Globalización y minorías activistas
24/01/2000
- Opinión
Si existe algún leitmotiv ideológico del fin de siglo pasado (¡qué extraño se
siente teclear esas palabras a propósito del siglo propio!) sin duda reside
en los imperativos inapelables de la globalización. Todo -la modernidad, el
desarrollo, la democracia- se puede, gracias a la globalización; nada -la
justicia, la regulación, el disenso, la igualdad, la nostalgia- se puede, por
culpa de la globalización. Mantra, invocación ritual, pretexto, realidad
incontrovertible y enmendable, la globalización se ha transformado en una
auténtica deus ex máquina de nuestra época. Y al igual que todo fenómeno
social, económico e ideológico, genera también sus contrarios y
contradicciones, sus efectos perversos y sus consecuencias inesperadas.
La Conferencia de Seattle de la Organización Mundial de Comercio puede ser
vista desde esa óptica, más allá de las otras reacciones que haya suscitado:
pronunciamientos ex cátedra de economistas indignados, lamentos y
desconcierto de funcionarios tercermundistas de repente desamparados por el
oportunismo político del "Jefe" Clinton, doctas reprobaciones de partidarios
incondicionales del libre comercio acosados por las "turbas" callejeras de
sindicalistas, ecologistas, indigenistas y otros "istas" radicales.
En Seattle comparecieron -o combatieron, como se prefiera- tres grandes
protagonistas, y faltó un cuarto. Para empezar, se trató de una reunión
patrocinada y en teoría dominada por los gobiernos de los países ricos, o del
"Norte", estrechamente identificados con los intereses comerciales,
financieros e ideológicos de las grandes empresas -viejas y nuevas- de sus
respectivos países, pero también sensibles a las corrientes de opinión
pública de cada nación, como es lógico, tratándose en principio de
democracias representativas más o menos tradicionales. En segundo lugar,
acudieron los gobiernos de los países pobres, encabezados por cuatro o cinco
participantes importantes en el comercio mundial -Brasil y México, la India y
los países del sureste asiático, Sudáfrica y Egipto, de nuevo más o menos
identificados con los intereses de las empresas exportadoras de sus países, y
con el "Consenso de Ginebra", es decir con los apotegmas fundamentales del
libre comercio visto desde el "Sur". Por último, hicieron su aparición,
ruidosa, heterogénea, fragmentada pero imaginativa, los distintos actores
sociales de los países del "Norte", aunque principalmente de Estados Unidos:
sindicatos, movimientos ambientalistas, "ongs" diversas, dedicadas a
innumerables temas y causas, grupos ciudadanos, movimientos estudiantiles y
de mujeres, etcétera.
El gran ausente fue, en términos esquemáticos, la sociedad civil del "Sur";
es decir, el conjunto de fuerzas sociales que por lo menos en América Latina,
pero también en varias naciones de Asia, no comparten necesariamente los
intereses ni lo puntos de vista sobre los grandes temas de la globalización
de los gobiernos y el "establishment" de los países del Sur. Sindicatos,
partidos de oposición, movimientos ecologistas, grupos ciudadanos de clase
media, estudiantiles y de mujeres que luchan contra los contratos eventuales
abusivos y los despidos por gravidez, contra el empleo infantil, contra el
"dumping" ambiental, por la contratación colectiva, por mejores salarios, por
las mismas regulaciones de protección al consumidor que imperan en los países
ricos, etcétera, simplemente no aparecieron en la escena en Seattle, como en
buena medida no lo hicieron en las negociaciones de la Ronda Uruguay, o en
los debates sobre acuerdos regionales como el Tratado de Libre Comercio entre
México, Estados Unidos y Canadá.
Explicaciones
La primera explicación de esta ausencia podría estribar en una férrea certeza
manifestada por los poderes fácticos del mundo actual: los sectores
mencionados no acuden a cónclaves como los de Seattle, o a las reuniones del
50 aniversario del Banco Mundial ni luchan por inmiscuirse en las
negociaciones comerciales bilaterales, porque sus intereses se ven
perfectamente bien defendidos por los gobiernos y los empresarios de sus
respectivos países. Más aún, sus intereses y los de dichos gobiernos y
dichos empresarios son idénticos, y consisten en abrir mercados y fomentar
exportaciones para crear empleos, proceso que redundará tarde o temprano en
las metas anheladas por todos: mejores salarios, un medio ambiente más
limpio, mayor gasto social, niveles de vida superiores.
