Cultura del terror y guerra fría

06/10/2005
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I.                   Introducción

Sin lugar a dudas la Guerra Fría fue excepcionalmente cruenta en Guatemala, país diminuto pero no por ello intranscendente para la estrategia estadounidense.  En nombre de la lucha contra la subversión comunista y el avance soviético, el Estado guatemalteco encabezó el mayor genocidio registrado en todo el continente.  En nombre de la amenaza comunista, la clase dominante y los partidos ultraderechistas defendieron privilegios y opresiones de la manera más violenta.  El conflicto interno dejó en Guatemala un saldo de 150 a 160 mil muertos y de 40 a 45 mil desaparecidos entre 1960 y 1996, según muestran las estimaciones convencionales.  Éstas colocan a Guatemala en el pináculo de la ignominia en la América Latina del siglo XX.[1]

Fue reiterado el énfasis desde la izquierda y desde la derecha en las causas externas del conflicto y de la infamia.  Análisis políticos y periódicos se refirieron al conflicto como el enfrentamiento “entre el Este y el Oeste”.  Desde la izquierda, el dedo acusatorio se enfiló, con razón, hacia la Casa Blanca, el Pentágono y particularmente hacia la Agencia Central de Inteligencia (CIA).  Pero la izquierda, al defenderse de las acusaciones de la derecha, reivindicó como esenciales las causas internas del conflicto. 

En efecto, desde la derecha, la confrontación fue atribuida a la subversión comunista propiciada por Moscú y La Habana con la ayuda de “apátridas” de origen guatemalteco.  Esta versión tuvo un núcleo de racionalidad y de verdad.  No fue ningún secreto el apoyo de Moscú a los partidos comunistas, y en el caso particular de Guatemala, al Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT).  Tampoco fue secreto el hecho de que -sin el entusiasmo de Moscú- La Habana apoyó a las iniciativas de lucha armada en América Latina, entre ellas, de manera especial, la de Guatemala. 

Sin embargo, la interpretación de la derecha y de la contrainsurgencia resultó ser esencialmente falsa, pues casi siempre olvidó o menospreció el hecho de que el vigor de la subversión tenía sobre todo una causalidad interna.  Dicha causalidad interna puede sintetizarse en un orden excluyente en la política (la dictadura) y en lo social (expoliación y polarización social), exclusiones ambas que se cristalizaron en la cultura del terror. 

Entendemos por cultura del terror aquella cultura política que concibe la dominación como el ejercicio indisputado e incuestionado de la gestión estatal, que piensa la solución de las diferencias de cualquier orden fundamentalmente a través de la eliminación del otro, que imagina la sociedad como espacio homogéneo en lo que se refiere al pensamiento, y al mismo tiempo, como ámbito heterogéneo en el cual clase y raza marcan las diferencias legítimas, que concibe a la ciudadanía como formalidad que encubre una realidad estamentaria que es necesario conservar, y que finalmente, como consecuencia de todo esto, considera a la violencia represiva como recurso legítimo para preservar el mundo conformado de acuerdo a dicho imaginario.

En este trabajo sostendremos que es incuestionable la responsabilidad de los Estados Unidos de América en la trágica historia de Guatemala durante la segunda mitad del siglo XX..  Su actuación en el marco de la Guerra Fría creó y alentó a los actores más cruentos de la guerra sucia.  Pero también se debe resaltar que la política estadounidense de la Guerra Fría (Alianza para el Progreso y Doctrina de Seguridad Nacional) fue un proyecto de carácter general que no tuvo las mismas consecuencias en todos los países latinoamericanos.  Por ello también sostendremos que los efectos cruentos de la Guerra Fría en Guatemala no tienen que ver exclusivamente con las acciones del imperio estadounidense. 

Acaso sus raíces más profundas se encuentren en la cultura del terror, que siendo un legado del pasado se convirtió en necesidad del presente en la confrontación surgida de la contrarrevolución de 1954.  La Guerra Fría, con su visión maniqueísta, alentó y legitimó esa cultura política largamente construida en Guatemala.  Ella fue la bendición imperial que necesitaba el oscurantismo reaccionario para darle un sentido a la reproducción de privilegios y desigualdades propios del desenvolvimiento capitalista en el país.

II.                Imperialismo y Guerra Fría en Guatemala

Cuando se habla del terror y sus secuelas en Guatemala, es lugar común que el análisis parta de los infaustos acontecimientos de 1954, cuando el gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz fue derrocado y se restauró el autoritarismo en el país.

En el derrocamiento de Arbenz fueron factores sustanciales el ultra conservadurismo de la oligarquía guatemalteca y el anticomunismo galopante en el mundo de la segunda posguerra, es decir, el clima de la Guerra Fría.  Como ya han demostrado varias investigaciones, no fue la traición del alto mando del ejército el factor primordial de la derrota revolucionaria; menos aún, la invasión de Guatemala por Honduras protagonizada por la sedición reaccionaria local.  La causa principal fue la conspiración –llamada Operación Pbsuccess- del gobierno estadounidense contra un pequeño país y contra una notable revolución que se fue aislando merced a la creciente Guerra Fría.  [2]

            Como cómico ejemplo anecdótico de esto último, está el poema que publicó en la revista Times, cuatro semanas después del triunfo reaccionario, Betty Jane Peurifoy, esposa de John E.  Peurifoy, embajador de Washington en Guatemala, a quien retrata con pistola al cinto, "poderosamente optimista porque la tierra de Guatemala ya no es más comunista".[3] También pueden verse el testimonio que dicho embajador rindió poco tiempo después ante el Comité Selecto sobre la Agresión Comunista de la Cámara de Representantes de su país (Peurifoy, 1983: 69-77), o el discurso difundido por radio y televisión, en Estados Unidos, de John Foster Dulles, secretario de Estado de Eisenhower, con motivo de los acontecimientos en Guatemala (Dulles, 1983: 77-80), en los cuales este país era retratado como cabeza de playa soviética.

Desde principios de 1954, la suerte de Guatemala estaba echada.  El Departamento de Estado y la CIA habían comenzado la conspiración, cuyo costo fue de 6 millones de dólares según se ha estimado (Toriello, 1976: 214).  La misma culminaría en junio y julio de ese año con el triunfo de la contrarrevolución.  Como bien ha dicho Piero Gleijeses en su Shattered Hope (1991), no fueron las medidas revolucionarias que afectaban a la United Fruit Company las que movieron al imperio a derrocar la revolución guatemalteca: fue el espíritu del macartismo, para el cual resultaba intolerable la presencia de los comunistas en la amplia alianza revolucionaria que sustentaba al gobierno de Arbenz.

