De la "Década Perdida" a la "Década de la Exclusión Social"
03/07/2000
- Opinión
(Del 22 al 25 de junio se desarrolló la Cumbre Social Alternativa en Ginebra,
Suiza. En este contexto, el jueves 22 se llevó acabo el Taller
Latinoamericano con el propósito de examinar las políticas de
liberalización, desregulación y privatización aplicadas en la región y
presentar las prácticas e iniciativas de los movimientos sociales a nivel
nacional y continental. El texto que sigue corresponde a la presentación
del "Grito de los Excluidos/as".)
Quien lo diría
los débiles de veras
nunca se rinden
Mario Benedetti
Si la década del 80 fue conocida en América Latina y el Caribe como la
"década perdida", la del 90 bien puede definirse como la década de la
"exclusión social". En efecto, la mundialización de la economía y la
aplicación sin contemplaciones de las recetas del llamado Consenso de
Washington (liberalización, privatización y desregularización) han tenido
efectos dramáticos para millones de seres humanos que han sido excluidos del
empleo, la tierra, la vivienda, la educación, la comunicación, la salud y la
justicia. La exclusión social afecta sobre todo a los pobres, los adultos
mayores, las mujeres y los niños, los pueblos indígenas y negros, los
trabajadores informales, los desempleados y subempleados y grandes franjas
de la población rural.
La exclusión tiene cara de pobreza y de injusticia
Nunca han existido tantos pobres como ahora. Al comenzar el año 2000, 224
millones de latinoamericanos/as y caribeños/as se encuentran atrapados en la
pesadilla de la pobreza, según reconoce la Comisión Económica para América
Latina y el Caribe, CEPAL. El número de personas viviendo con un dólar al
día se elevó de 63,7 millones en 1987 a 78,2 millones en 1998.
Si la pobreza constituye una afrenta para la humanidad, igual cosa se puede
decir de la injusticia social, generada por la libre competencia de las
fuerzas del mercado. No es que el mundo se haya empobrecido sino que la
desigualdad social se ha agigantado. Desigualdad entre el Norte y el Sur y
desigualdad al interior de nuestros propios países.
En la década del 90, la desigual distribución de la riqueza creció en todo
el mundo: las familias más ricas de Estados Unidos, por ejemplo, vieron
aumentar sus fortunas en un 15%, en tanto que los ingresos de los más pobres
se estancaron. Algunos países de América Latina como Brasil, Honduras,
Chile, Colombia, México, Perú y Ecuador batieron el record mundial de las
disparidades sociales. Cada segundo que pasa, los 17 multimillonarios de
América Latina -que forman parte de la élite de los 200 mayores potentados
del mundo- incrementan sus fortunas en 500 dólares, en tanto que miles de
niños mueren por desnutrición, enfermedades curables, falta de vacunas o no
pueden asistir a las escuelas.
La exclusión tiene cara de deuda externa
La mayor parte de los países de América Latina y el Caribe parecen formar
parte de los países excluidos e incluso considerados "desechables". La
apertura a los mercados mundiales ha significado la quiebra de las
industrias nacionales, la ruina de los medianos y pequeños campesinos, el
despojo de los conocimientos indígenas, el saqueo de los recursos naturales
y la destrucción del medio ambiente, la sobre-explotación de la fuerza de
trabajo.
Tras las crisis mexicana, asiática y brasileña las economías de América
Latina y el Caribe tienen bajos índices de crecimiento. Se ha estancado la
inversión externa, han caído los precios de las materias primas, y hay una
gran inestabilidad financiera por la presencia de los llamados capitales
volátiles o "golondrinas".
La deuda externa, nuevo mecanismo de expoliación de las economías
latinoamericanas por parte de los países del Norte, sigue sin resolverse.
En esta década no ha cesado de crecer. En 1990 era de 443.000 millones y
hacia 1999 superaba los 700.000 millones de dólares. Solo por concepto del
servicio de la deuda la región pagó entre 1982 y 1996, alrededor de 706.000
millones de dólares, es decir una cifra superior a la deuda acumulada.
