Star wars a la boliviana
29/05/2005
- Opinión
Cuando la búsqueda de paz es siniestrada con argumentos de guerra
Mientras las salas de cine estrenan con rutilante éxito la última versión
de La Guerra de las Galaxias, las columnas de opinión sobre la crisis
política que está viviendo Bolivia y las formas de actuación de algunos
actores en ella, tienden a (des)calificarla identificándola como una sui
géneris star wars.
Un grupo de actores externos se mueve en el marco de la paranoia pintando
una imagen de Bolivia parecida a la de un polvorín. No se puede entender
de otra manera el anuncio que hace el Ministro de Defensa de la Argentina
comunicando que tiene listos aviones para evacuar a su conciudadanos una
vez que empiece a arder el volcán altiplánico. Parecida connotación tiene
el “estado de alerta amarilla” del Departamento de Estado de los Estados
Unidos por el “potencial estado de desórdenes” y avecinamiento de
“manifestaciones en gran escala” en tierra boliviana, por lo que recomienda
a sus ciudadanos residentes “mantenerse vigilantes”.
Algunos actores internos se mueven en el plano de la estupidez y dan lugar
a las paranoias. Por una parte, recordando tiempos que es mejor
mantenerlos en el olvido, aparecen dos defenestrados militares en afanes
golpistas que tienen los visos de un automontaje mal escenificado y que no
parece tener más destino que debilitar los movimientos sociales. En dudosa
y paradójica coincidencia, el aventurerismo de Jaime Solares, líder de la
Central Obrera Bolivia convoca -por cuenta y riesgo propio contra el
criterio de sus organizaciones asociadas- a la conformación de un gobierno
civil–militar patriótico.
Como poniéndole la cereza a la torta, el Ministro de la Presidencia de
Bolivia con su indisimulado rictus de soberbia y sus ya habituales
declaraciones que hacen del chisme de café política de gobierno, pretende
sembrar la duda sobre la legitimidad de las organizaciones manifestantes, a
las que acusa de estar pagadas, pero no se molesta en fundamentar quiénes,
por quiénes, para qué y con cuánto.
Los movimientos sociales, simbolizados en cacerolas vacías, piedras,
detonantes de dinamita, marchas, huelgas de hambre, coraje, ira y bronca
que han decidido dejar de estar contenidos en sus comunidades indígenas y
campamentos mineros para llenar multitudinariamente las calles de la ciudad
de La Paz, a momentos derivan en excesos porque no están sabiendo crear
solidaridades con la ciudadanía paceña, y porque han sido puestos en la
vorágine de una maniquea rutina en la que se rodea la Plaza Murillo, donde
están vacíos de sus autoridades los palacios de Gobierno y Legislativo, y a
la que no logran acceder porque no pueden salvar la muralla policial. Si
lo lograran, ¿de qué serviría si no tendrían allí interlocutores oficiales?
Algunos analistas ganados por la comodidad de ubicarse en el centro así
como los medios que espectacularizan la vida, han sobredimensionado este
ambiente de interpretaciones guerreristas alimentando un miedo ciudadano
hacia los manifestantes, a los que se los pinta como invasores de la rutina
urbana. Pero lo que casi nadie dice es que si bien las rebeliones
tensionan las relaciones habituales de la normalidad liberal, o que están
hechas de alteridades y confrontaciones, en este país amante de la paz y de
la democracia, pareciera no existir otra salida que la protesta como
correctivo para la ineficacia de los poderes del Estado.
El Presidente Carlos D. Mesa que se ufana en destacar que no ha hecho ni
hará uso de la violencia para reprimir las manifestaciones, olvida asumir y
decir que más eficiente sería no provocarla, además de admitir que hay una
brutal represión policial en las calles y que los militares que se
parapetaron en el Palacio de Gobierno están armados hasta los dientes.
Abriéndose al menos al diálogo que podría evitar todos estos eventos, la
fórmula gubernamental tiene que entender que la paz no es sólo ausencia de
violencia sino también manifestación de justicia.