Desde diciembre de 1953, el flamante embajador Peurifoy había cenado en la casa presidencial con el matrimonio Arbenz y había exigido que cesara la influencia de los comunistas en su gobierno (Fortuny, en Flores, 1994: 215).  Los ejemplos que dio aquella noche respecto de tal influencia eran muy débiles: Waldemar Barrios Klee, jefe de sección de Tierras en el Departamento Agrario Nacional (JMF/F), Alfonso Solórzano, director del Seguro Social (Solórzano no era miembro del PGT) y María Jeréz de Fortuny, la esposa de José Manuel Fortuny, secretario general del PGT en ese momento secretaria general del citado Departamento Agrario; el embajador también mencionó a Carlos Alvarado Jerez, director de la Radio Nacional (Foreign Service Dispatch, 12/53). 

José Manuel Fortuny era asesor de gran estima para Arbenz y mejor ejemplo que los anteriores de la alegada influencia comunista.  Y si él hubiese estado en Guatemala en el momento en que Estados Unidos pidió al gobierno guatemalteco el beneplácito para Peurifoy, pese a la muy difícil situación, habría aconsejado al presidente Arbenz la negativa: el prestigio de Peurifoy era negro, pues venía de Grecia, donde había participado en el golpe reaccionario que restituyó a la monarquía, y que también buscaba aniquilar la fuerza de los comunistas griegos.[4]

El 17 de junio en la noche un puñado de mercenarios, entre 250 y 300 hombres a lo sumo, pagados por la CIA y encabezados por el coronel Carlos Castillo Armas, penetró en el territorio guatemalteco por el departamento de Chiquimula.[5] Cuando Arbenz renunció, el domingo 27 de junio, habían transcurrido diez días de escaramuzas y ametrallamientos sobre las ciudades de Guatemala, Chiquimula y Zacapa desde los aviones P-47 procedentes de Honduras y Nicaragua (Toriello, 1976: 216).  Sobre todo, se había desmoronado la lealtad del alto mando del ejército para con Arbenz, lo cual se hizo evidente desde el 8 de junio, cuando la oficialidad entregó un cuestionario al presidente: de las veinte preguntas que aparecen en un artículo periodístico transcrito por una fuente anticomunista, El libro negro del comunismo en Guatemala, casi la mitad tenían que ver directamente con el comunismo y el resto lo hacía de manera indirecta (CPPCISAL, s/f:173-180).

            Las tradiciones de terror represivo acumuladas en el país desde la colonia se desplegaron en este clima de paranoia anticomunista.  Hay que agregar que a pesar de ser alentado por la Guerra Fría, el anticomunismo siempre tuvo raíces nacionales.  Por ello, decir que las fuerzas liberacionistas se reducían a los 250 o 300 hombres pagados que entraron por Honduras, sería adulterar la historia.[6]

Además de los sectores oligárquicos, las cúpulas políticas ultraderechistas y la iglesia católica, el anticomunismo contó con apoyo de ciertos sectores populares.  Diversos datos pueden dar idea de tal apoyo: el dirigente comunista José Alberto Cardoza ha recordado que en ciertas regiones de los departamentos de Zacapa, Chiquimula y Santa Rosa, Alta Verapaz y Sacatepéquez, una abusiva aplicación del decreto 900 de reforma agraria provocó la reacción contrarrevolucionaria de campesinos medios y ricos (JAC/F); en sus recuerdos, Fortuny agrega a esos abusos, los observados en Escuintla y en Jalapa (JMF/F).  En la capital, las vendedoras del mercado central, dirigidas por Concha Estévez (las “locatarias", que veremos al lado del gobierno en la revuelta de 1962), fueron activas anticomunistas junto a una parte de los estudiantes universitarios.[7] Con otros sectores anticomunistas, estas mujeres formaron la multitud que exigió -frente a la embajada de México, el martes 29 de junio de 1954- que sacaran a "los comunistas" (refiriéndose a más de 300 personas asiladas allí) en el contexto de un espíritu de linchamiento (JAC/F). 

Jorge Mario García Laguardia, en aquel entonces dirigente estudiantil revolucionario, recuerda en cambio cómo en la universidad el estudiantado anticomunista agrupado en el Comité de Estudiantes Anticomunistas de Guatemala (CEGUA) era mayoría y contaba con una dirigencia sumamente calificada: Mario Sandoval Alarcón, Leonel Sisniega Otero, Mario Alvarado Rubio, Jorge Skinner Kleé y Carlos Recinos (JGL/F).  Todos ellos fueron después figuras prominentes del anticomunismo y de las dictaduras militares.  Las fuentes anticomunistas (CPPCISAL, s/f; Hurtado Aguilar, 1956) muestran también el poder convocante de la iglesia católica, con el arzobispo Mariano Rossell y Arellano al frente, en campaña fructífera en la cual las banderas anticomunistas y católicas se unían. 

En 1955 podían ya estimarse los saldos de la primer ola de terror de la Guatemala del siglo XX.  Los cálculos hechos en el PGT adjudicaban a la contrarrevolución de 1954 un saldo de 3,000 muertos aproximadamente (Haernecker/Sánchez, 1984: 265).  Otras fuentes han estimado entre 9 y 14 mil los detenidos y entre 2 y 5 mil las ejecuciones practicadas después de la caída del régimen arbencista.[8] El 19 de julio de 1954 se creó el Comité Nacional de Defensa contra el Comunismo para investigar y arrestar a personas sindicadas de ser comunistas.  Se emitió una Ley Preventiva Penal contra el Comunismo, que facultó al mencionado Comité a elaborar una lista de personas “que en cualquier forma hayan participado en actividades comunistas”. 

Según informaba la prensa nacional en aquellos días, entre julio y noviembre de 1954, unas 72 mil personas fueron registradas como comunistas (CEH, I: 316,317).[9] El régimen de Castillo Armas nombró una nueva Corte Suprema de Justicia e inició una intensa persecución política contra dirigentes, intelectuales y “sospechosos” en general.  El cuerpo de leyes anticomunistas se completó con el artículo 6 transitorio de la Constitución de 1956, que facultaba al Ejecutivo para expatriar e impedir el ingreso al país, durante cinco años, a todos los “comunistas” que se hubieran asilado o exiliado de Guatemala por motivos políticos (CEH, I: 320). 