Millones de voces en todo el mundo han reclamado la cancelación de la deuda
considerada "impagable, ilegítima e inmoral", porque genera enormes costos
sobre la vida de las personas y de los pueblos. Pese a los anuncios de los
países más ricos de proponer cancelar la deuda a los 40 países más
endeudados de la Tierra -en los que se incluye a Bolivia y Nicaragua- y uno
que otro esfuerzo aislado realizado en este sentido por países europeos, la
realidad sigue invariable: el azote de la deuda continúa, comprometiendo el
presente y futuro de nuestros pueblos.
Pese a las críticas que ha recibido el Fondo Monetario Internacional y el
Banco Mundial por imponer draconianos planes de ajuste a los países
latinoamericanos y del Caribe, estos organismos no han dejado de imponer sus
recetas. En este marco, los Estados pierden la soberanía nacional, venden
su patrimonio nacional y están muy lejos de resolver sus problemas, más aún
cuando actúan aislados frente a los acreedores unidos en el Club de París y
en el Club de Londres.
La exclusión tiene cara de desempleo y precariedad
El mundo del trabajo es el más directamente afectado por la crisis y el
estancamiento de la economía. El desempleo abierto creció del 6% en 1990 al
9.5 % en 1999, la más alta tasa de la década, que incluso supera los niveles
alcanzados durante la crisis de la deuda externa a principios de los
ochenta, según estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo.
El sector moderno de la economía dejó de generar empleo, en tanto que se
incrementó aceleradamente el llamado sector informal o no estructurado. De
cada 100 nuevos empleos que se crearon entre 1990 y 1997, 69 corresponden al
sector informal. En otras palabras, se extendió el trabajo precario, mal
remunerado, a tiempo parcial, temporal, inseguro, sin protecciones legales y
sociales mínimas.
Las mujeres constituyen el sector en el que más se deniega los derechos
laborales: ellas son la mayoría de los trabajadores subcontratados,
temporales y mal pagados. La vida de las mujeres es aún más dura porque una
vez terminada la jornada laboral dedica sus energías al trabajo doméstico y
al cuidado de los niños.
La situación de los trabajadores del sector formal no es mejor, pues en esta
década vieron descender en picada sus ingresos (el poder adquisitivo de los
salarios, durante la última década, disminuyó en un 27% con respecto al
salario mínimo de 1980) en tanto que han estado permanentemente amenazados
por los despidos en las entidades públicas y el cierre masivo de industrias
y unidades de producción.
Las políticas de "flexibilización" y reforma laboral, aplicadas tan
entusiastamente por los gobiernos para atraer la inversión extranjera, han
contribuido a degradar y superexplotar la fuerza de trabajo, volviendo a
situaciones de esclavitud que reinaban en el siglo XIX. Particularmente
graves son las condiciones de trabajo que impone el capital transnacional en
Centroamérica y el Caribe en las empresas maquiladoras y en las zonas
francas, mayoritariamente atendidas por mujeres.
Ante el aumento sin precedentes del ejército de reserva, los patrones
tuvieron amplias oportunidades para imponer condiciones leoninas a los
trabajadores/as, situación que se agrava por el debilitamiento de los
sindicatos. Los atentados a la libertad y a los derechos sindicales han
sido acompañados, en varios países, con políticas de aniquilación del
movimiento sindical. Aunque el fenómeno es generalizado, los casos más
representativos son los de Colombia y Guatemala. En el primero, 2700
sindicalistas han sido asesinados en los últimos 12 años, en tanto que en el
segundo, aunque ha terminado la guerra civil, la represión sistemática de
las actividades sindicales se ha traducido en 13 dirigentes asesinados entre
1992 y 1997.
La exclusión se expresa en negación de derechos
La mayoría de los gobiernos de América Latina y el Caribe han optado por la
política suicida de entregar a la empresa privada áreas económicas y
servicios públicos fundamentales como la educación, la salud y la seguridad
social, renunciando a sus obligaciones de proveer servicios a todos los
ciudadanos/as. Entre el 90 y el 96, los "países en transición o en vías de
desarrollo" privatizaron empresas públicas por 155 billones de dólares. De
estas operaciones más de la mitad se produjeron en América Latina,
beneficiando al capital transnacional europeo, norteamericano y a las élites
locales.
Con la privatización de los servicios públicos la relación ciudadano-Estado
es sustituida por la relación empresa-cliente. El objetivo del capital de
maximizar las ganancias lleva a encarecer los servicios, a crear monopolios
privados y a excluir a grandes franjas de la población de bajos recursos,
situación que se agrava cuando se debilita la capacidad de control del
Estado.