La tolerante elasticidad de la democracia boliviana
En situaciones como las que vivimos en Bolivia ya no caben motivos para el
engaño y hay que reinventar los motivos para la ilusión en democracia. No
caben más motivos para el engaño cuando los gobiernos de democracias
secuestradas por las recetas liberales no están a la altura del desafío de
la construcción de regímenes y sistemas verdaderamente democráticos. Y hay
que saber reinventar la ilusión incluyendo en las políticas de Estado las
propuestas que se contienen en los descontentos.
¿Democracias secuestradas?, ¿regímenes y sistemas verdaderamente
democráticos?, ¿es que acaso la democracia no es sólo una y no debería
prestarse a interpretaciones variopintas y multidimensionales?, ¿la
práctica de la democracia recuerda que la teoría de la democracia la define
como el sistema social en el que el individuo, por su sola calidad de
persona humana, participa en los asuntos de la comunidad y ejerce en ellos
la dirección que proporcionalmente le corresponde?, ¿está la práctica
política recordando que la democracia política es el gobierno del pueblo
fundado en la participación libre e igualitaria, a veces directa y otras
representada pero siempre en el sentido del gobierno de todos?
La respuesta a estas preguntas, deja al descubierto que en las historias de
la liberalización todo vale en nombre de la democracia, todo vale porque
uno de sus factores inherentes es la elasticidad conceptual y práctica que
hace que los sistemas democráticos se pinten ilimitados en sus alcances y
metas, en sus tolerancias y permisividades, y también en sus desgarros y
deterioros.
La elasticidad de la democracia en sus alcances y metas, se expresa por
ejemplo en el tratamiento del concepto de ciudadanía que consiste en la
exigibilidad y ejercicio de los derechos civiles y políticos y también de
los derechos económicos, sociales y culturales, por lo que la ciudadanía en
democracia es (o debería ser) civil, política y social. La teoría así
planteada es profunda en su formulación, pero corta y angosta en su
aplicación, como en el caso boliviano donde se apunta con resignación a que
el sólo hecho de no vivir en dictadura (equivalente a vivir en democracia)
debe ser apreciado como una categoría de felicidad. Así, la noción de la
democracia se convierte en un chantaje atado a los miedos tan gigantes de
las clases medias como a la inversa enanas son sus utopías, y que le restan
legitimidad a la construcción de sociedades con calidad de vida digna como
un derecho ciudadano.
Por su parte, y para decirlo en términos informáticos, la dimensión de las
tolerancias y permisividades que se practican en nombre de la democracia,
la afectan al extremo de desconfigurarla. Es así que a título de
democracia representativa y del reinado de la partidocracia, los regímenes
democráticos soportan gobiernos y legislaturas marcados por la corrupción,
por el nepotismo o, a la boliviana, por el cuateo y la tecnocracia que
naturaliza el manejo de políticas liberales que, a nombre de la
gobernabilidad atentan contra los principios democráticos de la justicia,
de la libertad y de la igualdad, los mismos que se proclaman como
obligaciones pero se niegan como derechos.
A su vez, los desgarros y deterioros se explican en el secuestro que el
neoliberalismo ha hecho de la democracia sobreponiendo la lógica del
mercado a la del Estado. Desde esta perspectiva el deterioro no es
meramente formal sino estructural, es decir que no depende tanto de las
afectaciones atribuidas a las protestas sociales sino a las características
e impactos de las políticas de ajuste que se cosechan en la ruptura de las
unidades porque en paralelo a la globalización del consumo se alimenta la
fragmentación de las etnias, de las regiones y de las clases sociales.
También los desgarros se evidencian en el acrecentamiento de la
conflictividad porque la ineficacia de la fórmula globalizadora como la
receta contra la pobreza sólo destaca un mundo con exclusiones e
injusticias cada vez mayores, dado que las formas de la acumulación de la
riqueza favorecen cada vez menos a países como Bolivia.