Además de derogar la Constitución de 1945, el Código de Trabajo y el decreto 900 de reforma agraria, se ordenó la disolución de los partidos políticos que habían apoyado al régimen arbencista, la Confederación General de Trabajadores de Guatemala (CGTG), la Confederación Nacional Campesina (CNC) y demás organizaciones sociales nacidas al cobijo de la primavera democrática.  Entre agosto de 1954 y abril de 1955, el nuevo gobierno despidió a 2,236 maestros e hizo lo mismo con unos 15 mil trabajadores de la Dirección de Obras Públicas y de la Dirección General de Caminos.  También disolvió a todo el movimiento sindical y campesino, al extremo de que de 533 organizaciones sindicales y más de 100 mil afiliados, sólo 27 mil continuaron siéndolo (CEH, I: 326).  Los miles de campesinos beneficiados por la reforma agraria impulsada por el régimen de Arbenz, tuvieron que devolver las tierras a sus antiguos propietarios.[10]

En este contexto de notable paranoia anticomunista y en el de la consecuente cacería de brujas, Guatemala viviría la primera de las tres grandes olas de terror del siglo XX.

III.             Las otredades negativas

La categoría de otredad negativa que otros autores han ensayado respecto de diferentes realidades resulta bastante útil para el análisis de la violencia política en Guatemala.  [11] En el caso de la región que abarca Chiapas y Centroamérica, la construcción de una otredad negativa expresada en el racismo hacia los pueblos indígenas fue indispensable en la legitimación de la expoliación y el terror.  El indio fue visualizado por la clase dominante y la población ladina –que creció a partir del siglo XVI- como holgazán, sucio, hipócrita, bestia traicionera para la cual solamente había un remedio: el látigo. 

Pero en la Centroamérica del siglo XX, especialmente después de la insurrección de El Salvador en 1932, surgió una nueva otredad negativa: el comunismo.  La nueva bestia traicionera, igualmente hipócrita y agazapada, buscaba despojar a los ciudadanos honrados del producto de su trabajo en beneficio del Estado; pretendía despojarlos de su casa para meter a varias familias en ella, disolver el matrimonio y la familia, e incluso arrebatar a los padres la tutela de sus hijos, para cedérsela al Estado. 

En este contexto, los pueblos indígenas fueron vistos con ambivalencia: siguieron siendo las bestias negras de la sociedad, pero al mismo tiempo sujetos fácilmente manipulables, por su estúpida e ignorante condición, e instrumentos de otra bestia negra, acaso más peligrosa, los comunistas.

La paranoia anticomunista que la Guerra Fría desató en todas partes, encajó perfectamente con la lógica maniquea y de pretensiones totalitarias de la cultura del terror.  Indios y comunistas encarnaron esa otredad que ya era intolerable desde antes de iniciar la Guerra Fría.  La década revolucionaria de 1944 a 1954, dio espacio a esos dos sujetos colectivos de una manera que resultaba intolerable para la oligarquía, la jerarquía eclesiástica y la clase política ultraderechista.  El macartismo de manufactura estadounidense se imbricó con el oscurantismo reaccionario de vieja data y constituyeron la síntesis perversa que legitimó el genocidio en Guatemala.

  1. Racismo y terror.

El mundo oligárquico amenazado por la revolución guatemalteca de la segunda posguerra estaba asentado en tres pilares: la dictadura articulada en torno al hombre fuerte; el racismo frente al indio; y la agroexportación sustentada en el trabajo forzado y el latifundismo.  Los dos primeros factores eran los mecanismos políticos e ideológicos reproductores del tercero.  Pero este último era la razón de ser de los otros dos.

El correlato necesario para mantener todo lo que se ha descrito y se ha analizado fue, como siempre, el terror y el oscurantismo.  En esa sociedad sostenida por el trabajo forzado de los indios el oscurantismo empezaba por un desprecio hacia ellos que combinaba el racismo con un temor que rayaba en la paranoia.  Desde la sociedad colonial el refrán criollo que rezaba "aparte somos nosotros y aparte los naturales" era la premisa segregacionista que regía a la sociedad guatemalteca; el indio era visto como haragán, vicioso, conformista, desconfiado, reacio a la civilización, abusivo.  [12] A fines del siglo XVIII, el cabildo de San Miguel recomendaba jornadas de sol a sol para indios y mulatos y como " único y más eficaz remedio" para sus posibles desobediencias: "el castigo del azote, por ser éste el que más temen, pues es el único que tienen por afrenta..." En 1797 un hacendado polemizaba con alguien en la Gaceta de Guatemala, retándolo a que visitase su hacienda para que se diera cuenta de cómo los indios eran perros, no hombres, sino "micos, o peores que micos".  "Yo soy hacendado, le protesto a Vuestra Merced que quisiera ser verdugo -agregaba el virulento criollo- ...el único medio de adelantar algo con estos bribones es el cuero, y todo lo demás es perdedera de tiempo..." (Pinto, 1986: 153, 154). 

Más de 120 años después, el látigo para la bribonería y ociosidad del indio seguía siendo recomendado hasta por la intelectualidad oligárquica: la raza aborigen era "cobarde, triste, fanática y cruel...  más cerca de la bestia que del hombre...  para los indios solamente hay una ley: el látigo" (Gleijeses, 1991: 12). 

Los viejos prejuicios criollos eran una verdad aceptada por la inmensa mayoría de ladinos.  Pero ese desprecio se combinaba con el temor de que un día se levantaran y tras invadir ciudades y poblados, los pasaran a deguello.  Entre otras cosas, el miedo nacía del hecho de que esos “bribones, haraganes y estúpidos” seres -sin cuyo trabajo, dicho sea de paso, no se explicaba la opulencia oligárquica-, eran sencillamente la mayoría de los guatemaltecos: entre 1870 y 1950 la población del país pasó de poco más de un millón a casi dos y medio de personas, y la población indígena osciló en el mismo período de 70 a 50% del total (Lowell y Lutz, 1992: 7).  Después de la insurrección de 1932 en El Salvador, la paranoia racista se acompañó de la anticomunista.[13] El racismo es, pues, un elemento sustancial en la explicación del terror estatal en Guatemala.  El temor a un alzamiento indígena, sobre todo, entre las clases más privilegiadas, revoloteó durante todos esos años en el imaginario ladino.  Puede por ello considerarse que el racismo estuvo presente en los momentos más sangrientos del enfrentamiento armado, cuando se castigó a la población indígena como si fuese un enemigo a vencer. 