Quienes pudieran presentarse en Seattle no lo hacen porque comprenden
cabalmente que su lugar se halla al lado de sus co-nacionales, no acompañando
a manifestantes o grupos de protesta de los países ricos cuya verdadera
agenda consiste en la protección mezquina de sus empleos improductivos o en
la utilización de argumentos seudo-científicos para cerrarle mercados a
competidores eficientes, audaces y ambiciosos de Bangalore, la Serena y
Monterrey. Esta explicación puede parecer auténtica o falsamente ingenua, a
la luz de la pujanza de los movimientos y retos sociales en muchos de los
países del Sur, pero tiene sus adeptos, desde The Economist hasta los
ministerios de Comercio de la mayoría de los países latinoamericanos y
africanos, cuyos funcionarios palidecen ante la mera idea de tener que lidiar
con la presencia de sindicatos combativos o de grupos de mujeres en sus
delegaciones comerciales en Bruselas, o en las calles frente a los hoteles de
la Avenue de la Paix en Ginebra, o en los resplandecientes World Trade
Centers, locales donde agasajan a sus invitados del Norte.
Otra explicación, igualmente simplista, reside en el supuesto carácter
aletargado o aplastado de la sociedad civil en los países del Sur, o en la
virulencia de la realidad o del recuerdo autoritario en muchos países del
mundo en desarrollo. Si recordamos las heroicas luchas sindicales,
estudiantiles, ecológicas, de mujeres y democráticas en decenas de países a
lo largo de los últimos 15 años, desde el combate contra las dictaduras en
Chile y Sudáfrica, hasta la gesta de Chico Mendes en Brasil y las
multitudinarias huelgas y manifestaciones estudiantiles en Corea del Sur,
Indonesia y Tailandia, comprobamos que esa interpretación tampoco parece
descansar sobre fundamentos muy sólidos. Es cierto que la total ausencia del
movimiento obrero mexicano, por ejemplo, en la disputa en torno al Tratado de
Libre Comercio con Estados Unidos se debió a la tradicional subordinación de
éste al gobierno mexicano (y no, obviamente, a algún soplo visionario que le
hubiera inspirado una defensa de los intereses de largo plazo del país a
diferencia de sus propios intereses salariales, supuestamente de corto y
mediano plazo). Y sin duda en muchos países del Tercer Mundo subsisten
rezagos autoritarios innegables que impiden una plena eclosión de todas las
expresiones de la sociedad civil y de los movimientos sociales. Pero en
términos generales es evidente que existe ya en muchísimos países el margen
para manifestarse y organizarse, y que de hecho las organizaciones no
gubernamentales del Tercer Mundo son una fuerza cada vez más importante, con
independencia del lamentable membretismo y mimetismo que suelen padecer.
Nuevos aliados
El origen del mencionado vacío en Seattle yace tal vez en otro ámbito, que es
también el de una esperanza. Por el momento, diversos residuos
nacionalistas, aunados a la falta de redes, de comunicación y de claridad
política explican tal vez por qué los homólogos "sureños" de los Teamsters,
de las "Tortugas" y de Joseph Bové aún no hacen acto de presencia con el
vigor que se podría esperar, son en parte las mismas razones que explicaron
porqué los críticos u opositores del TLC en México se quedaron (nos quedamos)
solos, prácticamente desprovistos de apoyos sociales. Pero no se requiere
demasiada imaginación para comprender que los aliados naturales de los
trabajadores de las fábricas propiedad de -o subcontratadas por- Philip
Knight en Indonesia y que luchan por derechos obreros básicos son el segmento
concientizado entre los consumidores de productos Nike en Estados Unidos,
dispuestos a organizar boicots a dichos productos mientras no se cumplan los
derechos. No se requiere de un gran ingenio para entender que las mejores
aliadas de las mujeres que luchan por organizarse en las maquiladoras
mexicanas, y no ser despedidas si se embarazan, o no ser contratadas más que
por 28 días a la vez, o no gozar, en los hechos, del derecho de
sindicalizarse o de huelga, son las activistas feministas norteamericanas,
que pueden parar de cabeza mediante campañas publicitarias negativas a las
empresas cuyos productos de moda -ie, Liz Clairborne-, electrónicos -Sharper
Image-, o de casa -Pier 1 Imports- se dirigen justamente al segmento de
mercado conformado por dichas activistas. Ni tampoco se necesita un Premio
Nobel de Economía para entender que si algún día los pizqueros estacionales
de la fruta de exportación chilena, o los tejedores de tapetes paquistaníes
logran entablar una lucha por derechos que sus padres o predecesores
tuvieron, sus mejores refuerzos se hallarán entre los consumidores de
albaricoques chilenos y de paquistaníes Bokharas en París, en Berlín o en...
