príncipe y el
indígena, todos se diferencian en cuanto a hábitos y costumbres, equipajes e
intereses, pero coinciden en un punto: dependen de su ración diaria.

Dotados de capacidad reflexiva -saben que saben lo que saben- el hombre y la
mujer son los únicos animales que no enfilan la boca directamente en los
alimentos. Capaces de reproducirlos por la agricultura y la pecuaria, evitan
comer carne cruda, lavan las frutas y verduras, cocinan las legumbres y asan
los granos. De la mezcla de trigo, agua, manteca, sal y levadura, obtienen
el pan, así como extraen cerveza de la cebada y vino de la uva.

Si deja de comer y beber, el ser humano se debilita y muere. El alimento le
es tan imprescindible que, con la llegada del mercado, pasó a tener valor de
trueque. Entre los indígenas tribales, todavía hoy el alimento posee apenas
el valor de uso. La ambición de lucro hizo que se destruyan plantaciones de
granos y frutas, para evitar la caída de los precios, aunque haya millares de
hambrientos.

En la sociedad capitalista, el valor de un producto alimenticio supera el de
una vida humana. En Brasil, donde no faltan alimentos, 32 millones de
personas pasan hambre, y cerca de 300 mil niños, menores de cinco años de
edad, mueren de desnutrición a cada año.

Según la ONU, hay 800 millones de miserables entre los 6 mil millones de
habitantes de la Tierra, en la cual se producen alimentos suficientes para 11
mil millones de bocas. Esos datos comprueban que no haya exceso de bocas, ni
insuficiencia productiva. Lo que hay es injusticia. La mesa global no es
accesible a todos los seres humanos. Mientras unos pocos se hartan, al punto
de que se dan el lujo de hacer dieta, la mayoría busca, inclusive en la
basura, migajas que sobran.

El grado de justicia de una sociedad puede ser valorado por el modo como los
alimentos son distribuidos entre todos los ciudadanos. El mayor escándalo de
este cambio de milenio es la contemporaneidad del hambre como un fenómeno
colectivo. Llegamos a la Luna y nos preparamos a desembarcar en Marte. Sin
embargo, aún estamos lejos de hacer que los nutrientes esenciales lleguen al
estómago de millares de hombres y mujeres. Se producen transgénicos sin que
se produzca justicia.

Todo cristiano debería arrodillarse al entrar en una panadería. Símbolo de
la vida, el pan es el más universal de los alimentos. Se come todos los días
y no empalaga. En Jesús, Dios se hizo pan. "Yo soy el pan de la vida" (Juan
6,35). Signo de lo divino, el pan realza la vida como don mayor de Dios.
Padre Nuestro/pan nuestro. Quien reparte el pan, comparte Dios.

En la Semana Santa celebraremos la institución del sacramento de la presencia
viva de Jesús en el pan - la eucaristía. Poco antes de ser apresado, Jesús
repartió el pan entre sus compañeros y dijo: "Este es mi cuerpo". Distribuyó
enseguida el vino: "Esta es mi sangre". Y pidió que hiciéramos lo mismo en
su memoria.

Este pedido significa construir una sociedad en la que todos tengan acceso,
como en la mesa eucarística, a la comida y a la bebida, dones de vida. Hacer
de nuestra existencia pan y vino para que otros tengan vida. Vivir en
comunión, lo que socialmente solo será posible si llevamos a la práctica lo
que reza el sacerdote al consagrar el pan y el vino en cuerpo y sangre de
Jesús: repartir los bienes de la Tierra y los frutos del trabajo humano.

El sufragio universal abre a todos las puertas de la política. El Internet,
los canales de información. Está faltando el democrático acceso a los bienes
de la vida. Lo que no ocurrirá mientras perdure el capitalismo, que prioriza
el lucro y defiende la concentración privada de la riqueza, aún en detrimento
de la posibilidad de vida de millones de seres humanos.

La eucaristía y la Pascua son señales que subvierten a la sociedad marcada
por la desigualdad social. El Dios que resucitó a Jesús es el mismo que nos
dio todo para que fuese de todos. El paraíso es una invención divina. El
egoísmo humano, empero, inventó el pecado y, en consecuencia, la exclusión
del Jardín del Edén.

Solo el amor, traducido en repartición de bienes y dones, como en una
familia, rescata la fraternidad que debería unir a todos los seres humanos.
Entonces, la eucaristía se haría "carne" en el tejido social y la
resurrección de los cuerpos se tornaría un acto político. Y todos verían,
como señala el Apocalipsis, la tienda de Yavé erguida entre nosotros (21,3).
https://www.alainet.org/es/articulo/105117?language=en
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