  1. El fantasma del comunismo

En 1955 el analista anticomunista estadounidense Daniel James, puso una nota sombría al regocijo que le provocó la derrota de "la conspiración comunista contra Guatemala". 

James constató la pobreza ideológica de los manifiestos de Castillo Armas de febrero de 1954.  Para él no era políticamente productivo hacer del anticomunismo el contenido único de la ideología contrarrevolucionaria: : "Estaba en duda, después de la caída de Arbenz, si las grandes masas de indios de Guatemala aceptarían, de buena gana, símbolos (Dios, patria, libertad.  CFI) en lugar de la tierra que ahora poseen o si las ladinas masas anticlericales se adherirían a gente cuyos pronunciamientos parecían implicar el retorno de la Iglesia al poder político después de ocho décadas." (1955: 213-214). 

Para el analista estadounidense los anticomunistas deberían ser sensibles a los problemas sociales después de diez años de política de "extrema izquierda".  También deberían retomarse las banderas más sólidas de la Revolución de Octubre: capitalismo moderno, reforma agraria, libre enseñanza compulsoria, derecho del trabajador a organizarse y libertades individuales.  En uno de los escasos momentos de lucidez, James escribió en su libro una frase premonitoria: estaba por verse si Guatemala podría alcanzar un gran futuro o "si los intransigentes del ubiquismo[14] intentarán una vez más detener la marcha del progreso y de la democracia y precipitar a Guatemala otra vez en una nueva era de guerra a muerte" (ibid.,). 

Cuatro años después, otro investigador estadounidense de posición anticomunista, Schneider, hizo similares comentarios.  En su meritoria obra acerca de las actividades del PGT (1959), constató la tradición oscurantista de la oligarquía guatemalteca: el abuso del término comunista para calificar cualquier oposición a la dictadura ubiquista –explicó- habría sido uno de los factores que hicieron atractivo el comunismo entre estudiantes y trabajadores (p.  26).  Además-añadió Schneider- la "tradicional "élite económica, social y política" (básicamente la oligarquía cafetalera), muy pronto empezó a oponerse al primer presidente de la década revolucionaria, Juan José Arévalo (1945-1951), cuyo programa "esencialmente moderado" fue considerado por dicha élite como radical o comunista (p.  36). 

Este oscurantismo reaccionario estimulado por el discurso anticomunista de la Guerra Fría, impuso su proyecto en 1954.  La clase dominante guatemalteca, compuesta fundamentalmente por la oligarquía agroexportadora (cuyo núcleo esencial eran los cafetaleros) arrastró tras sí a otros sectores de dicha clase (como veremos más adelante.  Aunque existió el Partido de Unificación Anticomunista (PUA), los grandes exportadores estaban agrupados sobre todo en la Asociación General de Agricultores (AGA) y fueron enemigos intransigentes de los regímenes revolucionarios.  Pero la burguesía más moderna (comerciantes e industriales) agrupados en la Cámara de Comercio e Industria de Guatemala (CCIG) y en la Asociación General de Industriales (AGIG), no apoyaron la revolución, pese a verse beneficiadas por sus medidas modernizadoras.. 

Fuertemente enraizados familiar e ideológicamente con los grandes agroexportadores, a veces ellos mismos -también terratenientes-, se opusieron a la reforma agraria, participaron de la paranoia anticomunista y repudiaron el proceso organizativo de campesinos y trabajadores (Gleijeses, op.cit., p.  209).  Sectores tradicionales y modernos de la clase dominante guatemalteca añoraban el mundo oligárquico con su estado dictatorial del hombre fuerte, la paz política sustentada en una sociedad civil desarticulada o prácticamente inexistente, y sobre todo en la cultura del racismo y la expoliación de la fuerza de trabajo.  Los planteamientos de James citados antes resultan de enorme ingenuidad para cualquier analista guatemalteco medianamente informado.  Porque para el conjunto de las fuerzas que conspiraron contra los regímenes de Arévalo y Arbenz, las soluciones intermedias no tenían lugar.

 

Por ello los Estados Unidos no podían reemplazar a Arbenz con un gobierno moderado de centro, aunque lo hubiesen querido.  "Los únicos guatemaltecos que habían estado dispuestos a derrocar (a Arbenz), los únicos guatemaltecos que no estaban manchados por colaborar con su régimen, fueron aquellos que amargamente se opusieron a toda reforma social.  Sacar a Arbenz era regresarlos a ellos al poder." (Ibid., p.  381).

El problema estribaba en que el pensamiento anticomunista -que se definía de manera paranoica en función de un enemigo que podía estar en cualquier lado sin que sus adversarios pudiesen darse cuenta- tenía una concepción muy amplia y flexible sobre quién podría ser considerado comunista.

            Basta revisar las listas elaboradas por los liberacionistas durante los días posteriores al derrocamiento de Arbenz para concluir que incluían en ellas a muchísimas personas que no eran comunistas, pero a quienes se consideraba como tales por la sencilla razón de que no eran anticomunistas.  El planteamiento del dirigente del Movimiento Democrático Nacional (MDN), Mario Sandoval Alarcón, era simple y brutal: “Con la liberación, o contra ella.” De esa visión maniquea nació la paranoica taxonomía anticomunista que agregaba entre los enemigos, además de los comunistas, a los “filocomunistas”, los “criptocomunistas”, los “castrocomunistas”, los “archicomunistas”, los “procomunistas” y finalmente a los “tontos útiles”. 

Como lo calificó con agudeza el analista Francisco Villagrán Kramer, se trataba de construir una “atarraya punitiva” en la que -conclusión obligada- caerían peces de los más diversos colores.  Así, comunistas o influenciados por éstos, fueron los cadetes que se rebelaron el 2 de agosto de 1954 exigiendo el licenciamiento de las huestes liberacionistas (Gobierno de Guatemala, 1955, p.  8, o los estudiantes que se enfrentaron con la policía y el ejército el 25 de junio de 1956 en una marcha contra la dictadura liberacionista (pp.  288-289); comunista resultó ser el exministro de educación de Arbenz, el muy querido mentor Mardoqueo García Asturias, razón por la cual fue vapuleado y expulsado a Honduras en esos mismos días (Palma, 1996, p.  42).  Finalmente, comunistas también resultaron ser los dirigentes del Partido Revolucionario que quisieron participar en las elecciones de octubre de 1957, para elegir al sucesor de Castillo Armas, razón por la cual el Tribunal Electoral vetó su participación.[15]

IV.              Dictadura militar, terror y Guerra Fría.

Si la revolución de 1944 desapareció a la figura del dictador como eje del poder político, la contrarrevolución de 1954 hizo del alto mando del ejército el nuevo eje de dicho poder.