Seattle. Pero, se podrá preguntar, ¿qué diferencia existe entre todo esto y
la situación de los estibadores del banano en Centroamérica hace 100 años?
Justamente, la globalización, y los demás rasgos novedosos del mismo
capitalismo de siempre.
Hoy, los niveles educativos de los trabajadores y activistas del Sur son
mucho más elevados que antes, aunque permanezcan muy por debajo de lo
deseable. Hoy, los mercados del Norte se encuentran mucho más segmentados,
gracias a la política y a la tendencia de los nichos (café especial, mangos
especiales, tenis especiales, chips especiales, etcétera); el poder de una
minoría activista "boicoteadora" es mucho mayor. Hoy, las posibilidades de
comunicación e intercambio de información entre pequeños núcleos
hiper-organizados e inter-conectados es infinitamente superior a la de antes;
a través de Internet, los activistas del Sur se pueden comunicar de manera
ágil, económica y constante con sus correligionarios en el Norte. Qué mejor
ejemplo que el de Marcos y los zapatistas en México, que han construido una
red de apoyo en Europa Occidental sin proporción alguna con su fuerza o
presencia en Chiapas o en México.
De todo ello se desprende una posibilidad o esperanza de principio de siglo,
utópica o altamente realista. Es cierto que hoy el capital puede evadir
regulaciones, normas, exigencias de mayores salarios o prestaciones,
impuestos y derechos adquiridos. Pero lo puede hacer solo porque tiene hacia
dónde escabullirse del lado de la producción, mas no del consumo. En efecto,
GAP puede pagarle salarios de miseria a sus obreros en El Salvador, ya que no
le preocupa que puedan comprar o no sus "jeans": éstos se destinan a los
yuppies de Seattle y a los jóvenes afro-americanos y latinos en los ghettos
de Los Angeles y Chicago. Eso significa que una mezcla de unos -sobre
todo- y otros -los menos, en efecto- puede imponer una marco regulatorio
laboral, ambiental y de derechos humanos mediante la fuerza del consumo que
los agentes de la producción no podrían ya alcanzar por su cuenta como lo
hicieron sus antecesores en las grandes luchas obreras europeas de principios
de siglo, y como lo lograron los primeros ecologistas en Estados Unidos y
Europa occidental a inicios de la década de los años setenta. Los campesinos
del Movimiento dos Sem Terra en Brasil tal vez no puedan imponer un reparto
agrario como el que produjeron las revoluciones mexicana, boliviana y cubana
a lo largo del siglo XX, o siquiera como la reforma chilena de 1964-1972.
Pero pueden imponerle al gobierno de Brasil compromisos cuyo respeto éste a
su vez se vea obligado a demandarle al "agri-business" brasileño.
La única respuesta a la evanescencia globalizada del capital es un marco
regulatorio internacional, que sólo puede ser impuesto por los nuevos dioses
del mercado: los consumidores extraordinariamente productivos y
crecientemente insaciables de los países ricos, pero que también dedican una
parte de su tiempo libre y de su energía disponible a la defensa de causas en
las que creen, desde las ballenas hasta las comunidades indígenas, pasando
por las selvas tropicales, los productos naturales sin hormonas o pesticidas
o los derechos humanos en China, en Kosovo o en Rwanda. Si pequeñas minorías
pudientes en los países pobres pueden mandar a sus anchas, medianas minorías
acomodadas en los países ricos pueden exigirles cuentas. Cuando se alíen con
otras minorías, menos minoritarias y cada vez más conscientes y organizadas
en los países pobres, la combinación puede llegar a ser imbatible.
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