Las rasgaduras políticas de la democracia boliviana en la coyuntura actual
tienen diferentes orígenes. Uno de ellos está relacionado con la vacación
tomada por los parlamentarios en el momento preciso que le correspondía
decidir sobre temas de trascendencia como el Referéndum sobre las
Autonomías y la Convocatoria a la Asamblea Constituyente, lo que pone en
evidencia un harakiri deslegitimador de la representatividad democrática.
El procedimiento de autoconvocatoria a Referéndum sobre las Autonomías
realizada por el Comité Cívico de Santa Cruz y respaldada por los de
Tarija, Beni y Pando en ausencia del Parlamento, externaliza una forma
prepotente de superación de la legalidad. La propuesta de toma del
Parlamento y de salida del presidente enarbolada tanto por los
fundamentalistas del liderazgo sindical y de la oligarquía empresarial, es
otra expresión de la capacidad de tolerancia de la democracia, más aún
cuando las vías propuestas suponen la fuerza del recambio por un pacto
civil – militar. Otro elemento que encuentra su justificación en la
elasticidad de la democracia, es la ausencia de gobierno y la opción
presidencial por una política de avestruz que no quiere dar la cara sino
más bien eludir las demandas, razón por la que, lejos de hacerse parte del
espacio de soluciones o al menos de las negociaciones, se convierte en
parte del problema.
Pero así y todo, con estos márgenes tan flexibles en sus alcances, metas,
tolerancias, permisividades, desgarros y deterioros, la democracia sigue
siendo, en el imaginario de la ciudadanía boliviana, el espacio adecuado
para la construcción de un futuro más justo.
Capitalismo, tus siglos están contados...
Hay pugnas por la búsqueda de mayores competencias del poder ejecutivo en
relación al legislativo, proceso complejo porque el Presidente, carente de
partido, fabricó un bloque parlamentario con la pírrica representación de
un representante de partido oficialista mas una gama multicolor de
parlamentarios tránsfugas, fórmula que sin emabrgo no alcanza para poder
legalizar las políticas gubernamentales. El caso más evidente es la
reciente promulgación de la Ley de Hidrocarburos por parte del presidente
de la Cámara de Senadores, puesto que el Presidente de la República, don
Carlos D. Mesa, arguyendo que su ética no le permite promulgar una ley que
califica antinacional, se negó a hacerlo advirtiendo que su consecuencia es
de riesgo y responsabilidad de los parlamentarios. Pero aunque éste sea su
buen deseo, lo que va a quedar en el registro de esta medida es “la Ley
promulgada durante el gobierno de Carlos D. Mesa”, e incluso “la Ley de
Carlos Mesa”, porque así suelen funcionar las paradojas de la historia.
El Parlamento, que tiene la tarea de definir temas históricamente
trascendentales como la Ley de Hidrocarburos, las Autonomías, la
convocatoria a la Asamblea Constituyente, el Juicio de Responsabilidades a
Gonzalo Sánchez de Lozada y otros más, no está, definitivamente, a la
altura de su desafío, y su pérdida de legitimidad depende tanto de sus
propios errores así como de la crisis de sus referentes partidarios. El
Parlamento boliviano prometía convertirse en un régimen fundante por la
cantidad de indígenas que el Movimiento al Socialismo (MAS) y el Movimiento
Indígena Pachakuti (MIP) sentaron en los curules, pero que más allá de
pincelar el paisaje legislativo de múltiples colores, idiomas y
pensamientos, no logró romper el monopolio de decisiones de una troika o
rodillo de partidos tradicionales emparentados con los intereses privados y
transnacionales, antes que con los intereses populares, cuando no
nacionales.
Las relaciones Legislativo - Ejecutivo se desenvuelven entonces en sistemas
de pugnas, de negociaciones, de bloqueos y condicionamientos mutuos que
tienen entre uno de sus resultados el alargamiento y tensionamiento de
procesos en la definición de políticas fundamentales. Así por ejemplo, la
Ley de Hidrocarburos se promulga 10 meses después de la realización del
Referéndum Vinculante sobre el Gas, y encima no toma en cuenta sus
resultados que, en la lectura ciudadana, explicitaban su argumento de la
recuperación de los hidrocarburos para el Estado boliviano.