Además de la causa de carácter nacional, es decir, la necesidad de control político férreo que fue creciendo en los primeros años de la contrarrevolución, en la emergencia del ejército como el detentador esencial del poder político existieron también causas de carácter hemisférico y mundial.  El triunfo de la revolución cubana en 1959, su radicalización y transformación en revolución socialista, así como sus efectos estimulantes en diversos puntos del continente, cambió por completo el panorama latinoamericano: la Guerra Fría declarada al terminar la segunda conflagración mundial, se intensificaría en América Latina.  continente. 

Las fuerzas armadas guatemaltecas fueron beneficiadas después de la contrarrevolución.  Lejos quedaban aquellos años en los que el ejército tenía escasa autonomía, y aun cuando en determinadas coyunturas cumplía un papel decisivo en las contradicciones políticas, en lo esencial sólo desempeñaba una función instrumental (Aguilera, 1989: 20).  [16] El nuevo rol de las Fuerzas Armadas se expresaría en el aumento de los gastos militares por hombre: entre 1955 y 1965, nos dice Adams con base en los datos de Joseph E.  Lotus, el crecimiento de los gastos militares por hombre, del ejército guatemalteco, fueron los más grandes de América Latina (1970, p.  147).

Pero fue el clima tenso de la Guerra Fría, particularmente, la revolución cubana, lo que lo iría convirtiendo en interlocutor privilegiado de Washington: si bien antes de 1960 la asistencia militar estadounidense era exigua (entre 50 y 300 mil dólares anuales), en el primer lustro de los sesenta observamos una tendencia ascendente que alcanza su cúspide en los 2.6 millones de dólares que el ejército recibió en 1963, año que precisamente coincide con la manifestación abierta de la consolidación de la dictadura militar (Adams, 1970: 264).  Y conforme la insurgencia fue creciendo, el monto de la asistencia militar también: en 1967 el Military Assistance Program se calculaba en 1.7 millones de dólares (se pensaba que el monto real era mucho mayor; y a esa suma habría que agregar medio millón de dólares más correspondientes a un crédito de la AID para reforzar a la policía (Debray y Ramírez, 1975: 289-290).

Pero sería unilateral hablar del surgimiento de las dictaduras militares únicamente como el resultado del despliegue contrainsurgente de carácter imperialista.  El fantasma del comunismo había revoloteado en Guatemala desde la época de la sociedad oligárquica.  La paranoia anticomunista se vería reforzada en la percepción burguesa de Guatemala como consecuencia de las políticas sociales y nacionalistas de Arbenz, así como con la presencia del partido comunista (Partido Guatemalteco del Trabajo) como uno de los ejecutores de dichas políticas.  La rebelión militar del 13 de noviembre de 1960, las luchas preinsurreccionales de marzo y abril de 1962, y la aparición del primer y efímero brote guerrillero de Concuá en esas mismas fechas, harían de Guatemala un escenario privilegiado para la contrainsurgencia diseñada por Estados Unidos: he aquí la razón por la cual Susanne Jonas habló en su momento de nuestro país como "un plan piloto para el continente" (Jonas: 1981).

            De esta manera, puede afirmarse que el rol del ejército en la contrarrevolución de 1954, unido al clima contrainsurgente surgido como respuesta a la revolución cubana y la inestabilidad política en el interior del país, fueron los factores que determinaron en última instancia la delegación expresa del poder de la clase dominante en favor de las Fuerzas Armadas, con motivo del golpe de estado de 1963.  Pero esa delegación que otorgaba al ejército una cuota de poder que no había tenido antes, sólo expresaba la autonomía relativa que las Fuerzas Armadas tenían en la gestión estatal.  Su poder siempre estuvo acotado por las fronteras del poder que siempre se reservó la clase dominante. 

Dos temas expresaron las limitaciones del poder militar: la reforma agraria y la reforma tributaria.  Independientemente de que las Fuerzas Armadas estuvieran en contra o en favor de su realización y dependiendo del grupo militar hegemónico o del partido en el gobierno en turno, tales temas siempre anunciaron que sin importar la cuota de poder militar, había una barrera insoslayable en el poder de la clase. 

En la medida en que la insurgencia fue extendiendo sus operaciones, la dictadura militar acentuó su carácter terrorista.  Los datos disponibles sobre los muertos y desaparecidos durante la década de los sesenta, informan que la cúspide del terror ocurrió precisamente durante el gobierno de Méndez Montenegro.[17] La gráfica referida a las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas muestra que entre 1960 y 1961 aumentaron las víctimas de tales crímenes, Este auge es más acusado en las ejecuciones extrajudiciales que en las desapariciones forzadas.  Ambas formas de terror vuelven a descender entre 1962 y 1963, para reiniciar un ascenso significativo el año siguiente, que tendrá su clímax en 1967 y 1968. 

Sobre la base de una muestra de 1,111 casos de ejecuciones extrajudiciales y 518 desapariciones forzadas registradas entre 1960 y 1969, podemos concluir que el terror comenzó a aumentar durante el régimen de Ydígoras, amainó después de 1962 y recomenzó su tendencia ascendente durante el segundo año de la dictadura encabezada por Peralta Azurdia, para ser llevado a su máxima expresión durante el segundo y tercer año del gobierno de Méndez Montenegro.  A fínes de dicho gobierno el terror volvería a amainar, para comenzar una nueva oleada -como veremos posteriormente-, que comprendió prácticamente todo el período de gobierno del general Carlos Arana Osorio.