En función de mejorar los índices macroeconómicos, servir la deuda y cumplir
los planes de ajuste, los gobiernos recortan el gasto social, eliminan los
subsidios y adelgazan el Estado, arrojando a la desocupación a millares de
empleados/as públicos. Tal política, sin embargo, no es seguida por los
países ricos de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, OCDE,
que entre el 90 y el 97, aumentaron el gasto social de 45 al 47%.
El ajuste fiscal se traduce en más niños y jóvenes sin educación,
particularmente niñas, más mujeres que mueren durante el parto, menos
atención a los ancianos, a los campesinos e indígenas. El desmantelamiento
de los servicios sociales aporta una carga aún mayor sobre las mujeres
quienes son las encargadas de la nutrición, la salud, el bienestar y la
armonía de la familia, así como a las relaciones comunitarias.
Tras varios años de aplicación de las políticas de focalización para atender
a los más pobres, es evidente que estos programas han fracasado en toda la
línea. No solo que los sectores en extrema pobreza han crecido sino que han
alcanzado a nuevos estamentos, arrastrando rápidamente al abismo a las
clases medias. En materia de salud, por ejemplo, 267 millones personas, o
sea, el 55% de la población de las Américas sufren exclusión relacionada con
déficit de camas en servicios de internación y cerca de 16 millones tienen
dificultad para acceder a los servicios de profesionales médicos, según de
la Organización Panamericana de la Salud.
La exclusión castiga a los pobres
Pero a medida que los Estados se desentienden de las áreas sociales,
fortalecen sus atribuciones autoritarias y aparatos represivos poniéndolos a
punto para controlar la protesta social. En varios países se criminalizan
las luchas y movimientos sociales, se persigue, encarcela, asesina y amenaza
a dirigentes campesinos e indígenas que luchan por la tierra, a defensores
de derechos humanos y periodistas, a dirigentes sindicales. Grupos
paramilitares financiados por latifundistas cometen crímenes y masacres que
quedan en la impunidad, actuando, muchas veces, con la complicidad de
autoridades estatales. En las ciudades, los grupos de "limpieza social" se
encargan de eliminar a los que el sistema considera "desechables": niños de
la calle, mendigos, homosexuales, prostitutas.
El aumento de la violencia, de la inseguridad y la delincuencia en las urbes
latinoamericanas son asuntos prioritarios en las agendas locales, nacionales
e internacionales. A comienzos de la década del 90, América Latina era
considerada como una de las regiones más violentas del mundo, con tasas
promedio cercanas a 20 homicidios por cada 100.000 habitantes. Las cárceles
están llenas de pobres, porque los "delincuentes de cuello y corbata" rara
vez van a prisión. Aunque la pobreza no puede considerarse como la única
causa de la delincuencia y la violencia, hay un conjunto de factores
asociados con el entorno social, cultural y psicológico que contribuye a
generarlas y agudizarlas. Y entre estos factores podemos mencionar a las
tremendas desigualdades sociales, la corrupción, el sensacionalismo de los
medios de comunicación, la extensión del tráfico de drogas y el consumo de
alcohol, la impunidad y la inoperancia de los sistemas judiciales. Esta
situación permite ver que uno de los objetivos de la Cumbre Social de
Copenhague de 1995, de alcanzar la "integración social" está a años luz de
haberse conseguido.
La exclusión tiene rostro de migración y racismo
La crisis económica, la violencia, la falta de tierra, empujan a millones de
latinoamericanos a buscar mejores días en las ciudades o a traspasar las
fronteras nacionales y continentales. El número de migrantes hacia América
del Norte y en la misma región pasó de 1.5 millones en 1960 a 11 millones en
1990. Es previsible que en la década del 90 los flujos migratorios se hayan
incrementado. Allá donde hay trabajo, allá van los migrantes? con o sin
documentos, utilizando cualquier vía, mecanismo o medio de transporte.
Atraídos por las imágenes de prosperidad y consumo que proyectan los medios
sobre el próspero y rico Norte, muchos mueren en el intento: ahogados en el
Río Bravo, calcinados o muertos de hambre en los desiertos de Arizona y
California, congelados en las bodegas de los barcos bananeros o pesqueros.