En estas condiciones, los gobiernos, impugnados, no saben negociar los
conflictos, y su práctica gubernamental de sobrevivencia se mantiene en la
gestión y promoción de un proceso permanente de campaña electoral, de modo
tal que la popularidad del régimen se define más que por sus programas o
políticas públicas, por la imagen y personalización de sus liderazgos. Y
estas estrategias que no posicionan políticas de Estado parecen apuntar más
a hacer buena nota con los certificadores de las transnacionales, embajadas
y organismos internacionales, porque en la realidad, como dice un reciente
informe de Amnisty International, los gobiernos no están cumpliendo su
compromiso de establecer un nuevo orden mundial basado en los derechos
humanos.
En el caso boliviano la gestión gubernamental, que está incumpliendo sus
compromisos de políticas estructurales relacionadas con la recuperación de
los hidrocarburos, la Asamblea Constituyente y también la reestructuración
administrativa del Estado mediante su descentralización, en sus manoteos de
subsistencia en la coyuntura actual ha acudido a diversas estrategias.
Una, borrarse del mapa y de sus responsabilidades de conducción del país,
dejando como voceros en los días de manifestaciones a tres autoridades: el
Ministro, el Viceministro y el Director de la Unidad de Conflictos del
Ministerio de Gobierno, factor que da una idea cabal de la cualidad de las
relaciones gobierno-ciudadanía. Otra estrategia, ya común en el gobierno
de Carlos D. Mesa es su autoafirmación en aspectos que él mismo considera
virtuosos y que los repitió en un reciente discurso para que la ciudadanía
internalice: “yo el presidente de la paz, yo el presidente transparente, yo
el presidente austero, yo el presidente paciente, yo...”.
Pero la estrategia gubernamental más evidente de enfrentamiento de la
crisis política consiste en la aplicación de formas diversas de intentos
por cambiar la agenda de las reivindicaciones sociales ya sea para
secundarizarlas, desvirtuarlas, o deformarlas. Las secundariza cuando el
mismo día que se aprueba la Ley de Hidrocarburos el presidente afirma que
ese es ya un capítulo cerrado y propone un Programa Económico y Social,
buscando con esta medida que las relaciones sociedad-gobierno se muevan en
este marco que tiene la lectura de Bolivia igual al país de las maravillas.
Desvirtúa las reivindicaciones y movimientos cuando deja que su Ministro de
la Presidencia afirme que las organizaciones reciben dineros para sus
movilizaciones y, en un intento por comprobar lo indemostrable, el Ministro
de Gobierno acusa a la Empresa Nacional de Teléfonos de haber financiado
las marchas, y todo porque algunos de sus empleados distribuyeron bolsitas
de pasankalla, que no es otra cosa que el famoso pop corn, que se lo quiere
utilizar como argumento de relaciones de desconfianza entre pueblo
movilizado y ciudadanía boliviana. La muestra más evidente del intento por
deformar las reivindicaciones se explicita en un discurso del Presidente
Mesa, cuando destaca como el tema más álgido el que el Referéndum sobre las
Autonomías y la Convocatoria a la Asamblea Constituyente no pueden asumirse
como procesos aislados, denotando más allá del mensaje que busca acuerdos,
una base discursiva clara por desviar la demanda nacionalizadora de los
hidrocarburos a un tema que se lo sabe delicado por sus latentes
connotaciones regionalistas, clasistas y hasta racistas, y que marca una
agenda de confrontaciones y aclaraciones entre los habitantes del occidente
y del oriente bolivianos.