El período comprendido entre las postrimerías del régimen de Peralta Azurdia y el inicio del de Méndez Montenegro no sólo implicó la transición de la dictadura militar abierta a las democracias de fachada, sino también el tránsito del terror abierto -que carácterizaba a las viejas dictaduras- al terror clandestino, que fue el recurso más socorrido de la dictadura militar.  Dictadura y terror se embozaron en un gobierno civil y -en los años siguientes- en las rotaciones electorales y el andamiaje institucional propios de las democracias.  Este enmascaramiento se expresó en los años sesenta, entre otros hechos, en el surgimiento de unos 16 escuadrones de la muerte (Aguilera, 1970, Tabla 3) [18]; la mayor parte de ellos tenía relación directa con el ejército, en particular, con su sección de inteligencia (G-2), o eran grupos clandestinos vinculados a partidos reaccionarios, como el MLN.  Desde la perspectiva del estado de derecho, el Estado guatemalteco empezó a actuar como un descomunal delincuente que infringía subrepticiamente la legalidad que le daba sustento. 

Cabe agregar que este auge escuadronero coincidió con el período en el cual se acentuó el involucramiento de los Estados Unidos en el conflicto interno con la presencia de asesores militares e incluso de mil boinas verdes, el traslado de las técnicas contrainsurgentes que estaban siendo usadas en Viet Nam o de armas como el napalm, la extensión de la “acción cívico-militar” en las zonas de conflicto en coordinación con la AID, la asistencia financiera para el ejército y las policías y el involucramiento de funcionarios civiles y asesores militares en la formación de los escuadrones de la muerte.[19]

Más que un cuerpo doctrinario sistematizado, la doctrina de seguridad nacional fue un conjunto de principios prácticos (“una estrategia para la acción”) (CEH, I: 348), concebidos para enfrentar interna y externamente a la “subversión comunista internacional” Ello se expresa en la identificación del comunismo como la “primera y más peligrosa amenaza”, en la concepción de que el poder nacional se sustentaba en cuatro pilares (económico, político, social y militar), en la elaboración de estrategias particulares para cada uno de estos cuatro factores, en el asumir que se vivía una guerra irregular pues el enemigo era “interno”, en la identificación de cualquier sector de la oposición como “subversivo”, y en la concepción de guerra irregular como “guerra total” en la que el poder militar articulaba al poder social (guerra psicológica y control de población), al económico y al político (ibid.,: 354-357).

Articulada en torno a la convicción de que enfrentaba a un enemigo irregular por medio de la guerra total, de que ese enemigo era encubierto, apátrida o extranjero, y que por tanto la oposición podía ser subversión disfrazada, la doctrina de seguridad nacional se entrelazó perfectamente con la intolerancia y la paranoia de la cultura del terror.  Entre los años sesenta y ochenta, los auges guerrilleros confirmaban la sensación de la peligrosidad de un enemigo que era interno solamente, en tanto actuaba como quinta columna, pero que en realidad era el mero instrumento de una poderosa potencia externa.  El oscurantismo reaccionario, sustentado en la legitimación de la expoliación a través de una visión racista y clasista, tenía en la ideología de la Guerra Fría para Latinoamérica, una expresión más congruente, y en el imperio, un aval poderoso. 

Ya no se trataba de legitimar insultantes privilegios e infames opresiones, sino de defender el cristianismo y la democracia frente al ateismo y totalitarismo soviético.  La doctrina de seguridad nacional tenía la enorme ventaja de que trasladaba el conflicto generado por la subversión hacia un enemigo externo.  Por tanto, hacía feliz a las derechas, al escamotear la injusticia y la opresión como explicación de la rebeldía..  Esta visión la expresó de manera prístina, en febrero de 1982, el general Horacio Maldonado Shaad, en un discurso conmemorativo del aniversario del cuartel que dirigía: “La invasión extranjera penetra por las montañas de la patria, por sus ríos, cerros y valles, por aire, mar y tierra, con la complicidad de regímenes vecinos...  la subversión es una facción integrada por elementos sin tierra, sin hogar, sin patria y sin vergüenza.  Ellos no temen morir porque no tienen nada, porque no pierden ni ganan nada.” (Figueroa Ibarra, 1991, p.  126)

Durante el período en que el general Efraín Ríos Montt ocupó la presidencia de Guatemala (1982-1983), la contrainsurgencia dio un vuelco significativo.  El genocidio en campos y ciudades fue acompañado de un discurso reformista y del enfrentamiento con la cúspide de la clase dominante guatemalteca.  En ese sentido, Ríos Montt daba continuidad a la doctrina de seguridad nacional a la vez que rompía con la intransigencia del oscurantismo reaccionario.  El discurso contrainsurgente tuvo aristas antioligárquicas: la guerra contra el comunismo tenía que ser una en la que los fusiles se combinaran con los frijoles.  La guerra también tendía que ser contra “la explotación, el hambre, la ignorancia, la enfermedad y fundamentalmente contra la injusticia”.  El capital tenía que sacrificarse: “No gane ese 20% sobre sus ventas, este año confórmese con ganar un 10%, sea inteligente, arriésguese a ganar menos, pero juntos combatamos a la miseria nacional.”.El principio de la ruptura con la tradicional intransigencia anticomunista era sencillo: “una persona que tiene hambre es un buen comunista; una persona que tiene mucho que comer es un buen anticomunista” (Figueroa Ibarra, 1991: 186, 204, 232).

            Pareciera que el gobierno de Ríos Montt recordara lo planteado por Maquiavelo de que el príncipe debería ser como un centauro, mitad bestia mitad humano.  El proyecto de Ríos Montt contempló el uso despiadado de la violencia combinado con medidas que expandieran al Estado en el seno de la sociedad civil.  En lo que se refiere a la violencia, los datos son contundentes: en los 17 meses de su gobierno, de15 a 16 mil personas fueron ejecutadas, más de mil fueron desaparecidas, 170 aldeas y poblados fueron masacrados, 15 personas fueron fusiladas, más de un millón de personas fueron desplazados internamente y 90 mil buscaron refugio en México principalmente (ibid.,). 

Una gráfica construida con base en 4,042 casos de desaparición forzada, entre 1960 y 1996, evidencia que la cúspide de tal forma de violencia se observa durante el período de Ríos Montt.[20]

Sin perder de vista que Ríos Montt gobernó entre marzo de 1982 y agosto de 1983, la gráfica evidencia que de los 4,042 casos registrados en el recuento del cual se hace uso, casi el 40% (902 casos) corresponden a los años de 1982 y 1983, durante buena parte de los cuales gobernó el referido general. 