Esta creciente migración del Sur hacia el Norte no es bien vista por los
países desarrollados, que olvidando su propio pasado expansionista y
colonialista, han levantado un nuevo muro en la frontera mexicana y en Ceuta
y Melilla (España) para impedir el paso de los excluidos a los supuestos
beneficios de la globalización. Así, no solo redoblan el control de las
fronteras para evitar la llegada de más emigrantes sino que aplican
políticas de control de los residentes (regularización) y políticas de
expulsión de los indocumentados.
Pese a todo, los migrantes siguen llegando al Norte, y casi siempre son
tratados con un doble rasero: por un lado se requiere de sus brazos para
hacer el trabajo duro, sucio y mal pagado que los nacionales no quieren
hacer, pero por otro, se desprecia y se discrimina a los dueños de aquellos
brazos. Muchos migrantes son víctimas del odio racial y de la xenofobia,
que ahora ya no son monopolio de los grupos de extrema derecha, que se
reclaman ciento por ciento blancos, y que apalean a migrantes
latinoamericanos, africanos, árabes o asiáticos y queman sus comercios,
viviendas y lugares de reunión. Ahora la extrema derecha, agigantando la
amenaza de la migración externa, ensancha su base social, accede al poder en
Austria y logra avances electorales en otros países europeos.
Los países latinoamericanos y caribeños tampoco están ajenos a los fenómenos
del racismo y la xenofobia: al interior de América Latina, los pueblos
indígenas y negros viven en un auténtico apartheid social, solo comparable
con las discriminaciones de todo tipo y las violencias que acechan a las
mujeres.
Pero la exclusión también tiene rostro de propuesta
Luego de cinco años de la Cumbre de Copenhague se ha confirmado el fracaso
del modelo macroeconómico dominante. La aplicación de las políticas
neoliberales y de los programas de ajuste ha ahondado hasta extremos
intolerables las históricas injusticias, las desigualdades y las exclusiones
de todo tipo en América Latina y el Caribe. Por eso, ahora, ha llegado el
momento de decir basta al modelo neoliberal excluyente y perverso, que
amenaza y destruye la vida y el medio ambiente. Y no se trata de "darle
rostro humano a la mundialización" neoliberal. Las necesidades básicas y
los derechos humanos fundamentales de las personas deben estar por encima de
las fuerzas desbocadas del mercado y los intereses desmedidos de lucro de
una minoría.
La deuda externa debe ser cancelada y los recursos que ello genere deben
consagrarse al desarrollo social y humano, este proceso debe estar sometido
al control ciudadano y democrático. Es la hora de rescatar las deudas
ecológicas y sociales con la niñez, la juventud, las mujeres, los pueblos
indígenas, los negros, los pobres del campo y la ciudad. Es el Norte el que
debe pagar la enorme deuda histórica con el Sur acumulada a través de siglos
de colonialismo y de relaciones internacionales desiguales.
Los programas de ajuste estructural impuestos por el FMI, el Banco Mundial,
el Banco Interamericano de Desarrollo deben ser suspendidos porque son el
principal factor de inestabilidad política, social y económica. Estos
organismos deben ser sometidos a una profunda evaluación luego de evaluar
los costos sociales, humanos y ecológicos que han provocado con la
imposición de sus programas, sin distinguir los contextos y particularidades
nacionales.
La super-explotación y las condiciones denigrantes en el trabajo deben
cesar. Es necesario que se cumpla la "Declaración de la OIT relativa a los
principios y derechos fundamentales en el trabajo" adoptada en 1998 que
estipula la libertad de asociación, libertad sindical y reconocimiento
efectivo del derecho de negociación colectiva y la eliminación de la
discriminación en materia de empleo y ocupación. Las transnacionales deben
ser sometidas a supervisión internacional por parte del sistema de Naciones
Unidas.
Ningún ser humano es ilegal: Los derechos humanos de los migrantes deben ser
respetados. Exijamos a los gobiernos que ratifiquen la Convención
Internacional sobre la Protección de los Derechos de todos los Trabajadores
Migratorios y de sus Familias, aprobada en 1989, a la cual han adherido 12
Estados siendo que se requieren 20 para que puedan entrar en vigencia.
Apoyamos a las organizaciones campesinas que demandan reforma agraria,
seguridad alimentaria, políticas de protección a los pequeños productores
que abastecen el mercado interno.