Para estas estrategias, el gobierno ha optado por poner en receso los
espacios institucionalizados de negociación y resolución, acudiendo en
contrapartida a los espacios informales de las relaciones políticas, como
son los encuentros sectoriales, las apariciones en los sets de televisión y
los balcones palaciegos, y están en camino las mesas de diálogo con la
mediación de organizaciones de derechos humanos y posiblemente las
iglesias, curiosamente ausentes de este proceso. Así también, son estas
estrategias las que han generado descontentos con el régimen incluso desde
su fuero interno, expresándose en hechos como la renuncia reciente de la
Ministra de Educación, con el argumento que el gobierno está sufriendo “un
distanciamiento progresivo entre los fines enunciados y los medios
utilizados”.
Las políticas de Estado se debaten otra vez en las calles
No estaba en los planes ni en los sueños ciudadanos que en el sistema
democrático se empobrecieran más, que los excluyeran con mayor vigor y que
aumentaran las diferencias étnicas y regionales. Por ello la esperanza
puesta en la democracia tiende a transformarse en frustración y
descontento. Y entonces el descontento con el régimen y sus políticas, así
como la necesidad colectiva de mantener la esperanza en el sistema
democrático reconduciéndolo, lleva a los movimientos sociales a tomarse una
vez más las calles y las carreteras, sus espacios reconocidos de encuentro,
de tertulia, de expresión colectiva y de enunciación de su palabra
contenida en sí misma, porque cotidianamente no entra en los discursos de
los medios ni hace parte de las deliberaciones de los poderes del Estado.
Un canal local enfocó por varios minutos sólo los pies de los marchistas de
las carreteras y de las calles. No hacía falta enfocar los rostros ni los
puños para concluir en que nuevamente son los pobres los manifestantes y
ahora no sólo de sus propias y enormes necesidades, sino también de las
preocupaciones del país. No hacía falta escuchar las palabras para darse
cuenta que la experiencia boliviana está viviendo un proceso ciudadano de
retorno a lo popular en su doble sentido de resquicio de identidad del
pueblo pobre y de manifestación política de transformaciones estructurales.
Esta construcción no es sin embargo sencilla ni mecánica, pues como muy
pocas veces en la historia de los movimientos sociales en Bolivia, esta vez
se ha hecho evidente la segregación de propuestas, de estrategias y de
organizaciones. Las marchas partieron de distintos lados y aunque
confluyeron en un solo punto, el Cabildo realizado en la Plaza San
Francisco, no llegaron a juntarse porque sus consignas no eran las mismas.
Los movimientos sociales necesitan un proceso de autocrítica a fondo.
Deben revisar los fundamentalismos que no construyen, deben analizar los
aventurerismos golpistas que llevaron a los marchistas a estar luchando por
la nacionalización de los hidrocarburos, mientras sus líderes los estaban
conduciendo a la toma del gobierno. Las jornadas que se están viviendo
estos días han puesto en evidencia la debilidad de los liderazgos
nacionales.
De cualquier manera, en la colección de las demandas individuales y en su
conversión en reivindicaciones comunes, en la depuración de la estupidez
del golpe civil militar patriótico como forma reivindicativa, en la
exigencia de las bases a sus líderes que sin control social se hacen
autoritarios, en las idas y venidas de las estrategias, en el
reconocimiento de las acciones equivocadas que dividen posiciones, en la
necesidad de aprender a sumar solidaridades especialmente de las clases
medias y de los sectores urbanos, en todos estos procesos se hace evidente
la politización de los movimientos sociales, en parte como producto de un
germinamiento natural de la protesta y de los movimientos sociales, y en
mucho como producto de la debilidad y crisis de representación de los
partidos.
¿Por quién doblan las campanas?
Cuando ocurren estos eventos uno se pregunta sobre su punto de llegada, y
viendo la situación de los sectores que protagonizan la protesta ronda en
el ambiente la interrogante de si habrá valido tanto zapato roto y si se
justificará repetir otra vez la toma de la sede de gobierno y la presión
sobre poderes del Estado que no aparecen en escena, por lo que las demandas
sólo se estrellan contra el muro policial de la represión y la pared
mediática de la tergiversación.