V.                 Epílogo: resabios y persistencias

Dado que la violencia siempre es un acontecimiento terrible para los seres humanos, los actos de esta naturaleza que ejecutan Estados y organizaciones siempre han necesitado de la legitimación del bellum justus.  El anticomunismo fue la sustentación del terror como bellum justus en Guatemala.  En la visión del mundo del anticomunismo, la apacible vida de Guatemala -esto es, la paz del mundo oligárquico- fue amenazada por un encubierto grupo de sediciosos, que en realidad no eran guatemaltecos sino apátridas, ni actuaban por amor a Guatemala, sino en nombre de la Unión Soviética o del eje cubano-soviético.  La mano más dura, las acciones más despiadadas, los actos más infames, pudieron ser posibles porque se ejercían contra alguien que no formaba parte entrañable del “nosotros”

Pero el anticomunismo, ideología de la Guerra Fría, se asentó en Guatemala en el sustrato de una largamente larvada intolerancia a la otredad del indio.  La otredad del comunista estimulada por la ideología de la Guerra Fría, se engarzaba con esa otredad que había legitimado la expoliación de las masas indígenas desde el período colonial.  Comunistas e indios compartían el rasgo de ser en esencia exógenos al mundo que se defendía, democrático, cristiano y occidental.  Y así como no se podía confiar en el indio por su naturaleza hipócrita y traicionera, el comunista también podía esconderse detrás de los más inofensivos disfraces: he aquí porque en la cultura del terror el comunista generalmente era un criptocomunista

La paranoia nutrió al maniqueísmo, y el maniqueísmo se desplegó en la asombrosa clasificación de las variantes del comunismo que antes hemos consignado.  Un listado de escuadrones de la muerte que operaron en el país entre 1962 y 1981 revela que de los 35 mencionados, 16 llevaban la palabra anticomunista como parte de su nombre (CEH, I, p.281).  Los lemas de algunos de ellos también son reveladores del maniqueísmo entre el “nosotros” y el “otros”: “Muerte a los Antipatrias”, “”Muerte a los Traidores”, “Viva Cristo Rey”, “Comunista Visto, Comunista Muerto” (Aguilera, 1970: 125).  Como puede advertirse, la lucha era a muerte entre cristianos y ateos, entre patriotas y apátridas, entre leales y traidores. 

El humillante insulto (indio) y la peligrosísima acusación (comunista), como en otros momentos y lugares, se convirtieron en las otredades negativas que prepararon a la nación para aceptar el genocidio que se observaría en la sociedad guatemalteca de la segunda mitad del siglo XX.

 El comunismo fue la otredad negativa que posibilitó la amplia represión en todo el país en 1954, y la guerra sucia en las ciudades y el oriente, en la década de los sesenta del siglo XX.  Pero cuando indio y comunista aparecieron unidos en las insurgencias de finales de la década de los setenta y principios de los ochenta del siglo XX, la visión del mundo de la clase dominante sufrió el que acaso haya sido el estremecimiento más grande de su historia.  La legitimación construida mucho tiempo atrás operó como poderoso volitivo para arrasar 440 comunidades indígenas, ejecutar o desaparecer mediante el terror selectivo a miles de mayas y ladinos, a hombres y mujeres.

En el contexto de la posguerra fría, hoy en Guatemala el anticomunismo ya no es la palabra mágica que articula el bien contra el mal.  Y el comunismo, al que se da por muerto, tampoco es la encarnación de ese mal.  Pero un boletín difundido por un grupo anónimo a mediados de 2002, revela la persistencia de la cultura del terror más allá de la Guerra Fría.[21] En el mismo aparece, de manera clara, la supresión del otro como medio de resolución del conflicto: se amenaza de muerte a 11 activistas de los derechos humanos, que han denunciado la creciente represión en el país.  Éstos pagarán con sangre sus mentiras que desprestigian a la patria y “serán los primeros en sentir el acero de nuestras balas”.  Se observa nuevamente el discurso que divide el “nosotros” (los guatemaltecos de verdad) y los “otros” (los enemigos de la patria), el racismo que alude el origen chino de una de las amenazadas de muerte, el complot extranjero propiciado por los organismos que desde el exterior vigilan el respeto a los derechos humanos, el “cáncer” que debe ser extirpado (“los parásitos de los derechos humanos”).  Y en un acto revelador de la continuidad del terror como cultura, la abigarrada redacción de la amenazante misiva revela que una nueva otredad negativa ha surgido en Guatemala: los activistas de los derechos humanos.  El boletín termina blandiendo un slogan que nos resulta conocido, aunque en su nueva versión la palabra comunista ha sido suprimida: “activista visto, activista muerto”.

Nunca la violencia estatal ha sido responsabilidad del Estado de manera exclusiva.  No ha sido Guatemala la excepción.  A través del racismo y del anticomunismo -en general de la introyección de la cultura del terror- significativos sectores de la población otorgaron consenso pasivo y activo a la actividad terrorista del Estado guatemalteco.  La ejecución extrajudicial, la tortura y la desaparición forzada fueron aceptados como el resultado legítimo al que se exponía todo aquel que pretendía subvertir el orden dictatorial.  En la Guatemala del posconflicto nuevas otredades negativas han empezado a surgir.  No se trata tan solo de los antiguos comunistas hoy disfrazados de defensores de los derechos humanos; también la pobreza y la delincuencia a menudo son asumidas como un mismo hecho.

La combinación de la cultura del terror con la ideología de la Guerra Fría tuvo como resultado la legitimación de un orden autoritario sustentado en el terror.  Terminada la Guerra Fría, las costumbres, los hábitos y valores de la cultura del terror siguen formando parte de la vida política en Guatemala. 

Y con ello, tal vez autoritarismo y terror sólo estén esperando mejores tiempos.

- Carlos Figueroa Ibarra es sociólogo, profesor investigador del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

Bibliografía y Fuentes Documentales

a.  Libros y artículos.

  • Adams, Richard N.  Crucifixion by power.  Essays on Guatemalan National Social Structure.  University of Texas Press, Austin and London, 1970.

  • Aguilera Peralta, Gabriel Edgardo.  La violencia en Guatemala como fenómeno político.  Tesis presentada a la Junta Directiva de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de San Carlos de Guatemala para obtener el grado de Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales y el título de Abogado y Notaria.  Guatemala, Julio de 1970.

  • Anderson, Thomas.  El Salvador 1932.  Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA), San José, Costa Rica 1983.

  • Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), Guatemala Memoria del Silencio (12 volúmenes), Guatemala, junio de 1999.