En un contexto en que hay un repunte del racismo, la discriminación racial y
la xenofobia en todo el mundo y es necesario hacer frente de manera global a
este fenómeno, adoptando medidas prácticas como la prevención, la educación
y la protección, apoyamos e impulsamos la Conferencia contra el racismo
prevista para el año 2001 en Sudáfrica, y planteamos la revisión de las
leyes y regulaciones migratorias de los países del Norte.
...Y de resistencia
Mucho ha hecho el neoliberalismo para dividir, desarticular y, sobre todo,
para pretender vaciar la memoria, las esperanzas y utopías de los pueblos
latinoamericanos y caribeños, pero no ha conseguido ni conseguirá sus
objetivos.
Dentro de las múltiples formas de resistencia al neoliberalismo se inscribe
el Grito de los Excluidos y Excluidas: es el grito de los desempleados,
trabajadores del campo y la ciudad, campesinos, jóvenes y estudiantes,
mujeres, indígenas, afroamericanos, creyentes religiosos, ecologistas,
luchadores por los derechos humanos, migrantes, luchadores por un régimen
democrático. Es una gran manifestación popular para denunciar todas las
situaciones de exclusión y señalar las posibles salidas y alternativas. Es
un proceso donde los más diversos sectores de excluidos/as tienen voz y
presencia y participan en todas sus etapas.
El Grito nació en Brasil en 1995, como respuesta a la creciente exclusión
social generada por la aplicación de políticas de ajuste neoliberal. En el
primer año, empezó como una manifestación en 170 ciudades, que se cumplió el
7 de septiembre, el día de la independencia. El segundo año, la
manifestación se extendió a 300 ciudades; el tercero a 700; el cuarto a mil;
el quinto a 1200, con una participación de cerca de un millón y medio de
personas que se tomaron la calle para gritar contra la exclusión.
El Grito nació como una nueva forma de manifestación popular que tiene una
metodología propia, que valoriza la pedagogía del ejemplo, los símbolos, la
mística y no la fuerza de los discursos. En el Grito no hablan los
liderazgos políticos o sindicales, sino que se expresan los excluidos y
excluidas, y lo hacen con símbolos: el primer año con una olla vacía; el
siguiente con un pito y una tarjeta roja -aquella que usan los árbitros de
fútbol para echar a los jugadores cuando cometen faltas- para censurar la
política económica del gobierno de Fernando Henrique Cardoso.
Este clamor se extendió en 1999 a otros países de la región, cuando varias
coordinaciones de movimientos sociales, sindicales, de mujeres, campesinos,
de pobladores y ecuménicos acordaron impulsan el Grito Latinoamericano de
los Excluidos/as bajo el lema "Por Trabajo, Justicia y Vida", cuyo punto
culminante fue el 12 de octubre. En este año, las manifestaciones de
protesta se desarrollaron en Brasil, Paraguay, Uruguay, Argentina, Chile,
Ecuador, Colombia, Bolivia, México, Guatemala, Honduras y Costa Rica.
Después de esta experiencia, el Grito ha adquirido características
continentales y ahora esperamos que sea un Grito mundial. En este año las
acciones comenzarán en Brasil bajo el lema: "Progreso y vida, patria sin
deuda$". Del 2 al 7 de septiembre, habrá un plebiscito popular sobre la
deuda externa.
El próximo 12 de octubre habrá marchas en las capitales y rumbo a las
ciudades fronterizas: de México a Estados Unidos; de Brasil a Paraguay; de
Argentina a Bolivia. El 10 de octubre, una delegación de cada país irá a
Nueva York, ahí marchará desde la Prefectura de Nueva York hasta la ONU, en
donde se entregará un documento, elaborado con la participación de todos los
países, sobre la situación de exclusión que crece en todos los países y el
tipo de globalización que todos queremos: una globalización de los derechos,
de la tecnología, de la información, de la solidaridad, y no la
globalización financiera que favorece solamente a los mercados financieros.
En Nueva York, el Grito pretende juntar fuerzas con la Marcha Mundial de las
Mujeres y con otras redes como el Jubileo 2000 y la Alianza Social
Continental para unir las voces en un solo coro de resistencias y
propuestas.
Eduardo Tamayo
Grito de los Excluidos/as
Ginebra, 22 junio 2000
https://www.alainet.org/es/articulo/104815
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