Varios caminos son posibles porque nada está todavía definido, todos estos
caminos son o no probables. Uno que el movimiento se desgaste, aunque se
debe reconocer que está en crecimiento y que está sorteando con éxito un
largo feriado que pudo haberlo desactivado. Si no se lograran conciliar
criterios entre los fragmentos, los movimientos tendrían que apostar a
lograr una victoria mínima, que podría consistir en la reinstalación del
Parlamento y la aprobación inmediata de la Convocatoria a la Asamblea
Constituyente antes o paralelamente al Referéndum Autonómico. Una victoria
optimista consistiría además en la revisión de la Ley de Hidrocarburos en
sus puntos más cuestionados como la legalidad de las transnacionales, los
porcentajes de las regalías y los impuestos, la potestad estatal para fijar
precios y para participar en toda la cadena productiva.
Una segunda posibilidad, tampoco descartable, es que la incapacidad
gubernamental para la negociación derive en una intervención violenta de
las movilizaciones y recomponga el orden recuperando la presencia de los
poderes políticos.
Otra posibilidad que no se debe descartar si prospera como demanda de los
movimientos sociales y se enlaza con una demanda ya expresada de los
sectores empresariales, es la renuncia del presidente Mesa o su destitución
y sustitución constitucional, aunque pocos parecen dispuestos a apoyar como
sucesor al presidente del Senado, Hormando Vaca Diez, representante del
Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR)
Constitucionalmente, otra posibilidad está dada en el adelanto y
convocatoria a elecciones. Sin embargo, si se diera la alternativa del
cambio de presidente, no se puede dejar de lado la propuesta acariciada por
determinados sectores populares de asumir ellos el poder y ya no delegarlo
en estamentos que no los representan.
Sea cual fuera el desenlace, algunas lecciones son necesarias recuperar de
esta nueva experiencia boliviana de rebelión social que acumula energías
para próximas grandes transformaciones de democratización de la democracia.
Una lección, de resolución urgente, tiene que ver con la necesidad que los
sectores populares encuentren factores y espacios de unidad a partir de sus
particularidades y en la definición política de sus temas comunes que
tienen que ver con políticas de Estado.
La experiencia acumulativa está demostrando, como segunda lección, que los
sectores populares están madurando en aspiraciones hegemónicas de poder, lo
que inevitablemente tiene que poner en el tapete del sistema democrático la
transición de su carácter representativo a otra cualidad participativa.
Una tercera lección está relacionada con la importancia de trabajar agendas
ciudadanas comunes, de unidad, que provoquen diálogos, encuentros, alianzas
estratégicas y estructurales porque los aislamientos no conducen a
derroteros de mayor democracia en un país fundamentalmente caracterizado
por su abigarramiento. Se tiene que hacer de las grandes reivindicaciones
nacionales tema de todos y no sólo de los sectores populares, se tienen que
aprender a tejer solidaridades.
La cuarta lección está relacionada con la necesidad de regenerar el sistema
de partidos políticos y, en consecuencia del Parlamento, porque su actual
deslegitimación no puede defenestrarlos de su rol clave de mediación en la
construcción del sistema democrático. Pero esto pasa por una
reestructuración a fondo de sus estructuras, roles, composiciones,
propuestas y formas de organización actuales.
Finalmente, es importante asumir la lección de que las políticas públicas
rehenes de los intereses transnacionales, y ortodoxas en sus planteamientos
y alcances, se han evidenciado como fórmulas insuficientes cuando no
impertinentes para la construcción de democracias reales. La experiencia
boliviana ratifica también que las políticas de Estado y los proyectos de
sociedad tienen que saberle exigir a la presión internacional y empresarial
programas más inclusivos, como garantes de que en un estado de derecho
primero están el país y su gente. Sin este convencimiento puesto en el
horizonte, difícilmente va a ser posible reinventar la ilusión por la
democracia.
- Adalid Contreras Baspineiro es sociólogo y comunicólogo boliviano
https://www.alainet.org/es/active/8293?language=pt
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