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  • Guatemaltecos de Verdad.  “¡A los enemigos de la patria!”, mimeo, Gutemala, junio de 2002. 

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  • Schneider, Ronald M.  El Comunismo en Latinoamérica.  El Caso Guatemala.  Editorial ÁGora, Buenos Aires, Argentina 1959.

  • Villagrán Kramer, Francisco.  Biografía Política de Guatemala.  Los pactos políticos de 1944 a 1970.  FLACSO-Guatemala, Guatemala C.A.  1994.           

b.  Entrevistas.

  • José Manuel Fortuny.  Secretario General del PGT entre 1949 y 1954.  Representante del PGT en La Habana entre 1960 y 1969 y en la la Revista Internacional, Praga, 1964-1969.  Militante clandestino del PGT en Guatemala, 1971-1973.  México D.F.  Noviembre de 1997, febrero de 1998, abril de 1998, diciembre de 1998.  (JMF/F).

  • Jorge Mario García Laguardia.  Director del periódico estudiantil El Estudiante durante 1955 y 1956.  Dirigente de los partidos socialdemócratas Unidad Revolucionaria Democrática (URD) y Frente Unido de la Revolución (FUR) durante las décadas de los sesenta y setenta.  Guatemala, marzo de 1998.  (JGL/F). 

  • José Alberto Cardoza (Mario Sánchez).  Vicesecretario de la Central General de Trabajadores de Guatemala (CGTG) y diputado al Congreso de la República por el PGT durante la década de la revolución.  Miembro del comité central y la comisión política del PGT desde 1949 hasta 1978.  Secretario General del PGT (Nucleo de Dirección) desde 1978 y en su calidad de tal, fundador de la URNG en febrerop de 1982.  México D.F., agosto de 1997, octubre de 1997, noviembre de 1997, diciembre de 1997, febrero de 1998, abril de 1998.  (JAC/F)



[1] Las dos fuentes más autorizadas para las estimaciones de la violencia política en Guatemala son: Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHA), Guatemala Nunca Más (4 Volúmenes), Informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, Guatemala 1998 y Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), Guatemala Memoria del Silencio (12 volúmenes), Guatemala, junio de 1999.

[2] Gordon, 1983; Schlesinger y Kinzer, 1987; Gleijeses, 1991

[3] B.J.  Peurifoy en Fried, Gettleman, Levenson and Peckenham ed., 1983, p.70

[4] JMF/F; Fried, Gettleman, Levenson and Peckenham ed., 1983, p.  69

[5] Las fuentes anticomunistas coinciden en la cifra anteriormente mencionada.  Hurtado Aguilar, 1956: 181; Del Valle Matheu, 1956: 138; Gleijeses, 1991: 320.  Fortuny recuerda que en realidad los invasores fueron entre 650 y 700 de los cuales 200 eran guatemaltecos y el resto mercenarios nicaraguenses, hondureños y dominicanos.  Debe haber sido esta la información con la que contaba el gobierno de Arbenz en el momento de la invasión.  (JMF/F).

[6] En Guatemala el término liberación y liberacionista llegó a ser en la segunda mitad del siglo XX, sinónimo de anticomunismo.  Esto debido a que el pequeño detacamento anticomunista de 1954, tomó el nombre de Ejercito de Liberación Nacional y después el partido del anticomunismo se llamó Movimiento de Liberación Nacional (MLN).  Gran triunfo en el mundo de las palabras: liberar significó destruir al comunismo.

[7] James, 1955: 200 ; Schneider, 1959: 303

[8] Informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH).  Guatemala memoria del silencio.  Tomo I, numeral 315.  En adelante se citará CEH. 

[9] Lo que resulta verdaderamente ridículo si se toma en cuenta que el partido comunista en el momento del derrocamiento de Arbenz no pasaba de los 4 mil militantes.  Para consultar fuentes insospechables de simpatías con el comunismo véase la cifra que aporta Schneider (1959).  Solamente una visión muy laxa y paranoica de lo que significaba ser comunista, producto de la guerra fría, podría haber elevado la cifra al monto indicado.

[10] CP/PGT, 1955, p.58; Gleijeses, 1991, pp.  381-386

[11] Para el caso del exterminio de los judíos en el holocausto véase una interesante utilización de la categoría en Daniel Feierstein, Seis estudios sobre el genocidio.  Análisis de las relaciones sociales: otredad, exclusión y exterminio.  EUDEBA, Buenos Aires, 2000.

[12] Martínez Peláez, 1981: 19, 217-242.

[13] Anderson, 1983; Taracena, 1984; Figueroa Ibarra, 1989

[14] Partidarios del derrocado dictador Jorge Ubico.

[15] Partidarios del derrocado dictador Jorge Ubico.

[16] Con justeza Adams (1970, p.  238) ha planteado que el examen comparativo de la estructura del poder nos indica que el gobierno de Ubico fue una dictadura pero esto no necesariamente implica que haya sido una dictadura militar

[17] Estos recuentos han sido hechos en base a la recopilación hemerográfica y de entrevistas hechas por el Centro Internacional Para la Investigación en Derechos Humanos (CIIDH) y el Grupo de Apoyo Mutuo, cuyos personeros fueron los coordinadores de tal recopilación.  En ella participaron las organizaciones de derechos humanos agrupadas en la Coordinadora de Organizaciones de Derechos Humanos de Guatemala (CONADEHGUA).  En adelante la fuente será citada como CIIDH-GAM. 

[18] El más famoso de ellos, pero no el único, fue el Movimiento de Acción Nacionalista Organizado o Movimiento Anticomunista Nacional Organizado (MANO) más conocido como la Mano Blanca, el cual fue dirigido por Raúl Lorenzana.

[19] Debray y Ramírez, 1975, pp.  288-295; Jonas, 1981, pp.  345-357; Jonas, 1991, p.  70.

[20] La gráfica se encuentra en Carlos Figueroa Ibarra, Los que siempre estarán en ninguna parte.  La desaparición forzada en Guatemala.  Grupo de Apoyo Mutuo, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y Centro Internacional para Investigaciones en Derechos Humanos.  México, D.F.  1999.  Este libro se sustenta en los datos de CIIDH-GAM.

[21]¡A los enemigos de la patria!”, boletín del grupo autodenominado Guatemaltecos de Verdad, mimeo, Guatemala, junio de 2002. 

https://www.alainet.org/es/active/9406
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